Frente
a Putin, no renunciemos a la verdad/Bernard-Henri Lévy es filósofo.
Traducción de José Luis Sánchez-Silva.
El
País | 17 de marzo de 2014
Desde
hace algunos días se oyen dos extraños argumentos sobre la crisis ucrania y el
posible rapto de Crimea por la Federación Rusa que es urgente desmentir.
1.
Al fin y al cabo, ¿por qué los crimeos no iban a poder decidir su propio
destino? Y si se sienten “hermanos” del pueblo ruso por la fuerza del idioma,
si se sienten más afines al país de Putin que a los de Robert Schuman y Vaclav
Havel, ¿en nombre de qué vamos a oponernos?
2.
Bosnia… Kosovo… ¿Acaso no son dos casos recientes de autodeterminación
bendecidos por la comunidad internacional? ¿Y cómo los mismos que, hace 20
años, defendieron el derecho de los bosnios y los kosovares a tomar las riendas
de sus propios destinos —empezando por quien suscribe estas líneas— podrían
negarle ahora ese derecho a Crimea?
En
respuesta al primer argumento, cabe decir que empezar invadiendo un territorio
que se supone ha de pronunciarse libremente sobre su futuro, desplegar 30.000
soldados, rodear sus cuarteles y aterrorizar a su población es una curiosa
forma de enfocar una autodeterminación.
También
cabe señalar que organizar un referéndum es una operación compleja que implica
una logística, colegios electorales, unas listas electorales dignas de tal
nombre, posiblemente observadores y, en todo caso, una campaña; y que pretender
hacer todo eso en ocho días, bajo la autoridad de un Gobierno títere y a punta
de bayoneta es, en el mejor de los casos, una farsa y, en el peor, un golpe de
fuerza.
Y,
finalmente, cabe objetar que, incluso sin golpe de fuerza y aunque se tomaran
el tiempo de hacer una campaña y un debate, un referéndum así tendría, si
Europa lo ratificase, consecuencias apocalípticas. ¿Qué responderíamos después
si, amparándose en tal precedente, los vascos españoles y franceses decidieran
reclamar su unificación? ¿Y si los húngaros de Transilvania, los albaneses de
Macedonia, los turcos de Bulgaria, los rusoparlantes de los Países Bálticos y
los flamencos de Bélgica alegaran este ejemplo para reclamar a su vez un cambio
de país?
Y
esto por no citar otros casos no precisamente banales. Pues el nacionalismo
lingüístico es el más insidioso de todos los nacionalismos. Es un nacionalismo
no ciudadano, fundado en los demonios del diferencialismo.
Incluso
sin mencionar los Sudetes anexionados por Alemania en virtud de ese mismo
nacionalismo lingüístico, justo antes de que Hitler invadiera Checoslovaquia,
está claro que ceder ante Putin en Crimea sería como una onda de choque que
haría que ninguna frontera en Europa volviera a ser segura ni reconocida y,
poco a poco, daría al traste con el equilibrio del continente.
El
segundo argumento es más absurdo aún y, en boca de observadores y comentaristas
de buena fe, más inaceptable.
Voy
a dejar de lado el caso de Bosnia, que ni siquiera comprendo cómo puede ser
invocado, pues, tras el big bang que representó en toda Europa y el
derrumbamiento del comunismo, el quid de la cuestión era, y sigue siendo,
impedir lo que nos piden que avalemos en Crimea: la secesión de los serbios de
la República Srpska y su incorporación al “gran hermano” anexionista serbio.
En
Kosovo, en cambio, es cierto que los mismos que cuestionan hoy el golpe de
fuerza ruso y abogan por la integridad de Ucrania antaño aceptaron, e incluso
alentaron, la voluntad independentista de Pristina. Pero, ¿cómo se pueden
comparar ambas situaciones? ¿Cómo se puede ignorar que la comunidad
internacional únicamente apoyó la causa del independentismo kosovar tras una
década de limpieza étnica, de masacres civiles a gran escala y de la
deportación de cerca de 800.000 mujeres y hombres cuyo único crimen había sido
el de haber nacido musulmanes? En otras palabras, ¿qué relación puede haber
entre un Milosevic acreedor de las penas que el Tribunal Penal Internacional de
La Haya reserva a los autores de crímenes contra la humanidad, y los dirigentes
de una nueva Ucrania a cuyos soldados hemos visto, en unas imágenes que han
dado la vuelta al mundo, desafiar con las manos desnudas, pacíficamente, a unas
tropas armadas hasta los dientes recién desembarcadas en Sebastopol?
Para
nosotros, europeos de la Europa libre, la línea divisoria está clara. Y esta
divisoria nos obliga a tomar partido. Naturalmente, no por un nacionalismo
contra otro nacionalismo rival, sino, una vez más, y simplemente, por el
derecho de los pueblos a no ser masacrados y contra el de los déspotas a
masacrar soberanamente a su propio pueblo.
Una
de dos.
O
el peligro existe… ¿Qué digo? La masacre ya ha comenzado. Ya han empezado, como
en Kosovo, a mutilar, decapitar y ejecutar de un tiro en la nuca a los
habitantes de pueblos enteros. Y entonces, sí, tenemos buenas razones para
intervenir y detener la carnicería…
O
el peligro no existe. La pertenencia de los flamencos a Bélgica o de los
crimeos a Ucrania no amenaza en absoluto su integridad física ni su libertad.
Mejor dicho: sería precisamente al dejar el regazo ucranio cuando algunos de
los mencionados crimeos —y pienso en primer lugar en los tártaros— correrían el
riesgo de ser asesinados “hasta en sus propios retretes”, según la elegante
expresión del presidente ruso. Y nuestro deber, al mismo tiempo que nuestro
interés, es, por el contrario, hacer todo lo necesario para velar por el
respeto de unas fronteras garantes del derecho de gentes.
Sí
a la protección de los pueblos.
No
al proyecto imperialista putiniano de pegar fuego a la casa Europa.
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