Cuento
de Navidad/ Manuel Castells
La
Vanguardia |22 de diciembre d 2013
Patada
en la puerta y adentro. Y allí estaba, en el piso vacío y gélido, junto con sus
tres hijos. “Carmina, ocúpate de tu hermano”. Mientras la niña de sus ojos,
catorce añitos recién cumplidos, calmaba al pequeñajo, su otro hermano ayudaba
al padre en ordenar los pocos enseres rescatados del naufragio familiar. Todo
era irreal, como un culebrón en la tele.
Pero
era su vida. ¿Cómo podía ser él un okupa? Los okupas son jóvenes raros, no
honestos trabajadores de toda la vida como él. Todo empezó cuando perdió el
trabajo en la fabrica y se le agotó el paro. Y el drama llegó cuando su mujer
le dejó para irse con el bigotes del principal segunda, después de que él
empezara a beber, muerto de asco por la casa. No es que le rompiera el corazón,
pero le hizo un agujero en el bolsillo porque para entonces, la paga de ella
era el único dinero que entraba en el hogar. Como él se aferró a sus hijos, lo
único que le quedaba en la vida, ella dejó de pagar la hipoteca a ver si
entraba en razón. Nunca creyó ella que la cosa iría tan lejos.
Empezaron
a llegar llamadas del banco y luego requerimientos judiciales que él no atendía
porque no atendía a nada, excepto a sus niños. Ellos sí, salían limpitos y
desayunados a la escuela y tenían cena caliente en la casa, porque la mujer le
pasaba lo justo para que los niños no pasaran hambre, como tantos miles de
niños en el país.
Un
día llegó la orden de desahucio y detrás del papel la policía. Llamó a la
mujer. No la encontró. Sacó cuatro cosas del piso en su desvencijado coche y
fue a buscar a los niños a la escuela. No les explicó mucho. Tenían que cambiar
de casa. Los niños se habían ido adaptando a cualquier cosa en los últimos
meses. Y tenían cariño, el de un padre que los arrullaba, que les hablaba y que
ya no bebía ni se enfurecía. Un padre dulce que tenía algo por lo que vivir.
Esa
noche durmieron en el coche, apretándose entre ellos y sintiendo lo bien que se
duerme juntos aun sin cama. Consiguió que Cipriano, el guardia de noche de su
antigua fábrica, les dejara estar en el aparcamiento de la empresa. “Pero sólo
una noche, ¿eh? Que yo también me juego el puesto…”. Cuando amaneció fueron a
una gasolinera, tomaron café con leche caliente y compraron una barra de pan
para acompañarlo. Luego fueron al servicio a hacer un lavado de gato. Y se
sentaron contemplando la claridad de un día de invierno que se presentía frío.
Y
así se acordó de que le habían contado sobre muchos pisos vacíos en el barrio,
una gota en el océano de un millón de pisos vacíos en todo el país. Y que mucha
gente, gente normal, familias enteras, no sólo inmigrantes o jóvenes, los
estaban ocupando. Familias que habían perdido su casa, más de quinientas al día
según le contaban, y que no tenían donde ir ni dinero para pagar un alquiler.
¿Por qué no hacer como ellos? No había derecho a que los bancos los sacaran de
su casa dejando el piso vacío y además persiguiéndolos el resto de su vida
hasta que pagaran la deuda. No todos los bancos hacían igual, pero el suyo sí.
Y las medidas del Gobierno para paliar el clamor social sólo ayudaban a una
pequeña minoría. Y no a él.
De
modo que allí estaba iniciando su vida de okupa. Instaló una bombona de butano
para cocinar y un quinqué para alumbrarse. Consiguió unos colchones y unos
pocos muebles.
Encontró
algún trabajito ocasional, ofreciendo sus servicios de electricista o
desembozando lavabos o lo que se terciara. Se congeniaron con vecinos del
inmueble que les ayudaron porque sabían que ellos eran buenas personas. Y los
niños siempre ayudan. Los niños continuaron en la escuela. Poco a poco la vida
renació. Pero eso sí, él se juró que nunca más lo echarían de su casa. Y esta
ahora era su casa.
Un
día llamaron a la puerta. Se acercaba la Nochebuena. Había buscado ramas de
arboles y había compuesto un decorado navideño para alegrar a los niños cuando
volvieran de la escuela. Se gastó lo poco que tenía en un regalito sencillo,
algo que sabía que les gustaría. Y con sus manos y una madera sobrante incluso
hizo un pesebre.
Estaba
preparando hamburguesas con patatas fritas. La llamada lo heló. Era la misma
llamada. Sabía que estaban limpiando el barrio de okupas para que la nueva ley
se aplicara de manera ordenada. Pero él ya no esperaba nada. Hizo lo que había
pensado muchas veces. No se suicidaría como tantos otros. Buscó rápidamente la
escopeta de caza que se había traído para defender a sus hijos contra los
peligros de la vida en la calle. Abrió la puerta y les dijo que se fueran.
Huyeron despavoridos. Volvieron poco después amenazantes. No se lo pensó dos
veces. Disparó. Y salió corriendo.
Lo
cazaron en la calle. Muertos de miedo los agentes del orden le dispararon
varias veces por si acaso. La gente que se había arremolinado en torno al
edificio, muchos de ellos okupas también, quedaron petrificados de horror.
Luego, todos a una, se abalanzaron sobre los policías. Los agentes del orden no
lo esperaban, alguno disparó al aire, otro disparó al bulto. Demasiado tarde.
Envueltos en sangre los vecinos los derribaron y los golpearon con saña. Llegó
más policía. Más disparos. Alguien incendió un coche. Muchos otros incendiaron
un banco.
Twitter
se encendió. Trending topic. Imágenes de móviles se propagaron. Miles más, en
toda la ciudad, desahogaron la rabia contenida. La comisión de facilitación del
15-M se interpuso recomendando calma y recibieron una paliza. Un humo espeso
ennegreció el cielo, el olor dulzón de la sangre se mezcló al tufo de
chamuscado, mientras el torbellino de violencia iba arrasando lo que quedaba de
vida en común.
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