Federico
Campbell y su diálogo con Sciascia/FEDERICO
CAMPBELL
Revista Proceso # 1947, 23 de febrero de 2014;
Repentinamente
el escritor tijuanense de 72 años se fue. El 15 de febrero la comunidad
cultural, sus familiares y amigos, en un encuentro exultante, cariñoso, lo
despidieron en el Panteón Francés de San Joaquín. Por ello se reproduce en
estas páginas la conversación fascinante que sostuvo con el escritor italiano
Leonardo Sciascia, autor por el que sentía especial atracción debido a la
temática compartida: el desmontaje del aparato del poder. Enviado por Proceso a
Italia, este trabajo de Campbell se publicó el 8 de julio de 1985 y constituye
una de sus más sólidas colaboraciones a su paso por la revista entre el 20 de
junio de 1977 y el 19 de diciembre de 1988. Durante tal lapso escribió 325
textos (notas, artículos, entrevistas, reportajes) sobre temas médicos,
políticos, sociales, culturales, y una columna semanal en la agencia Cisa (hoy
Apro), “Máscara negra”… En este encuentro con Sciascia, Campbell conjuga en su
texto la experiencia periodística y la definición literaria que habría de
proyectarlo definitivamente hacia el mundo que más anhelaba, el de la narrativa
de primer nivel.
PALERMO,
ITALIA.- De semblante moreno, más árabe que latino, 64 años, Leonardo Sciascia
no habla por hablar. Es un hombre de pocas palabras.
–El
Estado no existe –dice, en su casa de Palermo, rodeado de cuadros: una galería
íntima de escritores dibujados: Voltaire, Vitaliano Brancati, Federico Di
Roberto, Gorki, Anatole France, y unos aguafuertes de Goya –. Lo que existe son
pequeños Estados que son las organizaciones criminales: todas las agrupaciones
que actúan por intereses particulares. El interés general se ha perdido de
vista.
–¿Qué
entiende usted por eso que llama “sicilianización” de las relaciones humanas y
políticas?
–Yo
entiendo por sicilianización de Italia y del mundo una pérdida progresiva de
los valores y las ideas, ante el surgimiento de los intereses particulares
–explica el novelista, el ensayista, el profesor de primaria autor de Todo
modo, El contexto, A cada quien lo suyo, El día de la lechuza, Negro sobre
negro, El teatro de la memoria, El archivo de Egipto, En tierra de infieles,
Los tíos de Sicilia, El caso Moro, El mar color de vino y La desaparición de
Mejorana.
–¿Pero
no era así en el pasado, digamos hace 20 años?
–Mire.
Era así pero al mismo tiempo no era así. Había una esperanza. Había principios.
Había una ley moral. Hoy, en cambio, asistimos a esta descomposición de la
esperanza. Las ideologías ya no funcionan. La gran esperanza que pudo haber
sido el comunismo está visto que ya no tiene sentido. Entonces, ante esta
pérdida de terreno de las ideas se ha impuesto una inmensidad de intereses
particulares que van contra el interés general. Ha habido una caída del
espíritu público, mientras que antes, incluso si las cosas ya eran así, había
la esperanza de que las cosas podían no ser así. Cuando hablo, pues, de
sicilianización entiendo una pérdida de las ideas ante el predominio de los
intereses particulares, que también pueden ser criminales. Y la mafia es un
fenómeno de este tipo.
Escritor
“seco” como Voltaire, agudo como Guicciardini, “moralista” en la trayectoria de
Alessandro Manzoni, cultivador del misterio en la espiral ascendente de Edgar
Allan Poe o en la descendente de Jorge Luis Borges, Leonardo Sciascia ha
intentado, desde esa fuerza secreta que puede tener la literatura, ir
desmontando los mecanismos más ocultos del poder invisible. No obstante, dice
que la mafia de nuestros días es una mafia que él no conoce:
–No
es la misma de antes. La mafia –agrega, la mano derecha sobre el bastón,
mientras su esposa María trae un café concentrado, el primero de la mañana– era
un fenómeno rural, ligado a la tierra. Cada pueblo tenía su capo mafia, su
jefe, sus mafiosos, todos se conocían. Un pueblo sabía quién era el capo de la
mafia, porque el capo era la persona a la que se podía uno dirigir incluso para
conseguir justicia: una especie de juez de paz.
“Ahora
ya no se sabe. No se sabe quién es el capo, quiénes son los mafiosos.”
–Pero
esta inclinación a la omertá (la ley del silencio), incluso entre los niños,
esta costumbre de cortarles las manos a los ladrones sin acudir a la autoridad
legal, ¿es una característica siciliana?
–La
mafia era un hecho siciliano –dice Sciascia–. Ahora se ha convertido en un
hecho internacional, sobre todo por el comercio de la droga.
Rememora
el autor de Las parroquias de Regalpetra, Muerte del inquisidor, el dramaturgo
de Los mafiosos y El honorable, y cuenta que Portella della Ginestra es un
pueblo situado a un lado de Piana degli Albanesi, al sur de Palermo. Allí fue
la masacre, el 1 de mayo de 1947, cometida por Salvatore Giuliano y sus
bandidos contra cientos de campesinos que pretendían organizarse políticamente:
un caso ejemplar de lo que Sciascia ha llamado la “utilización política de la
delincuencia”.
Moro
y los endemoniados
Italia
surge como nación hacia 1860 con la reunificación de los reinos dispersos que
llevan a cabo Garibaldi y Cavour. Es la época de El gatopardo, de Giuseppe
Tomasi di Lampedusa, y un momento anterior a Los navajeros, de Leonardo
Sciascia, donde se expone cómo la clase privada del poder borbónico desplazado
trata de recuperarlo creando (como en el Chile de Allende, la Nicaragua de hoy)
un efecto desestabilizador.
–En
Los navajeros (“I pugnalatori”: los apuñaladores) se tendía a crear un estado
de alarma, de inquietud, de modo que pudiese repuntar la suerte de los Borbones
que habían sido echados de Sicilia, a fin de promover el retorno de la corona
borbónica. Fue un intento de reacción a la unidad de Italia –explica Sciascia.
–¿Apresaron
a los apuñaladores?
–Aprehendieron
a los ejecutores, pero se dejó libre al que se tenía como autor intelectual. El
gobierno de la Italia unida se comportó, en efecto, como el de la Democracia Cristiana
ante el caso Moro: pasivamente.
Partidario
del texto breve, del misterio sin solución, como Borges, o del crimen sin
culpable, el escritor siciliano nacido en Racalmuto en 1921 pertenece a la
escuela que no aspira a conseguir el mayor número de palabras. Su obra, su
actitud pública, son una negación del literato apolítico, una afirmación de la
sensibilidad política que subyace en la literatura. Diputado por el Partido
Radical en la capital italiana entre 1980 y 1983 (ya había sido representante regional
por el Partido Comunista en Palermo), Sciascia redactó un informe de la minoría
parlamentaria sobre el secuestro y el asesinato de Aldo Moro.
–¿En
qué cambió su libro El caso Moro cuando le añadió el informe de la comisión
parlamentaria?
–En
nada –dice–. Yo formaba parte de las comisiones, la de la minoría, y lo redacté
y firmé solo. También hubo una relación de la mayoría, firmada por los
comunistas y los demócratas cristianos.
–¿Y
no se llegó a ninguna conclusión?
–No.
A ninguna, como siempre sucede en las investigaciones parlamentarias; siempre
quedan así: dudosas, equívocas. Yo llegué a una certeza: si hubiera habido una
policía verdaderamente interesada en encontrar a Moro vivo, Moro hubiera sido
encontrado.
–Pero
no había la voluntad…
–Ni
la voluntad ni la inteligencia.
–¿En
Italia existe una policía científica?
–Sí.
Desde los tiempos del fascismo.
–¿Buena,
eficiente?
–La
policía italiana era buenísima en los tiempos del fascismo. Había policías
excelentes. Terminada la dictadura, la policía ya no fue tan buena. Digo
“buena” en un sentido técnico, porque la policía fascista era terrible –agrega.
–Se
dice que una cosa que aún no resuelve el Estado moderno es la policía.
–Sí.
Creo que sigue siendo un problema la policía. No sólo en Italia.
–En
El caso Moro parece darse la hipótesis de la pasividad, en el sentido de que
algunas personas pertenecientes al Estado obraron pasivamente: se hicieron
tontos. En algo se parece el caso del asesinato del general Obregón en 1928: lo
acribillaron en medio de una sospechosa ausencia de medidas de seguridad.
–Desde
el momento en que secuestran a Moro –comenta Sciascia– ya era como si hubiera
muerto. Allí se entra en un clima pirandelliano: intentaron hacerlo aparecer
como otro, como a alguien que bajo el miedo y la coacción de las Brigadas Rojas
escribía cartas que no correspondían a su verdadera personalidad. Pero no es
cierto. Moro escribía como había sido siempre.
–¿Usted
lo conoció personalmente?
–No.
Cuando Moro vivía yo no me consideraba un simpatizante suyo. Me parecía un
hombre muy peligroso, muy dañino, para la vida política de este país. Pero
desde el momento en que lo apresaron las Brigadas Rojas, Moro para mí fue una
criatura humana, no un personaje, a la que había que ver con piedad.
–Algunos
trataron de encontrar alguna clave en sus cartas.
–No
a nivel del gobierno. Yo intenté encontrar algo. Pero a nivel de la policía
oficial no se intentó nada para entender al Moro prisionero. El gobierno y la
policía establecieron que Moro ya no era el mismo, que era una especie de loco
al que no había por qué tomar en cuenta. Muy extraño.
–¿Y
cómo lo decidieron?
–Porque
según ellos Moro libre era una persona distinta, una persona que hubiera tenido
el sentido del Estado, el sentido de la propia dignidad; hubiera sido un héroe
si hubiera resistido las presiones de las Brigadas Rojas. Sí, no habiendo
resistido, escribía aquellas cartas para ser salvado, entonces quería decir que
se había vuelto distinto. Pero eso es falso, porque Moro siempre había tenido
cierta inclinación al compromiso.
–¿Al
compromiso con qué?
–Con
lo que fuera y con quien fuera. Moro puso en libertad a los árabes que habían
cometido atentados en Roma.
–Y
cumplía su palabra…
–Sí,
sí. Todo lo negociaba. Era el intermediario entre los comunistas y los
democristianos, entre el gobierno italiano y los árabes. No tenía el sentido
del Estado, como no lo tiene ningún católico en Italia. No lo tenía antes del
secuestro ni lo tuvo después. Moro intentó, asimismo, entender a los brigadistas
y llegar con ellos a un compromiso. Poco antes de ser secuestrado trató de
releer Los endemoniados, de Dostoiewski, para entender mejor el mecanismo
mental, psicológico de los terroristas. Luego se vio en medio de ellos e
intentó comprenderlos. Pero la verdad es que les tomó el pelo, porque los
brigadistas querían hacerle un proceso y arrancarle secretos de Estado. Moro no
les dijo nada. Habló sin decirles nada. Y aquellos grabaron kilómetros de cinta
sin que Moro soltara prenda. Porque Moro tenía el don del discurso nebuloso, en
el que nada se entiende. Ambiguo. Muy católico y muy meridional.
–¿Hay
un carácter meridional?
–Claro
–dice Sciascia–. Un hombre meridional que se dedica a la política lo hace más
como politiquillo que como hombre de Estado.
–De
pronto el novelista se mete en los archivos y comparte obsesiones parecidas a
las del historiador. No hace una “novela histórica” sino una “historia
novelada”. Localiza un episodio, un personaje, y lo elabora. Hace “literatura”,
por decirlo así, con la historia. Es un reportero, un investigador, un
detective, del pasado: realiza un reportaje retrospectivo y lo compone con
todos los recursos narrativos del novelista. Usted lo ha hecho en Muerte del
inquisidor y ha practicado la microhistoria en Las parroquias de Regalpetra.
También ha procurado una “historia de lo inmediato” en El caso Moro, La
desaparición de Mejorana, Autos relativos a la muerte de Raymond Roussel…
–Sí
–responde Sciascia–, pero no es una cosa nueva. Es algo que comienza con el
romanticismo. La novela ensayo ya era algo que hacían Alesandro Manzoni en Los
novios y Federico Di Roberto en Los virreyes. Manzoni representa precisamente
esa Italia de la que estamos hablando: la Italia hispanizada, la Italia de los
virreyes españoles. Pero hay otro libro quizá más importante de Manzoni:
Historia de la columna infame, que acaba de aparecer en España con un prólogo
mío y que es de una actualidad impresionante.
–En
Ojo de cabra (uno de sus libros más recientes, aparte de Crucigrama, Kermés,
Croniquillas) usted ha rastreado el origen de algunas expresiones sicilianas
haciendo una especie de filología narrativa…
–Son
cosas que se dicen en mi pueblo y que poco a poco se han ido perdiendo con la
influencia de la televisión. También los dialectos, los modos de decir… Las
relaciones lingüísticas españolas son muy notables en el dialecto siciliano.
Por ejemplo “laborare di buona voglia” se dice “laborare di buena gana”. Es muy
complejo el siciliano, tiene aportaciones árabes, catalanas… Mi nombre en árabe
se escribía Xaxa.
–En
Croniquillas vuelve usted a la historia, sobre todo en “La pobre Rosetta”,
“Borges el inexistente”.
–Sí,
cada vez me gusta más hacer ese tipo de cuentos, aderezados con documentos
–dice, en voz baja, Sciascia.
–Lo
que atrae de su obra en México es que al escribir usted de Sicilia parece que
está refiriéndose a México. Hay un clima mental parecido. Tal vez se deba a que
tenemos en común (Sicilia y México) el mismo pasado español, o parecido, cierta
herencia árabe (a nosotros nos llega por España), la actitud judeocristiana
ante la sexualidad, la imaginación para la venganza, la Inquisición, y la
bandera tricolor garibaldiana. En México un equivalente probable de la mafia
podría ser el cacicazgo: formaciones sociales y de poder fáctico que surgen
allí donde no alcanza a llegar el poder legal (formal) del Estado. Se engendra
y crece el cacicazgo allí donde se configura un vacío de poder. Por eso cuando
uno lee A cada quien lo suyo, Todo modo, El contexto, El caso Moro, uno tiene
la impresión de que usted está escribiendo sobre México. En cierto modo es
usted un escritor mexicano…
–No
sé –dice Sciascia, un poco ruborizado–. Tenemos tanta historia en común: los
virreyes españoles, la Inquisición. Finalmente, somos latinos. Hemos estado
hispanizados por la historia.
Me
duele Italia
En
Sicilia la Inquisición española comenzó en los tiempos de Federico II y perduró
hasta 1782. La abolió el virrey Caraccio, un hombre muy inteligente, que fue
durante 20 años embajador en París y amigo de los iluministas. Cuando terminó
con la Inquisición recibió una carta de D’Alembert. Sicilia se vuelve entonces
un reino aparte, junto con el de Nápoles: el reino de las dos Sicilias, que es
el de los Borbones, que concluye hacia 1860, cuando llega Garibaldi a Sicilia.
Luego viene el reino de Italia, surge la nación, la Italia unida. Sciascia ha
escrito sobre esos tiempos, especialmente en Muerte del inquisidor y se ha
referido a la guerra civil española en un cuento, “El antimonio” y en una
crónica reciente, “Hora de España”. Cuando Davide Lajolo lo entrevistó
(“Conversazione in una stanza chiusa”) no pudo Sciascia eludir una parodia de
Unamuno: “Me duele Italia”, dijo.
–Curiosamente
los españoles no vienen a Sicilia…
–No.
Ha habido siempre una recíproca indiferencia –dice.
–Menciona
usted con frecuencia a autores españoles o de habla española: a Cernuda y
Borges en El contexto, a Martín Luis Guzmán en Negro sobre negro, a Calderón,
Cervantes, a José Moreno Villa en La desaparición de Mejorana, a Américo Castro.
¿De dónde surge ese interés?
De
la guerra civil –dice Sciascia–. Eran los años en que en Italia gobernaba el
fascismo y participaba en la guerra civil al lado de Franco. Mi interés nace
del hecho de que de aquí partían algunas personas para ir a hacer la guerra en
España, gente desocupada, que aprovechaba el trabajo de la guerra. De ese hecho
que me conmovía, que me daba compasión y una cierta rabia, he empezado a
interesarme por España. Antes, pues, de esa consanguinidad histórica que existe
entre España y Sicilia me interesaba el hecho de la guerra civil, a pesar de
que ya conocía a Cervantes, al capitán Alonso de Contreras, a Calderón. La vida
es sueño. Después los fui conociendo a todos: a Cernuda, Lorca, Moreno Villa,
Ortega y Gasset. Se podría decir que me hice de un vasto conocimiento de la
literatura española moderna, especialmente a través de nueve o 10 poetas,
particularmente Pedro Salinas, de la generación del 27, y luego de los de la
generación del 98, Unamuno, Machado… Unamuno me interesó por una cierta
relación suya con Pirandello: la interpretación que hace del Quijote como
personaje pirandelliano. La relación entre autor y personaje. Hay también un
ensayo de Américo Castro en el que precisamente habla de Pirandello, del
Quijote, del personaje del Quijote que entra y sale.
–¿Qué
entiende usted por “pirandelliano”?
–Para
Pirandello el problema esencial es el de la identidad. Hay otros: cómo veo a
los demás, cómo soy yo en el tiempo, de un momento a otro, si se puede cambiar,
si se puede ser todos o nadie. Yo quiero decir que a Pirandello lo veo dentro
de la especie realista más que de la filosófica. Y es que sobre Pirandello ha
habido un gran equívoco, especialmente de la crítica italiana, de Benedetto
Croce, al Verlo como filósofo.
–¿Un
filósofo idealista?
–Un
filósofo de la destrucción de la razón, como dice Lukacs. Yo, en cambio,
siempre he visto a Pirandello como un escritor realista, porque la realidad en
que yo he nacido, en que me tocó vivir, era en sí misma pirandelliana.
–En
la región de las minas de azufre, la Solfara…
–En
la Solfara, en la vida de todos los días. Yo nací a 20 kilómetros del lugar
donde nació Pirandello y por eso sé que Pirandello no inventaba nada. Todo lo
encontraba en la realidad. Esta provincia, que antes se llamaba de Grigenti y
ahora Agrigento, es de por sí, objetivamente, pirandelliana. Las personas son
los personajes de Pirandello, el modo de vivir, el hecho de atenerse más a las
apariencias que a las sustancias… es un modo pirandelliano. Por eso yo descarté
de inmediato todas las fórmulas filosóficas que se han querido aplicar a
Pirandello. Todo el equívoco nace del hecho de que Pirandello estudió en la
Universidad de Bonn y por ello lo relacionan con la filosofía alemana de ese
periodo, especialmente la de Georg Simmel. Sin embargo, Pirandello es el
escritor que sólo podía haber nacido en la provincia de Agrigento.
–En
el fondo, casi todas sus novelas son políticas. Montadas sobre el esquema
tradicional, o clásico, de la novela policiaca, se convierten de pronto en
novelas policiaco-políticas, como si el drama o la tragedia pudiera expresarse
mejor en el conflicto político-criminal. ¿Por qué siente usted que ha
introducido el drama pirandelliano en la novela policiaca?
–Es
un poco la fórmula que André Malraux ha utilizado al referirse a Faulkner,
cuando dice que sus novelas son la introducción de la tragedia griega en la
novela policiaca –dice, riéndose un poco de sí mismo, Sciascia–. Yo lo que hice
fue adaptar esa fórmula a mí mismo: la introducción del drama pirandelliano, el
problema de la identidad, en el relato policiaco. De hecho yo he llamado Rogas
al investigador en El contexto porque en latín “rogas” quiere decir “Tú
pregunta”. El verbo latino “rogo” significa preguntar. Como técnica yo me sirvo
del relato policiaco; pero no como técnica externa, elegida por razones
propiamente técnicas. No. En realidad, para mí explicar el mundo es un modo de
explicarlo policiacamente.
–Una
investigación…
–Una
inquisición, como dice Borges.
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