18 ene 2018

Donald Trump, un año de 'impopularidad de hierro'

Donald Trump, un año de 'impopularidad de hierro'
PABLO PARDO Corresponsal Washington
El. Mundo, 18 ENE. 2018 
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, da un discurso en el Edificio de la Oficina Ejecutiva Eisenhower, en Washington. JIM LO SCALZOEFE
Trump mantiene un inamovible 38% de apoyo entre unos partidarios tan incondicionales como sus detractores

El presidente gobierna en solitario, con un partido que sólo ha respaldado su bajada de impuestos a las rentas altas
Según sus críticos, Donald Trump es inestable. Y el argumento transmitido por canales oficiales - o sea, su cuenta personal de Twitter - del presidente de Estados Unidos en contra de esa idea - "soy un genio muy estable" - no parece que haya sido muy efectivo. 
Pero de lo que no puede haber debate es acerca de la estabilidad del apoyo a Trump. Da igual lo que el presidente haga o diga, lo que consiga o en lo que fracase, su nivel de popularidad es pétreo: el 38%. 
Nada mejor para comprobarlo que el índice de apoyo al presidente que elabora todas las semanas la consultora Gallup, con 1.500 llamadas telefónicas en todo EEUU y un margen de error del 3%. El 29 de enero de 2016, cuando llevaba 9 días en la Casa Blanca, Trump tenía el respaldo del 45% de los estadounidenses. Es su récord de popularidad. Es más, desde el 28 de mayo no ha logrado romper la barrera psicológica del 40%. Son números terroríficos. O, al menos, es lo que dicen los enemigos de Trump. La realidad, sin embargo, es más favorable para el presidente. 
Los datos de Gallup revelan que Trump tiene un techo impenetrable, pero, también, un suelo de hormigón armado. En 4 ocasiones en los últimos doce meses, el apoyo a Trump ha caído hasta el 35%: el 27 de agosto; el 29 de octubre; el 3 de diciembre; y el 17 de diciembre. Pero de ahí no ha bajado jamás. De modo que el apoyo a Donald Trump se mueve en una franja muy estrecha. Si se toman todos los valores de Gallup desde que llegó a la Casa Blanca, la media de su popularidad es del 38%. Pero, si se hace la mediana - es decir, el valor más frecuente, excluidos los extremos por arriba y por abajo - sale, también, 38. Una media y una mediana iguales indican que los datos de la serie apenas cambian. O sea, que Trump tiene una popularidad - o, si se prefiere, una impopularidad - de piedra berroqueña. Y tampoco tan mala. El mínimo del 35% del actual presidente queda mucho mejor cuando se pone frente a frente con el 22% en el que cayó en tres ocasiones George W. Bush. Votantes y opositores, igual de consistentes
Da igual que el presidente llame a los medios de comunicación "enemigos del pueblo americano" (febrero). Que haga un juego de palabras entre el nombre de un senador demócrata y la expresión más vulgar posible para referirse al órgano sexual masculino (enero). Que cree una comisión para investigar el presunto fraude electoral en su contra en 2016 (mayo). Que disuelva esa comisión y ordene destruir todos sus documentos (enero). Que fracase en su intentos de derogar la reforma sanitaria de Obama (marzo, junio y septiembre). Que anuncie la expulsión de 788.000 inmigrantes que tienen permiso de residencia temporal (septiembre). Que cierre un preacuerdo con la oposición demócrata para permitir que esos 788.000 inmigrantes se queden (octubre). Que diga que entre los racistas que asesinaron a una persona en Virginia hay "algunas personas muy buenas" (agosto). La consistencia que no tiene Trump, la poseen sus votantes. Ya lo dijo el propio presidente en 2016, cuando estaba en campaña: "Podría pararme en mitad de la Quinta Avenida, pegarle un tiro a cualquiera y no perdería ningún voto".Y también es lo mismo que la tasa de desempleo de EEUU esté en su nivel más bajo desde 2000 - y, entre la minoría negra, desde que existen estadísticas, hace 45 años -, que Wall Street valga hoy aproximadamente 3,7 billones de dólares (3 billones de euros) más que cuando Trump ganó las elecciones de 2016, y que, también, haya logrado la mayor reforma impositiva en tres décadas. El rechazo de los opositores al presidente es como el amor de sus partidarios: inamovible.La ley de hierro de la popularidad de Donald Trump es que su respaldo entre los votantes ronda, siempre, el 38%. Es decir, que su respaldo ha caído unos 8 puntos en relación al 46,1% de los votos que obtuvo en las elecciones de 2016. Trump, así pues, sigue a 8 puntos de la reelección. Eso, si no cambia nada con respecto a 2016, es decir, si en 2020 los demócratas están divididos y tienen un candidato impopular, y la abstención es alta. En cualquier caso, y sigan o no iguales las cosas, 8 puntos no son muchos para alguien, como Trump, capaz de resucitar de entre los muertos - políticos, empresariales y sociales - no una vez, sino todas las que haga falta. Como él mismo dice en su best-seller The Art of the Deal, de 1987, "hay gente que lleva una eternidad esperando verme caer". Treinta años han pasado, y todavía siguen esperando. El presidente que actúa por su cuenta Trump no ha conseguido avanzar en la inmensa mayor parte de su programa electoral. Los únicos éxitos que ha conseguido, al margen de la reforma fiscal, han sido decisiones unilaterales en las que ha jugado con el nacionalismo estadounidense, y con la propensión de una parte del electorado de pensar que los problemas vienen siempre de fuera: de las trampas de los chinos en el comercio, de los inmigrantes ilegales mexicanos (pese a que desde 2008 se van más personas de ese país que las que llegan a EEUU), o de los musulmanes que quieren imponer la ley islámica en, por poner un ejemplo repetido hasta la saciedad, el sur del estado de Illinois, no muy lejos de Chicago. Todas esas decisiones han reforzado la base de Trump. Le han hecho perder el apoyo de los indecisos, cierto, pero, también, han sumido en el caos al Partido Demócrata, que es, más que nunca, "el partido de los jefes", como lo calificó en 2004 Ted Halstead, entonces presidente del think tank New America Foundation. Porque los demócratas tienen tantos grupos que les apoyan que no son capaces de tener un mensaje unificado. Son el partido de las feministas, de los negros, de los hispanos, de los asiáticos, de las personas con estudios universitarios, y de los jóvenes. Por el contrario, Trump es el hombre de los blancos de nivel educativo medio-bajo, y bajo, y de los muy ricos. Es más fácil tener un par de grupos a los que cuidar que media docena que, además, están divididos y enfrentados entre sí. El presidente, simplemente, propone desregulación de la economía y proteccionismo económico, demográfico - es decir, 'no' a la inmigración - y cultural, en particular en lo que se refiere a su grupo de votantes más fiel: los cristianos evangélicos. Así, el presidente arrancó su mandato prohibiendo, a instancias de su entonces máximo asesor político, y hoy enemigo declarado, Steven Bannon, la prohibición de entrada en EEUU de personas de una serie de países musulmanes. Diez meses más tarde, y tras tener que cambiar la decisión dos veces, a instancias de los tribunales, el Supremo de EEUU le permitió, finalmente, ponerla en práctica. Trump se retiró del Acuerdo de París sobre Cambio Climático, y de la Asociación Transpacífica, que iba a crear un área de libre comercio en el Pacífico que fuera un freno a China. Todas esas decisiones, como la de no renovar el permiso temporal de residencia a 788.000 personas que llegaron como inmigrantes ilegales a EEUU siendo menores de edad, de la mano de sus padres, son personales. El Congreso no ha jugado ningún papel en ellas. Como explica Wolff en una frase de Fire and Fury claramente inspirada por Bannon, "en Estados Unidos no se gobierna por decreto, salvo cuando se gobierna por decreto". Al igual que en las encuestas, el presidente está solo. Su partido solo le ha apoyado en la bajada de los impuestos a las rentas más altas y a las empresas. Pero, aun así, es capaz de gobernar y de mantener sus opciones abiertas. Es una opción arriesgada porque, con una popularidad tan baja, Trump se enfrenta a un 2018 en el que los republicanos pueden perder su mayoría en el Senado y en la Cámara de Representantes. Eso comprometería el plan del presidente para la segunda mitad de su mandato: un plan de infraestructuras que sea una fiesta para constructoras, bancos, fondos de inversión, y empresas concesionarias y de servicios y que, de paso, le permita pasarse el año electoral de 2020 inaugurando cosas grandes - embalses, autopistas aeropuertos -, que es algo que a Trump le encanta y, además, sabe explotar en términos de propaganda política. Pero, incluso sin que los republicanos controlen el Congreso, Trump podría sacar adelante una reforma de las infraestructuras con apoyos puntuales demócratas. A fin de cuentas, ¿qué político va a votar 'no' a una autopista? Si el escándalo de la 'trama rusa' lo permite. Trump puede serguir en su 38% hasta 2020... y más allá.

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