¿Vale
la pena Ucrania?/Javier Rupérez, miembro correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
ABC
| 17 de marzo de 2014
Cuando
la Alemania hitleriana ocupó Danzig –la ciudad polaca hoy conocida por Gdansk–
y su corredor, allá por 1939, las democracias occidentales decidieron que no
valía la pena preocuparse demasiado por el destino del enclave y de sus
habitantes. Gráficamente lo reflejó aquel titular de la prensa francesa que de
manera retórica, y anunciando una negativa, se preguntaba: «Mourir pour
Danzig?» Eran las mismas opiniones públicas y sus correspondientes gobiernos
los que mantuvieron que la ocupación de Renania por las tropas hitlerianas en
1936 tampoco valía un mal gesto, como tampoco lo valían la invasión de
Checoeslovaquia con el pretexto de proteger a los Sudetes germanófonos en 1938
o el «Anschluss» que acabó con la independencia de Austria, también en 1938. En
el mismo año Francia y el Reino Unido firmaron en Múnich el tratado que lleva
el nombre de la capital bávara y que, convertido para siempre en símbolo de la
genuflexión ante los dictadores, consagraba las ganancias territoriales nazis
con la esperanza de evitar con ello la guerra. Chamberlain, el primer ministro
británico, pasaría a la historia de los trágicos despropósitos cuando calificó
el acuerdo como «la paz de nuestro tiempo». El 1 de septiembre de 1939 las
tropas de la Alemania nazi, amparadas en ese momento por la alianza con la
Unión Soviética firmada en el pacto Molotov-Ribentrop, invadían Polonia.
Tardíamente los gobiernos occidentales comprobaron que los impulsos
totalitarios de Berlín, tan largamente consentidos, no tenían más respuesta que
la bélica, si se quería mantener la vida y la libertad de los millones de
ciudadanos que habían decidido hacer de la democracia y del Estado de Derecho
su norma de vida.
Es
tentador sacar a relucir los precedentes históricos, aunque solo sea para
recordar el viejo adagio clásico de que «aquellos que no conocen la historia
están condenados a repetirla», sin propósitos denigratorios, pero sí con una
inmediata y urgente obligación descriptiva: lo que la Rusia de Putin está
intentando hacer con Ucrania no tiene cabida legal, internacional o política en
la organización del mundo heredada del final de la Guerra Fría, a principios de
los años noventa del siglo XX. Y a aquellos que prefieren cargar las tintas y buscar
el dramatismo en la comparación, no les privaremos de mantener que el
comportamiento de Putin tiene mucho parecido con el de Hitler y el de la
Federación Rusa grandes concomitancias con las políticas agresivas que
caracterizaron al Reich alemán. La alarma universal que el aventurismo ruso
está practicando en Ucrania tiene mucho que ver con esa memoria europea y
mundial.
No
es novicio Putin en las prácticas que ahora rudamente conduce en Ucrania. Dos
territorios de la República de Georgia, Abjasia y Osetia del Sur, están bajo
control ruso. Lo mismo ocurre con el territorio de Transnistria, en el este de
la república de Moldova, también convertido por la fuerza en un territorio bajo
control de Moscú. Los intentos para recuperar influencia y eventualmente presencia
en las repúblicas independientes que en su momento formaron parte de la Unión
Soviética, tanto en el Báltico como en Asia Central, son constantes y revisten
perfiles cada vez más agresivos. Putin, que lamentó la desaparición de la URSS
como una de las peores catástrofes geoestratégicas del mundo moderno, nunca ha
ocultado su deseo de recomponer, por la fuerza si necesario fuera, los perfiles
del desaparecido imperio estalinista. Y para ello, también a imagen y semejanza
de la bota nazi, concibe el mundo como un agregado de piezas en donde, por
mandato casi supranatural, se desarrollan los intereses de la Gran Rusia. El
parecer de los habitantes de esos territorios no tiene, a tales efectos,
ninguna trascendencia: Ucrania es parte de la zona rusa de influencia, digan lo
que digan los ucranianos. De nuevo, y para escándalo de pazguatos, cabe evocar
la doctrina del «lebensraum» hitleriano, el espacio reclamado por la Germania
eterna para cumplir los mandatos seculares de un Wotan vengador y metahistórico.
Seguro que Putin sabe de qué estamos hablando: su carrera como agente del KGB
se desarrolló en buena parte en Alemania.
Es
posible que el crecido Putin, como antes el crecido Hitler, no haya calculado
exactamente el alcance de sus aventuras, acostumbrado como estaba a navegar por
el mundo como el nuevo héroe de la «real politik» internacional. ¿Acaso no
había recibido de Obama un «reset button» para recomponer las torcidas
relaciones, y aparecido en el tema de Siria como el salvador, y ofrecido sus envenenados
servicios para convencer a los iraníes de que detuvieran su programa nuclear?
¿Y acaso no es Rusia la que tiene unas privilegiadas relaciones con Alemania, a
la que encandila con abundante energía y no menos abundantes consejos de
administración? Y es seguro, lo estamos viendo diariamente, que las democracias
occidentales se debaten agónicamente entre la gravedad de la agresión y la
complejidad de las respuestas en donde naturalmente vuelve a planear el
espíritu de Múnich: ante todo, evitar la guerra.
Pero
no faltan opciones practicables que desde lo militar hasta lo económico,
pasando por la político y diplomático, lleven a la convicción del autócrata
ruso el panorama de sus desatinos: una Rusia aislada, convertida en miembro
imprevisible e indeseable de una comunidad internacional que ha hecho
progresivamente del respeto a los principios del Derecho Internacional la base
fundamental de las relaciones globales. ¿Por qué no comenzar, por ejemplo, con
la congelación de cuentas corrientes depositadas en los países occidentales por
los miembros de la oligarquía corrupta que hoy conforman el putinato? ¿Por qué
no continuar con la retirada de los visados para viajar por el Occidente a esos
tales y a sus familiares y próximos? La lista es larga y factible y solo
necesita de una actitud: la de firmeza para encarar lo que sin duda alguna es
uno de los más graves retos de las últimas décadas a la paz y a las seguridades
internacionales. Y los que tengan alguna duda que lean con detenimiento la
Carta de las Naciones Unidas (1945) y el Acta Final de la Conferencia de
Helsinki (1975).
En
el fondo Putin querría volver a Yalta, ese acomodaticio sistema de reparto de
zonas de influencia realizado por encima y a costa de la esclavitud de millones
de seres humanos. La conciencia universal no puede admitir esa locura. La
libertad y la integridad de Ucrania son hoy el símbolo y el reto de nuestro
propio futuro. Mantenerlas ahora es la mejor garantía para no tener nunca que
morir por ellas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario