No
me puedes mirar/Gustavo Martín Garzo es escritor.'
El
País | 15 de noviembre de 2014
¡Pobre
Orfeo! Una serpiente acaba con la vida de Eurídice el día de su boda y su
desesperación es tan grande que pierde el deseo de vivir. Su canto se vuelve
entonces tan triste que los dioses se apiadan de él y le permiten descender al
reino de los muertos en busca de su esposa con la condición de que no se
detenga a mirarla hasta que no haya alcanzado con ella el mundo exterior y los
rayos del sol bañen su cuerpo. Pero Orfeo vuelve la cabeza antes de tiempo y la
pierde para siempre. En su película El testamento de Orfeo, Jean Cocteau hace
una curiosa interpretación del mito, ya que Eurídice consigue regresar al mundo
de los vivos pero conserva la cualidad de no poder ser mirada, de forma que
tiene que esconderse bajo la mesa o entre las cortinas de la casa cuando Orfeo
vuelve a casa, dando lugar a un juego tan gracioso como disparatado que termina
fatalmente cuando Orfeo sorprende por casualidad el reflejo de su rostro en un
espejo.
Todos
los amantes actúan así. Todos juegan a esconderse, a que no se sepa quiénes
son, con quién anduvieron antes de conocerse. No me puedes preguntar quién soy,
se dicen el uno al otro. Es una prohibición que se repite en un sin fin de
historias. En la historia de Lohengrin y Elsa, en la de Psique y Eros, en El
último tango en París, la película de Bertolucci. Ese “tienes que vivir sin
conocerme” ¿no significa lo mismo que el “no me puedes mirar” de Eurídice?
“No
debes saber que estoy muerta” es lo que su amada le dice a Orfeo. La muerte
sigue nuestros pasos, nos aguarda en las esquinas, llama a nuestra puerta
cuando menos lo esperamos, tiene nuestro rostro al mirarnos al espejo. Se lleva
a nuestros padres, a nuestros amigos, husmea en nuestros armarios, enmudece a
los escritores que amamos. Los muertos están en nuestras palabras, en nuestros
recuerdos, cuando entramos en un cuarto, cuando recorremos una calle o
visitamos un jardín, cuando leemos un libro. Nos siguen a todos los sitios,
velan nuestros sueños, se sientan en la mesa con nosotros. Los muertos no saben
nada, se lee en el Eclesiastés. ¿Es verdad esto o acaso nos dicen cosas que no
queremos oír?
Están
ahí, pero no debemos volver la cabeza para mirarlos. Sólo el psicótico lo hace,
sólo él se empeña en mirarlos. Ve a los muertos, como el niño de El sexto
sentido, la película de Shyamalan. Por eso no vive ni deja vivir. Si hubiera un
vampiro se acercaría a él para servirle, porque el único enigma que le interesa
es el enigma de la muerte. ¿Está más cerca que nosotros de la verdad? Es
posible, pero ¿quién quiere vivir con la verdad? ¿Quién querría tener un padre
como Abraham, un Dios como el que tortura a Job, como el que vive en las
páginas del Antiguo Testamento?, ¿quién querría vivir en un mundo como el que
postulan hoy algunos científicos?
Narrar
es escapar a la tiranía de la verdad. Sherezade lo hace. Ella acude a la alcoba
del sultán pero le pide, con cada una de las historias que le cuenta, que no la
mate esa noche. También la joven esposa de Barba Azul acude a una alcoba así.
Barba Azul ha tenido otras mujeres que han desaparecido misteriosamente, y en
todo el reino del sultán es sabido que la muchacha que duerme en su lecho será
decapitada por la mañana. Si las dos saben qué pasa en esas alcobas ¿por qué
van? Sherezade encandila al sultán con sus historias, y bien podemos imaginar a
la joven esposa de Barba Azul haciendo otro tanto con las suyas. Si solo las
moviera el temor sus historias no habrían podido ser tan cautivadoras. Van
porque la alcoba que visitan es también la alcoba del deseo. Son apenas dos
muchachas al comienzo de la vida, y si acuden a la alcoba de los ogros es para
desvelar el misterio de su sexualidad naciente. Porque ¿quién sabe más de sexo
que los ogros?
Fernando
Colina dice que el psicótico no sabe mentir. En la Odisea todos mueren menos
Odiseo, que logra salvarse porque es el gran embaucador. El psicótico es uno de
esos marineros ahogados que jamás regresa con los suyos, uno de los príncipes
vencidos del cuento de los hermanos Grimm. Todos ellos carecen de astucia. En
el ciclo de los Argonautas hay un personaje así. Se llama Hilas y es el
favorito de Heracles. La nave en la que navegan en busca del Vellocino de Oro
recala en una isla para abastecerse e Hilas se interna en ella en busca de
agua. Mas nunca regresa, pues cautivadas por su belleza las ninfas le raptan y
sus compañeros no pueden dar con él.
El
mundo del relato está poblado de personajes que como Hilas nunca regresan.
Apenas reparamos en ellos, ya que es el relato de los héroes el que absorbe
nuestra atención. Pero en cierta forma el compromiso de Hilas con lo que
encuentra, como pasa con el del psicótico, es más hondo que el del héroe y esa
es la razón de que no encuentre la forma de regresar. La verdad es una araña
tejedora, en el centro de sus telas siempre espera la muerte. En la novela del
conde Drácula es la alocada Luci la prisionera. Ella vive su sexualidad de una
manera más libre e intensa que la recatada Mina, y si cae en manos del conde es
porque en el fondo está más viva y llena de deseo que su amiga. Las muchachas
que precedieron a Sherezade ¿eran menos cautivadoras que ella y por eso no se
lograron salvar? No, no lo eran, simplemente se dejaron arrastrar por las
promesas del placer del Sultán.
¡Qué
importa el Árbol del Conocimiento, nos dice el Placer, son los frutos del Árbol
de la Vida los que debes probar! Sherezade no se deja seducir por tales
promesas y por eso empieza a hablar. Tanto a ella como a Odiseo no les basta
con vivir sino que quieren saber quiénes son, abandonar el ámbito del deseo
puro, que pertenece a los ogros, para entrar en el de amor, que es siempre la
espera de un otro al que escuchar y por el que ser escuchado. Hilas desaparece
en ese Otro absoluto que es la naturaleza y Odiseo regresa dueño de una
historia. Y tener una historia es ir al encuentro de los demás, lo que solo el
lenguaje nos permite. Es justo eso lo que simboliza la lámpara que enciende
Psique para contemplar a Eros, su amante dormido. “Quiero hablar”, dice la luz
que desprende. Contar es llevar una lámpara, conformarse con el pequeño espacio
de visión que su luz abre en la oscuridad. El psicótico no se conforma con ese
poco, lo quiere todo. No le basta con llevar una lámpara; quiere ver en la
oscuridad. Pero en la oscuridad sólo ven los ogros y su reino es un reino mudo.
Por eso el psicótico no sabe contar lo que le pasa, lo que es lo mismo que
decir que no sabe amar, pues no hay amor sin palabras.
“Cuesta
entender la vida, no la muerte. La muerte nunca encierra enigma alguno”,
escribe Joan Margarit. Entonces ¿por qué Sherezade y la joven esposa de Barba
Azul van a la alcoba de los ogros? Quieren contar la historia de las muchachas
que murieron en ella, la historia de sus deseos. El enigma es la vida, todo lo
que es pequeño y frágil. El enigma está en la debilidad, en una muchacha
contándole historias a un ogro. Sólo ella guarda la verdad de lo humano.
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