Espías
en la niebla/Javier Gómez de Liaño es abogado y juez en excedencia.
Publicado en El
Mundo | 11 de noviembre de 2013
La
tautología es la rara disciplina de no llamar a las cosas por su nombre o, si
se prefiere, quizá en segunda acepción, la ciencia que enseña a dar gato por
liebre. Uno de los signos externos de esa técnica son los servicios de
inteligencia y sus singulares métodos de funcionar; otro, podría ser la
política y su curiosa misión de alcanzar el bien común mediante el pacto y el
cambalache; un tercero, el de la justicia con su sublime y esotérico arte de
dar a cada uno lo suyo; y así sucesivamente. Hoy me propongo escribir de la
primera de las entelequias mencionadas, fenómeno que parece estar inspirado en
Talía, la musa de la comedia que se nos presenta con mirada burlona y llevando
en sus manos una máscara como principal atributo.
Por
el título del artículo, el lector podrá intuir que esto que acabo de elucubrar
viene a cuento del tenebroso asunto de que la Agencia Nacional de Seguridad
estadounidense –la NSA–, con la inestimable y nunca bien pagada ayuda del
Centro Nacional de Inteligencia español –el CNI–, ha podido interceptar en
España 61 millones de registros electrónicos. Las revelaciones de que las
autoridades de ambos países, en nombre de la seguridad nacional, han hocicado y
lo hacen con la frecuencia apetecida, en las comunicaciones, sea por teléfono,
sea por internet, de millones de personas es un suceso especialmente grave por
lo que tiene de allanamiento de los principios democráticos. Como Sami Naïr ha
señalado, el espionaje que EEUU perpetra habitualmente es de una gravedad
extrema, pues revela una visión totalitaria del mundo propia de estados
despóticos.
Resulta un sarcasmo que esta práctica indiscriminada, pese al
disfraz de la llamada Acta Patriótica aprobada en pleno terremoto emocional
habido en Norteamérica por los atentados del 11 de septiembre de 2001, haya
permanecido secreta en España con el consentimiento de nuestro Gobierno. Es
más; seguro que para convencerle los responsables de la NSA han expuesto la
«teoría del dominó», de John Foster Dulles –otros atribuyen la paternidad al
presidente Harry Truman ante sus vaticinios de que el comunismo podía
expandirse por todo el mundo– y que consiste en que para detener cualquier
síntoma o espiral de riesgo que aceche al país, no hay que pararse en barras.
Acosado
por el escándalo, previo requerimiento del presidente Rajoy, el director del
CNI, don Félix Sanz Roldán, el pasado miércoles compareció ante la Comisión de
Secretos Oficiales del Congreso de los Diputados. El único punto del orden del
día era éste: dar cuenta de los hechos perpetrados. Antes y cabe suponer que
fue lo mismo que explicó a sus señorías, el señor Sanz Roldán había salido a la
palestra para defender lo indefendible; a saber, los masivos y oscuros
programas de vigilancia y control de las comunicaciones en los que el organismo
que dirige, a instancias de la NSA, lleva años embarcado; más bien, embaucado e
incluso embarrado.
Para
justificar esa intromisión orwelliana en los aspectos personales de las vidas
ciudadanas, el responsable del CNI echó mano del manido argumento de que no se
puede ofrecer al mismo tiempo el cien por cien de seguridad y otro tanto de
privacidad, con lo cual, es obvio que ignoraba –o se hacía el ignorante– que en
democracia para preservar la seguridad no es indispensable una intromisión a
ultranza e indiscriminada en la intimidad de la gente. Todos admitimos que el
Estado debe ser respaldado por aquello de la seguridad, pero también a casi
todos nos parece que no es de recibo bajar el listón de los derechos de los
ciudadanos hasta la raya del infierno. Lo único respetable es respetar la ley y
hay una mayoría que empieza a estar harta de los falsos guardianes, los falaces
mesías y los engañosos apóstoles.
Son
obvios los peligros que para un sistema democrático representan unos servicios
secretos dotados de poderes exorbitantes en nombre de la seguridad nacional.
Así surge el «Estado del Miedo» donde la intimidad se invade y los derechos se
patean por «necesidades del Poder», con una filosofía más pragmática, política
y adjetiva que legal, justa y ética. En España, al igual que en el resto del
mundo, hace tiempo que los espías, sean profesionales, sean de medio pelo,
pero, en cualquier caso, auténticos delincuentes, han desbordado todas las
lindes, incluso las señaladas por los maquiavelos más frívolos y de mayores
tragaderas.
Pese
a reconocer la entrega a la NSA de un buen número de paquetes con esos millones
de «metadatos», el señor Sanz Roldán ha afirmado que las actividades del CNI se
ajustaron escrupulosamente a la legalidad, postura que coincide con las
declaraciones del director de la NSA, Keith Alexander, al decir que sus
servicios «trabajan siempre dentro de la ley». También con el comunicado hecho
público por el embajador estadounidense en Madrid, James Costos, al puntualizar
que «la NSA respeta la privacidad de los ciudadanos españoles y el debido marco
legal», aunque, muy astutamente, prefirió callar a qué legalidad se refería; si
a la española o a la suya, aunque es de suponer que a la segunda, pues fue el
propio señor Sanz Roldán quien se apresuró a aclarar que la agencia de
inteligencia norteamericana se rige en el extranjero por su propia ley y no por
la del país donde operan.
Tengo
para mí que esto del «marco legal» resulta indiferente. A decir verdad y como
Enrique Gimbernat escribió con mano maestra en estas mismas páginas el
30/04/2008 –La vida de nosotros–, la Ley Orgánica 2/2002, de 6 de mayo,
reguladora del control judicial previo del CNI, «constituye un vergonzoso
fraude constitucional» que se aprobó con el consenso de los dos partidos
mayoritarios para seguir fisgoneando en la intimidad de nuestras vidas y
permitir continuar desplegando su actividad antijurídica de espionaje con un
aparente respaldo legal. De este modo, podrán bendecirse las intervenciones de
conversaciones de empresarios, periodistas, intelectuales, políticos, abogados
o jueces, aunque no exista el mínimo indicio de que hubieran podido cometer un
delito o de que lo estuvieran preparando.
Que
España participe en proyectos imperialistas de espiar a todo bicho viviente es
muy alarmante señal de impolítico exceso o de turbio e inadmisible colmo de
males. El CNI no puede ser un inmenso ordenador al servicio de los maestros en
el arte de aniquilar a quienes son molestos por investigar sus desafueros, ni
de artistas en la ciencia del exterminio moral de opositores, ni de doctores en
el saqueo de la intimidad de sus enemigos. Y ojo con los más altos
responsables, no sea que les ocurra lo que Séneca advierte en su ensayo Sobre
la clemencia: «Lo peor del encubrimiento es que hay que proseguir siempre y que
no es posible dar marcha atrás, porque los crímenes han de taparse con nuevos
crímenes».
Todos
sin excepción tenemos el derecho absoluto a la intimidad y al secreto y no
podemos aceptar como inevitable que estos espías de nuevo cuño campen por sus
respetos en esta España de nuestros pecados. Ante la aparición de estos datos,
toda la explicación que encuentro es la perversidad manifiesta de unos
pintorescos delincuentes que piensan que la política se hace sembrando el
temor, lo que, además, es muestra inequívoca de muy viciosos sentimientos. No
es prudente, ni inteligente, adoptar una actitud de resignación y no son los
lamentos, ni las palabras las armas idóneas para combatir el mal, sino la fría
serenidad y el firme propósito de no cejar ni un solo instante para acabar y
encerrar bajo siete llaves a quienes practican con obsesivo entusiasmo eso que
comienza llamándose juego de espías y que a veces termina con el más apropiado
de delitos de Estado.
Es
preciso, por tanto, que se investiguen los hechos y se aplique el Código Penal.
Así lo hizo la sentencia de 26 de mayo de 1999, de la Sección XV de la
Audiencia Provincial de Madrid, en relación con las «escuchas ilegales del
Cesid» –el actual CNI– y que condenó a quienes emplearon la doctrina de la
seguridad del Estado como una trituradora de principios elementales y recordó
algo tan elemental como que «decir intimidad personal es hablar de la esfera
más inefable y genuina y hasta sagrada del sujeto y, por lo mismo, la más
objetivamente necesitada de protección frente a todo tipo de interferencias».
El constituyente de 1978 quiso que cualquier ciudadano pueda dirigir a otro una
palabra de amor o de política, o incluso, poner en su conocimiento que piensa
«sacar al perro», sin ser arbitrariamente fiscalizado.
Cuentan
las crónicas que el general Félix Sanz Roldán abandonó la sala Mariana Pineda
donde se reunió la Comisión de Secretos Oficiales, satisfecho de su
comparecencia. Las mismas fuentes informan que el de complacencia fue el
sentimiento final de los parlamentarios asistentes. Como es natural, pues el
acto fue a puerta cerrada, no hubo declaraciones al final del acto, salvo una
del propio director del CNI de que el centro que dirige «no sale de caza». Ni
falta que hace, podría añadirse. Y menos si lo que se practica no son batidas
de animales fieros o salvajes sino el acoso a domésticos o amansados animales
de corral.
Tampoco
hubo imágenes del encuentro, a excepción de las que recogen la llegada del
señor Sanz Roldán al Congreso de los Diputados con un cuadernillo bajo el brazo
en el que se podía leer: «Secreto. CNI. Operación Snowball». A mí, el título me
recuerda esas escenas de película en las que la bola de nieve cae por una
pendiente y conforme rueda, crece y crece. Es la imagen elocuente de un proceso
llamado de retroalimentación. Por simple inercia la bola es cada vez mayor.
Tanto que, si alguien trata de pararla, cuanto más se demore, mayor será el
esfuerzo requerido, sin descartar ser víctima por aplastamiento.
«La
privacidad ha muerto. Hay que hacerse a la idea», dicen algunos. Visto el
panorama y los desmanes, puede que así sea. Sin embargo, son muchos los que no
están dispuestos a firmar tan dramático obituario. Proteger la intimidad
personal es crucial, no sólo para la dignidad humana, sino también para otros
bienes fundamentales; por ejemplo, la libertad. La repugnancia por el tipo de
hechos como los que he comentado sólo cede al pasmo por la impunidad de sus
autores y cómplices intelectuales y morales, incluidos aquellos que sabían todo
lo que se estaba cociendo y, sin embargo, no actuaron como debieron. La razón
de Estado, sobre inmoral, jamás fue eficaz y únicamente sirve de consuelo para
espíritus muy elementales que tendrían que acabar en el banquillo y condenados
por sus fechorías. Y el quiera entender, que entienda.
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