Ana Karenina,
por ejemplo/Joan Garí, escritor
Publicado
en EL PAÍS, 23/04/06:
Entrevistaban
en el periódico argentino La Nación al escritor Philip Roth. En un momento de
la conversación, este hombre se puso grave y, con esa convicción inapelable del
que sabe de qué habla, aseguró que en los Estados Unidos de ahora no hay más de
25.000 buenos lectores. Y en seguida añadió: “Dentro de unos años, los buenos
lectores serán tan pocos que serán como un culto, las 150 personas en los
Estados Unidos que leen Ana Karenina, por ejemplo”.
La
afirmación me ha dado qué pensar, cómo negarlo. Roth no es un cualquiera: ahora
mismo es el escritor norteamericano más representativo, uno de esos candidatos
perpetuos al premio Nobel. Estados Unidos tiene actualmente 290 millones de
habitantes. Si de éstos sólo 25.000 se pueden considerar “buenos lectores” -es
decir, lectores habituales de libros de calidad, novelas, ensayos, teatro o
poesía-, saquen ustedes mismos la proporción correspondiente. O mejor, no hace
falta que se tomen la molestia: yo mismo les informo de que eso implica que de
cada 11.600 estadounidenses sólo hay un “buen lector”. No sé hasta dónde nos
podría llevar la perversión de la estadística. Quizá estas cifras nos parezcan,
simplemente, una exageración, o puede que optemos por proyectar esa suficiencia
antiamericana tan europea y entonces prefiramos regodearnos con la evidencia de
la precariedad en casa ajena. 25.000 lectores entre 290 millones: ¡pasen y
vean!
Ahora
fijémonos en la segunda parte de la afirmación de Roth: las únicas y desoladas
150 personas que, “dentro de unos años”, leerán, en el país americano, Ana
Karenina. Eso implica, ni más ni menos, que para encontrar un solo conocedor de
la gran novela de León Tolstói deberíamos buscarlo ¡entre dos millones de
personas!
Incluso
aquellos que no somos dados -qué le vamos a hacer- a apocalipsis instantáneos
ni a cataclismos de mesa camilla, sentimos un escalofrío cuando topamos con una
predicción tan creíble, tan tristemente verosímil. Aún recuerdo la primera vez
que leí Ana Karenina: era la traducción al catalán de Andreu Nin (publicada
originalmente en 1933), un sujeto tan dotado para las fabulaciones insurrectas
como para trasladar a su lengua materna la emoción y el vigor de un original
prodigioso, inconmensurable. Pero entonces, si Roth tiene razón -y si su
predicción es extensible a Europa-, a la vuelta de la esquina en todo el País
Valenciano no habría más de ¡dos personas! que supieran de primera mano quien
es el conde Vronski. Si yo tuviera que ser uno de esos dos únicos individuos
amantes de verdad de la literatura, me imagino mi alborozo y mi angustia cada
vez que hubiera de encontrarme con el otro, mi semejante, mi hermano.
El
horizonte, ustedes perdonen, no parece demasiado halagüeño. Sí, ya sé: es que
las cifras de Roth son un poco escandalosas. Vamos a suponer que sean
excesivas, provocativas, hiperbólicas. Y sin embargo, ¿cuántas personas, en
España, se pueden considerar “buenos lectores”? Me refiero a lectores
habituales, de cuatro o cinco libros al mes, adictos a una literatura
razonablemente de calidad, incluyendo al sector incombustible y siempre heroico
de consumidores de poesía. Siguiendo con los números de Roth, salimos a 3.793
lectores de piedra picada. Y, para el futuro, solamente 22 adictos
impertérritos a las peripecias de la Karenina. Claro que siempre podemos
confortarnos unos a otros aduciendo el caso de Dan Brown y admitiendo que los
casi cuarenta millones de lectores en todo el mundo de El código Da Vinci son
los sucesores naturales de aquellas élites que, en el siglo XIX, leían a
Tolstói, a Dostoievski o a Flaubert. Y el que no se consuela es porque no
quiere.
La
provocación de Roth -aceptémoslo así- es útil porque nos obliga a cuestionarnos
determinadas cosas. ¿Qué lugar ocupan los libros en nuestra vida atareada,
televisiva, pluriempleada y ciberespacial? Bueno, dirán algunos: ya está aquí
el escritorzuelo de marras, aguafiestas impenitente, dedicado en cuerpo y alma
a anatemizar cualquier realidad que se escape de la letra impresa. Y sin
embargo, no me reconozco en esa caricatura. Soy un hombre de mi tiempo, usuario
de Internet, con mi propia página web, y colaborando al alimón en la prensa de
papel y en diarios digitales (sólo me falta el blog, pero me resisto: a mí, el
dietario me gusta redactarlo sintiendo el raspado de la pluma sobre el papel).
Pues precisamente por eso déjenme asegurarles que un libro en las manos es un
tesoro fabuloso concedido a la humanidad, la literatura plantea un reto
insustituible a nuestras malditas sinapsis, la novela es la manera que tenemos
de vivir otras vidas posibles más allá de una existencia gris y previsible.
Quizá todo eso esté condenado a desaparecer, a convertirse en una excentricidad
sectaria. Si es así, ya les advierto de que, aunque ciudadano del siglo XXI, yo
soy de la secta de Tolstói y de Roth, y si no tenemos ningún futuro más allá de
perecer -como la propia Ana- bajo las ruedas del tren del progreso, seguiremos
buscando a nuestros hipotéticos semejantes contra viento y marea. Sea nuestra
contraseña un libro bajo el brazo: nos hará visibles entre millones.
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