La
cultura enclaustrada/ Rafael Argullol es escritor.
A
finales de la Edad Media el caudal más fecundo de la cultura europea pasó de
los monasterios a las universidades. Con este trasvase lo que había permanecido
depositado en los recintos monásticos bajo la tutela de los monjes, preservado
casi en secreto, se abrió al debate urbano que proponían los espacios
universitarios. La cultura europea entró en una nueva dinámica que implicó el
fin de dogmas y tabúes, pero que sobre todo supuso la superación del temor en
la búsqueda del conocimiento. Los escritores y los filósofos aspiraron a romper
el hermetismo de la época anterior, con la aspiración de someter sus
concepciones a públicos cada vez más amplios. El uso, junto al latín, de las
lenguas populares contribuyó a la consolidación de esta tendencia, como lo demuestra
el caso de Dante que, si bien escribió muchas de sus obras en lengua latina,
reservó para su joya literaria, la Divina Comedia, el uso del toscano. La
culminación de todo ese proceso fue el Renacimiento. La invención de la
imprenta y la consolidación de las universidades en las grandes ciudades
forjaron un primer gran escenario de convergencia entre la cultura y la
sociedad. Aumentó extraordinariamente el número de lectores al tiempo que las
obras literarias influían en públicos cada vez más amplios. Shakespeare,
Montaigne, Bruno o Cervantes simbolizan bien esta confluencia.
Las
universidades occidentales se consolidaron definitivamente en los siglos xix y
xx (sumando las americanas a las europeas) y, aunque nunca se despojaron por
completo de su origen, por así decirlo, monástico, participaron activamente en
la vida cultural moderna. Siempre mantuvieron una tendencia centrípeta y
endógena pero, paralelamente, muchos de sus miembros se incorporaron a los
debates públicos de su época y fueron grandes creadores de la literatura y del
pensamiento. En estos dos últimos siglos es imposible tratar de comprender la
historia cultural, o simplemente la Historia, sin atender a la función de las
universidades en la dinámica pública y sin subrayar la importancia de numerosos
profesores en la esfera creativa.
Pero
no estoy seguro de que esto continúe siendo cierto. En los últimos lustros, y
de un modo increíblemente acelerado, se ha producido una suerte de inversión de
tendencias, a partir de la cual la universidad ha tendido a replegarse sobre sí
misma, como si añorara, en un modelo laico, su antiguo origen monástico.
Paradójicamente este repliegue se produce en el momento en que las tecnologías
de la comunicación, como en el Renacimiento la imprenta, podrían facilitar la
expansión de las ideas mucho más allá de los circuitos universitarios.
Desde
una cierta perspectiva este retraimiento es la consecuencia de un nuevo
antiintelectualismo que se ha asentado poderosamente en la vida social y
política de principios del siglo xxi. En un reciente artículo escrito en el New
York Times y titulado ¡Profesores, os necesitamos! Nicholas Kristof ha
recordado el uso común de la expresión “That’s academic” para descalificar la
aportación de un adversario, poniendo, además, el ejemplo de su utilización por
el conservador Rick Santorum para criticar los discursos de Obama. Que algo sea
“demasiado académico”, o sencillamente “demasiado intelectual”, es una piedra
de toque común en nuestra sociedad. El antiintelectualismo es una de las formas
más toscas del populismo, pero parece proporcionar fáciles réditos en una
población ávida por ese consumo inmediato de las cosas que la complejidad
intelectual casi nunca otorga.
El
problema es que la universidad actual se ha convertido, por inseguridad,
cobardía u oportunismo, en cómplice pasivo de la actitud antiintelectual que
debería combatir. En lugar de responder al desafío arrogante de la ignorancia
ofreciendo a la luz pública propuestas creativas, la universidad del presente
ha tendido a encerrarse entre sus muros. Es llamativo, a este respecto, la
escasa aportación universitaria a los conflictos civiles actuales, incluidas
las crisis sociales o las guerras. En dirección contraria, el universitario ha
asumido obedientemente su pertenencia a un microcosmos que debe ser preservado,
aún a costa de dar la espalda a la creación cultural.
Cada
vez más alejado de lo que había significado la gran cultura, ese microcosmos ha
elaborado complicadas normas de autopreservación en las que apenas se reconoce el
talante intelectual, abierto y crítico, que se halla en la raíz renacentista de
la universidad. Dicho de manera brutal: el humanista ha sido arrinconado por el
burócrata (o si se quiere, por un monje sin fe pero con gran perspicacia en la
tarea de la propia conservación). Naturalmente, esto no es atribuible a
numerosos profesores, pero sí es el dibujo simbólico de una tendencia general
que, en sí misma, supone la destrucción de la universidad tal como
históricamente la habíamos concebido.
Es
importante detenerse en las leyes que rigen en el microcosmos. Hasta hace poco
lo que se valoraba en un profesor, además de su capacidad para la
investigación, era su magisterio docente y la publicación de libros relevantes
en su área de conocimiento. Precisamente esta última tarea era decisiva para
facilitar una ósmosis entre la universidad y la sociedad. El libro —y, a poder
ser, el gran libro— era el instrumento básico en la vertebración de la cultura
y, simultáneamente, el desafío que debía afrontar el profesor que aspiraba a la
madurez intelectual. La cultura occidental moderna está jalonada por libros que
son fruto de aquel reto. Como complemento de esta tarea muchos profesores
trataban de comunicarse con el público más amplio posible mediante la
intervención en revistas y periódicos.
No
obstante, de un tiempo a esta parte, se ha producido un estrechamiento
paulatino del anterior horizonte al mismo ritmo en que la universidad, como
institución, ha sacralizado el paper como medio de promoción profesional. En la
actualidad una gran mayoría de profesores ha descartado la escritura de libros
como labor primordial para concentrarse en la producción de papers. En muchos
casos esta renuncia es dolorosa pues frustra una determinada vocación creativa,
a la par que investigadora, pero es la consecuencia de la propia presión
institucional, puesto que el profesor deber ser evaluado, casi exclusivamente,
por sus artículos supuestamente especializados. Como quiera que sea, el nuevo
microcosmos en el que se encierra a la universidad traza una kafkiana red de
relaciones y hegemonías notablemente opaca para una visión externa a la
institución. Además de atender a sus labores docentes, los profesores
universitarios emplean buena parte de su tiempo en la elaboración de papers,
textos con frecuencia herméticos, destinados a denominadas “revistas de
impacto”, publicaciones que tienen, por lo común, escasos lectores —siempre del
propio ámbito de la especialización— aunque con un gran poder ya que son las
únicas “que cuentan” en el momento de evaluar al universitario. En
consecuencia, los profesores, sobre todo los jóvenes y en situación inestable,
hacen cola para que sus artículos sean admitidos en publicaciones de valor
desigual pero insoslayables. Se conforma así una suerte de mandarinato que rige
el microcosmos. Los profesores son calificados, mediante las evaluaciones
oficiales, de acuerdo con el acatamiento a aquellas normas. La ilusión o
vocación de escribir obras de largo alcance —algo que requiere un ritmo lento,
que a menudo abarca varios años— debe aplazarse, quizá para siempre.
Este
ensimismamiento de la universidad, si merece críticas crecientes en el ámbito
de las ciencias, y a las que alude Nicholas Kristof en el artículo antes
citado, es directamente desastroso en el de las humanidades, puesto que
erradica la figura creativa e intelectualmente abierta para imponer un perfil
del profesor sometido a las servidumbres de un pequeño mundo que se presenta
como “especializado” pero que, en realidad, es puramente endogámico. Lo peor es
que este pequeño mundo, que alardea de rigor académico, se hace implícitamente
cómplice del antiintelectualismo populista, al refugiarse en un lenguaje
oscurantista y críptico. Podría confeccionarse una auténtica antología del
disparate si juntáramos las exigencias burocráticas que, en el presente, rigen
la vida universitaria. Entender las normas del microcosmos requiere tantas
horas de estudio que apenas queda tiempo para estudiar lo demás. Comprender
cómo hacer el paper servilmente correcto obliga, por lo general, a renunciar a
toda creatividad y a todo riesgo.
La
cultura humanista, nacida de la libertad y de la crítica, corre el peligro, en
la actual universidad, de ser enclaustrada, como si volviera al recinto
monástico: no a la grandeza de aquellos monasterios que conservaron el saber
antiguo sino al inmovilismo dogmático de los que pretendían preservar los
conocimientos mediante su reclusión. Por admirable que sea originariamente un
conocimiento aprisionado es un conocimiento muerto.
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