Elegía
por un verbo/Andrés Soria Olmedo, escritor.
Publicado en ABC
|3 de enero de 2014
Por
distintas razones está de actualidad la especulación sobre el lenguaje. Hace no
mucho un manifiesto se preocupaba por defender los intereses del español frente
a los de las otras lenguas del Estado. Una ministra feminiza un neutro y genera
polémica sobre la capacidad de las hablantes para generar visibilidad mediante
el lenguaje. Igualmente se debate sobre el contenido y la validez de las guías
de lenguaje no sexista.
Estas
cuestiones, síntomas del esfuerzo de los hablantes por orientar el lenguaje, me
llevan a fijarme en otra: cómo de hecho tienen lugar cambios independientemente
de nuestra voluntad. El caso más decisivo, por extendido, es el del verbo
escuchar. Durante siglos ha sido un verbo más bien discreto, casi equivalente a
su cultismo «auscultar», reservado a una operación voluntaria, momentánea e
intensa, frente al ejercicio incesante e involuntario del órgano sensorial del
oído –si funciona– que implica el verbo oír.
El
añorado don Fernando Lázaro ya clavó en su día el dardo en la sinonimia forzada
de escuchar y oír. En su página la ironía complementa la claridad de la
explicación gramatical: «Abundan, en cambio, quienes hacen cuanto pueden para
huir de lo que juzgan vulgar mediante una educada dicción y refinada prosa.
Así, la locutora de TVE que, uno de los aflictivos días pasados por la Familia
Real en Pamplona, aseguró que ésta había escuchado misa en la Clínica
Universitaria. Es error muy común hacer sinónimos los verbos oír y escuchar,
acción esta última que no consiste en oír, sino en hacerlo intencionada y
atentamente. En la oposición significativa entre ambos verbos, es oír el
término que se denomina no marcado (carece de la marca o nota “con atención
deliberada”) y, por eso, puede emplearse siempre en vez de escuchar (“Lo oyeron
enfervorizados”; “el camarero, aunque disimula, está oyéndonos”), pero no al
revés: decir que “No escucho bien con este oído” erizaría el pelo».
Si
nos asomamos a textos del pasado, comprobamos que es así. El uso de escuchar
más famoso de la literatura española está en la Égloga III de Garcilaso de la
Vega, donde el narrador le cuenta a la «ilustre y hermosísima María» la
historia de cuatro ninfas del Tajo. Pero en los versos previos despliega con
maestría los usos de ambos verbos. Al pedirle atención y perdón por lo rústico
de su estilo, apostilla: «Mas a las veces son mejor oídos / el puro ingenio y
lengua casi muda, / testigos limpios de ánimo inocente, / que la curiosidad del
elocuente». Le pide oír y escuchar: «Por aquesta razón de ti escuchado, /
aunque me falten otras, ser merezco». Y comienza el maravilloso relato: «Cerca
del Tajo en soledad amena / de verdes sauces hay una espesura…» que culmina en
la célebre aliteración: «En el silencio sólo se escuchaba / un susurro de
abejas que sonaba».
En
otro registro muy diferente, los granadinos usamos «escuchar» como deíctico,
para señalar o llamar la atención («¡cucha!», o en diminutivo: «¡cuchi, qué
bonico!») suplantando el lugar de lo visual, como «velay» (análoga al francés
«voilà», donde no es dialectal ni rústico). Pero hasta hace poco casi todo el
espacio de la denotación lo ocupaba «oír». Por ejemplo, sin salirnos de
Granada, en Federico García Lorca: «Oye, hijo mío, el silencio» (Lorca emplea
también otro sinónimo, hoy también desusado: «El segador siega el trigo / desde
mi balcón lo siento»). Otras posibilidades, espigadas en el Galdós de los
Episodios nacionales: «¿Oye Vd. Sus infames carcajadas? –Las oigo, sí, pero no
las escucho…» […] «–Le digo a usted que se siente, y oiga. –Oigo sentado…». O
en Lope de Vega: «Las comedias en España no guardan el arte y que yo las
proseguí en el estado en que las hallé, sin atreverme a guardar los preceptos,
porque con aquel rigor de ninguna manera fueran oídas de los españoles».
En
los años ochenta, cuando Lázaro escribió las líneas que he copiado más arriba,
el caso que comentamos era todavía una curiosidad. Ahora en cambio «escuchar»
ha ido ocupando prácticamente todos los casilleros, y nadie considera extraño
protestar diciendo: «¡Que no te escucho!», o preguntar: «¿Se me escucha?».
Sin
embargo, como a Lázaro, a mí me resulta raro porque parece atentarse contra el
principio de economía de que habló el lingüista André Martinet, según el cual
la pareja oír/escuchar (como ver/mirar) se repartía de modo necesario y
suficiente la percepción correspondiente al sentido corporal del oído. Ahora
bien, es un hecho que esa pareja se ha disuelto.
«Escuchar
la radio» por ejemplo, entendido en su sentido antiguo, aparece como un
ejercicio extenuante. «Escuchaba la conversación». Tomada en serio, esa frase
formaría parte de la maldición del personaje de Borges, Funes el memorioso,
condenado a retener cualquier cosa que oyese.
Ni
siquiera la psicoanalista Dr. Melfi «escuchaba» todo el tiempo a Tony Soprano.
Desde luego sería una falta grave que no «escuchase» a un paciente. Pero se
supone que saca unas conclusiones terapéuticas de lo que creo se llama
«atención flotante». Pero eso es «atender», tal como en una clase. Aunque quizá
ahora sea posible oír la frase «he escuchado una clase bastante aburrida». ¿O
debería escribir «sea posible escuchar la frase “he escuchado una clase
bastante aburrida” y que a nadie le resulte raro, como al parecer no extraña a
nadie “de pronto escuchó un ruido”?». En un programa de radio alguien lanza el
neologismo «escuchantes» con universal aceptación: probablemente (añadió mi
hermana, rápida) para que suba el « índice de escuchancia».
Los
ejemplos podrían multiplicarse, siempre con la impresión de que no hay
prácticamente ningún hablante o escribiente que detecte estar usando «escuchar»
cuando podría emplear «oír». Más bien podría que debería, porque una vez que no
aplica la distinción de modo automático es poco probable que la restaure como
norma. Al mismo tiempo quizá alguien convenga en que se ha perdido un matiz de
la lengua. Pero el lenguaje sopla donde quiere y en la situación actual me temo
que sólo queda margen para una elegía por el pobre verbo oír.
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