Otra idea de la
sociedad civil/Jesús Silva-Herzog Márquez
Reforma, 18
Abr. 2016
Se
discuten en el Senado las piezas del Sistema Nacional Anticorrupción. Es una
maquinaria compleja. Varias leyes, nuevas instituciones y reglas que tienen
como propósito cerrarle el paso a la apropiación del poder público para
beneficio personal. Más que el armazón del artefacto (cuyos detalles soy incapaz
de comprender) las propuestas representan una novedad histórica que me interesa
resaltar. No hablo de las leyes que pudieran aprobarse sino de su proceso. De
nuevas leyes está tapizada nuestra frustración. Desde hace años la clase
política se llena la boca con reformas legislativas que lo cambiarán todo.
Leyes que se venden como la teja que parte las aguas: a partir de su entrada en
vigor el país será otro. Si en algo ha sido productivo este grupo de poder ha
sido justamente en su capacidad para hacer y deshacer leyes y pronunciar luego
discursos para hablar de las leyes que han aprobado. La Constitución, que, en
principio, debería ser una ley difícil de alterar, ha sido cambiada bajo el
pluralismo con mayor facilidad que cuando bastaba que el Presidente tronara los
dedos para rehacerla.
Hace
años se nos ofreció, por ejemplo, una reforma electoral definitiva. Habría de
ser la última de una larga serie de cambios. Duró una elección. A la siguiente
había que empezar de nuevo. A eso hemos llegado: hacer una ley para cada
elección y después de ella, hacer una nueva. La fascinación de legislar es un
viejo vicio histórico, tan viejo como el país que nació con la ilusión de
encontrar la ley perfecta y que entendió nuestra infelicidad como consecuencia
de los defectos de la ley. El vicio, quiero decir, no altera solamente el
juicio de los políticos sino también el de los críticos, de los observadores,
de los activistas. Hacer política sería la conquista de un redactor, el
redactor de la ley.
No
niego, por supuesto, la importancia de actualizar el derecho, de recomponer las
instituciones, de modificar los alicientes y los castigos. Es fundamental
hacerlo y lo es, particularmente, para lograr que el servicio público sea
merecedor de la confianza. Sin nuevas leyes, sin instituciones imparciales y
fuertes, sin exigencias estrictas a los servidores públicos y a los
particulares que hacen negocios con el gobierno, seremos incapaces de
recomponer las cosas. Importa por eso el debate legislativo y el destino final
de las iniciativas que integran el mecanismo anticorrupción. Pero hay algo que
importa más y que se ha mostrado estos días: la reconstitución de la sociedad
civil, la emergencia de organizaciones autónomas que logran canalizar una
exigencia común, la presión colectiva que logra abrirse paso hasta las palancas
de la decisión. Si del Congreso depende la concreción de las reformas legales,
no cuelga ya de la voluntad de la clase política la lucha contra la corrupción.
Si algo valioso hereda el gobierno de Peña Nieto es la indignación frente a la
maraña de intereses privados que se confunden con las causas públicas.
Cuando
Carlos Monsiváis celebraba en sus crónicas de los años ochenta la aparición de
la sociedad civil aplaudía una resistencia. Veía con esperanza las movilizaciones
y los plantones, las asambleas, el volanteo, las huelgas de hambre. Era la
rebeldía de la indignación, la pasión de la protesta. El cronista percibía ahí
(no en los partidos ni en las elecciones) el fermento de la democracia. Una
variedad de organizaciones sociales afirmaba su autonomía. Lo que hemos visto
en las últimas semanas es la aparición de otra idea de la sociedad civil. Tenía
razón Monsiváis al ver en aquellas expresiones de protesta urbana, estudiantil
o magisterial, una insumisión promisoria. Aquellas autonomías rompieron la
coraza corporativa. También es cierto que muchas de ellas incubaron
arbitrariedades y autoritarismos. Contra el corporativismo del régimen, se
formaron organizaciones tan corruptas y abusivas como su enemigo.
Lo
que aparece hoy ante nosotros es una expresión distinta de la sociedad civil.
No se esmera en la movilización del descontento sino en la coordinación de la
propuesta. No aparece como el desfile de hostilidades sino como una coalición
de convicciones comprometida con los remedios. Más allá de lo que suceda en el
Congreso, lo que quedó demostrado en estos días fue la capacidad de una red de
organizaciones sociales para transformar la indignación en proyecto. Tiene
fuentes de independencia, instrumentos de comunicación directa con la gente,
vínculos con el mundo, ideas, liderazgo y ambición. Si hay algo nuevo en México
está ahí.
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