Alejandro Avilés
Inzunza, con la distancia de la contemplación/ Raquel Olvera /
17
octubre, 2015
Como a través de una
vidriera pronuncia su poesía don Alejandro Avilés, con la distancia de la
contemplación. Incluso la llama, incluso el juego de sus hijos, incluso su
propia muerte pre-sentida. Esta distancia le permitió quitarle a su muerte el
drama del dolor hasta ubicarlo en la mañana de su entierro y percibir, no el
dolor de los deudos, no el llanto, no la pérdida; sino el aire, el canto de los
pájaros y la luz de la mañana que sus amigos cargan el féretro para entregarlo
a la tierra; y sobre todo, su propia gratitud hacia uno de los más preciados de
sus tesoros: la amistad. Así lo dice en su poema Tránsito, y ahora que no está,
hace las veces de epitafio:
(…) Aún bajará del cielo
la luz que vive, en gozo
por el campo.
Y sonará en los aires
el sueño de los pájaros.
Y tenderá la tierra
entre las sombras
sus maternales brazos.
Yo pesaré de gratitud,
oh, amigos. (…)
Es con esta
característica de mantenerse lejos para contemplar, (y que debe haber sido una
habilidad que desarrolló conscientemente a lo largo de su escritura), que logra
ubicarse para pronunciar con tanta precisión ambos extremos temáticos de todo
poeta: muerte y vida. Como lo expresa su poema de largo aliento La vida de los
seres, que le llevó a recibir el premio Ramón López Velarde en 1980. Ambos
poemas perfilan la existencia del enorme poeta que fue don Alejandro.
La cadencia, el ritmo y
la actitud de contemplación con que el poeta pronuncia La vida de los seres, me
ha llevado a recordar, en repetidas ocasione al poema Muerte sin fin. Tal vez
porque muchos pasajes de ese poema, al igual que en La vida de los seres, está
escrito en verso blanco, endecasílabos sin rima que hace las delicias del oído
y que presenta la contención, la disciplina de la medida, sin el peligro de la
monotonía de la rima.
Quiero pensar que este
poema comienza en las aulas de su niñez. Cada vez que lo leo, casi puedo ver al
poeta niño frente al pizarrón escuchando la lección de su maestro de físicas de
biología, que le explica que la duración en la vida de los seres, se puede
calcular por la velocidad con que se desplazan. Y veo a ese niño que en su
cabeza responde que la vida es un planeta extraño y que todo está herido de
muerte. Este niño que escucha y aprende, pero que reflexiona y pronuncia su
propia interpretación de los acontecimientos, muchos años después, comenzaría
su poema fundacional con esta respuesta a su maestro: un poema de unos 250
versos aproximadamente. Donde afirma que la luz no está consiente de la sombra
que proyecta sobre el mundo. En este poema los conocimientos de física,
biología, filosofía, ética y estética, se reúnen y pasan a travez de un prisma:
la mirada poética de don Alejandro Avilés.
(…) al trazar sus
órbitas (la vida)
enciende soles y
galaxias ávidas
que no saben de sí y
enloquecidas
giran en torno de un
amor sin años.
(…) sólo una noche larga
y sin medida.
Suaves vetas de su
conversación con poetas como San Juan de la Cruz, José Gorostiza, Antonio
Machado, y por supuesto, con sus colegas y amigos del grupo de los ocho poetas,
se pueden adivinar en el fluir de su voz.
A la distancia que
estableció y se impuso para realizar el acto de la contemplación, se suma
también la velocidad micrométrica a la que recurrió para detener, por ejemplo,
las vueltas de la rueda de la fortuna el tiempo preciso para interrogar la
mirada de su hija, al mismo tiempo que su propia mirada y descifrar que el
motivo que la hace reír, es distinto al que hace reír al padre.
Subimos y bajamos,
bajamos y subimos en la
rueda.
La ocasión de mirarnos
en cada giro va quedando
abierta.
Dices adiós, nos vemos,
no nos vemos,
y cada quien se ríe a su
manera.
Siendo destacado
político y ferviente católico, ni religión ni ideología política se cuelan en
sus versos, ya que, y fue una claridad que tuvo el grupo, la poesía está más
allá de toda religión y de toda ideología; o más precisamente aún, la ideología
y la religión estorban a la poesía porque ambas son paliativos del horror a la
muerte y a la vida. Un lujo que el poeta no puede darse pues ese paliativo es
un velo que enturbia la mirada, y al tiempo que consuela, esconde el filo que
define cada ser en el mundo, cada ausencia.
Dije que ninguna
ideología y ninguna religión se traslucen en su poesía, pero eso no quiere
decir que no contenga un sentido místico o una mirada social profunda en su
acto de contemplar, como sucede en su poema Campesinos, un perfecto retrato de
extraordinarios seres que los que crecimos en la sierra tuvimos la suerte de
presenciar: Los campesinos, generalmente pobres, generalmente silenciosos,
generalmente cetrinos y leves, bajando de la sierra con su monte a cuestas. Y
el poeta no hace más que nombrarlos:
Bajan de la montaña
seguidos por el viento.
Circundados de un aire
lúcido y fino, bajan en
silencio.
Lucen cetrinos con su
monte a cuestas
mas como desasidos de su
peso.
Agua de contraespanto
buscan, y beben de su
paz sedientos.
Y con espíritu de golondrina
untan su sien contra el
dolor y el tiempo.
Intemporales y sin
culpa, bajan.
Lavan su sombra con
mirar al suelo.
Digo que la
característica más peculiar en el maestro Avilés, es la distancia con que mira
las cosas. Pero hay otras que hacen su poesía notable y relevante: La claridad.
Y creo que es una virtud que puede atribuírsele al grupo de los ocho poetas.
Pues claridad puede encontrarse en la poesía de Dolores Castro, Rosario
Castellanos, Roberto Cabral de Hoyos, Javier Peñalosa, Honorato Ignacio Margaloni,
Efrén Hernández, Octavio Novaro y Rosario Castellanos, que no cedieron a la
tentación de adornar con la explosión de imágenes que presentaban otras
corrientes literarias como fuegos artificiales, escribiendo la belleza sin más
adorno que lo que es. Este taller se reunió, durante más de cuatro décadas, si
no me equivoco, en un diálogo donde cada uno presentó y conservó su voz única,
afán que muestra el lema del grupo, ideado por Dolores Castro: “Cada uno su
lengua, todos en una llama”. La confluencia de voces y posiciones políticas en
sus tertulias fueron un ejemplo de pluralidad, respeto, admiración mutua y
discusiones de enriquecedores resultados. La prioridad de los contertulios fue
siempre ante todo, la poesía.
El maestro Avilés fue
sobrio al expresar sus pasiones en la poesía. Así, cuando habla incluso de la
escritura como resistencia a la muerte: No, no quiero morir, por eso escribo,
lo hace reconociendo que también vivir es navegar muriendo, pero que escribir
es borrar por momentos la muerte y olvidar un poco la noche que nos congrega a
todos en el abismo. Que la escritura es una resistencia al abismo, sí; pero que
no es la abolición de la muerte, porque se navega muriendo. ¿Quién, que
conociera al Profe, podría imaginarlo quemándose para alumbrar, como la cera
que mereció de su pluma, un tan preciso retrato?
Llora la cera en su
llama
pidiéndole aliento al
aire.
En voces cortadas busca
modo de despabilarse
porque el alma se le ha
puesto
negra de tanto quemarse.
(…)
No huyas, cera, la noche
que te anunciaron las
aves
ni las ondas que te
cercan
del agua que tú
lloraste.
Que en este mundo de
sombras
no hay más cera que la
que arde.
Este poema me hace
recordar el que le escribió a su hija Rosario:
Aquella noche no pude
dormir.
Y al abrirse las yemas
de la luz
se vaciaron las sombras
sin sentir.
Fue la noche translúcida
del alma
que no se cansa de manar
a oscuras
su apetito de ser y
sucumbir.
Estos dos poemas,
muestran el mismo objeto de contemplación: lo que arde para alumbrar.
En sus poemas, uno puede
captar la belleza de la reflexión pero también cimbrarse al percibir el grado
de conocimiento que llegó a tener de sus amigos y colegas. Un sentimiento que
por sutil podría correr el riesgo de no accederse a él, pero que si tiene uno
la suerte de ser convidado, conmueve hasta los cimientos. Y uno comprende que
don Alejandro fue también un maestro de la amistad. La permanencia del grupo de
los ocho poetas a los largo de la vida de cada uno, me parece que es único. Sin
ser un movimiento, sin lanzar un manifiesto, sin tener reglas estéticas, ni
políticas, ni sociales para pertenecer… “cada uno en su lengua y todos en una
llama”, que permitió que se conocieran a profundidad entre ellos como para
saber ponerse en los zapatos del otro y seguir conversando más allá de la
muerte. Como sucedió con la partida de Rosario Castellanos tan impresionante
para todo el país, pero en particular para sus más cercanos amigos de los ocho.
Creo que no se ha estudiado lo suficiente, o tal vez, ni siquiera se ha empezado
a estudiar, la influencia que este grupo y cada uno de los poetas tuvo con las
generaciones que le precedieron y en la poesía Mexicana actual.
Alejandro Avilés, no es
un poeta obsesivo. Plantea un tema, lo escarba, lo escribe, lo agota. Y luego
pasa a otro. A la muerte, a la vida, a los hijos, a los amigos, al miedo, a los
dones de existir. Su poesía es leve, sin dramas; las palabras: ave, luz,
viento, se encuentran significativamente a lo largo de su poética:
Una encrestada ola es el
poema
con estridor de sismo
y apariencia de perla y
de paloma…
Por dentro terremoto,
sí. Por fuera, Paloma. Y no muestra todo el trabajo de zapa que el poeta se
impone para presentar decantados hasta lo luminoso, pero sin negarlos a la
oscuridad, al miedo, a la muerte o al dolor.
Porque la vida en el
dolor se ahonda
y remonta su curso hasta
la fuente
que llora allá en la
cumbre
donde la nieve escribe
sus memorias.
Que llora allá porque
esperar es vano
y es necesario descender
al Valle
para poblar de árboles
la orilla.
Así se explica que don
Alejandro siempre caminara acompañado de una luminosa presencia juguetona y
alegre, que seguramente manaba de su fe en la humanidad y en la capacidad de
convertir las lágrimas del dolor, en la humedad para hacer crecer árboles en donde
antes habría sido un terreno yermo. Es cierto que doña Evita y su abrigo negro,
eran sus inseparables compañeros, pero también su luminosa sonrisa tan llena de
fe, de alegría y de humor. Esa sonrisa juguetona que quienes lo conocimos
recordaremos como recordaremos su palabra poética. Su luz sonriente.
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