El tiempo de guerra en Ucrania/ Rafael Dávila Álvarez, General de División (R.), es autor del libro 'La guerra Civil en el Norte' (La Esfera de los Libros, 2021).
Al hablar del tiempo de guerra conviene dejar claro que en ese escenario no existe el concepto que establece un pasado, un presente y un futuro, sino que todo se mide hacia un único momento: la victoria. Como decía San Agustín los tiempos de la percepción humana son tres: presente de las cosas pasadas, presente de las cosas presentes y presente de las cosas futuras. Ese es el combate: ir conjugando el tiempo en presente. Ocurre, sin embargo, que cuando las campañas se prolongan sin ningún resultado, la victoria se muestra incierta, el ardor se extingue y la precipitación puede llevar al fracaso. En su concepto más amplio: el de una sociedad que se creía dueña e intérprete del tiempo y de la paz que administraba en dosis de desconfianza, hasta que alguien le recordó de repente viejos enfrentamientos. Y en este juego geopolítico -aunque económico por antonomasia-, también intervienen de manera decisoria las armas.
Dos meses de guerra ya. Y en este intenso y breve periodo de guerra, no hemos visto ninguna dimensión innovadora en el arte de la guerra, sino un burdo y cruel ataque a la libertad frente a la reacción del valor heroico, de la lucha del más débil contra el invasor, una epopeya más de la historia que se repite desde los tiempos más antiguos. La resistencia del pueblo ucraniano, con los nombres de Mariupol o Kiev como paradigmas, es la única victoria y ejemplo moral que esta guerra nos ofrece. El resto es barbarie que deja al Ejército ruso muy alejado de las leyes de la guerra cuyos pilares son el honor, el valor y la dignidad, algo que parece haber perdido.
Desde el punto de vista militar, en estos dos meses hemos comprobado que la doctrina de ataque rusa está anquilosada en un pasado sin variaciones doctrinales. Sus unidades están ancladas a los planteamientos tácticos de los escalones superiores, rígidos y con escasa o nula capacidad para la iniciativa de los mandos en el terreno. Además, su maniobra se lleva a cabo con fuerte desgaste de sus tropas, que son mermadas en el frente sin relevos ni cobertura de bajas, lo que las convierte en una maquinaria rígida, muy sólida, pero a la vez muy vulnerable ante obstáculos firmes en su progresión, tanto a los físicos como a los morales que proporciona la fuerza de un pueblo dispuesto a defenderse a toda costa y morir en el empeño. Ninguna unidad rusa en el frente dispone de la iniciativa que la guerra como arte requiere y entre sus mandos inferiores hay verdadero temor a salirse del estricto cumplimiento de las órdenes emanadas desde el escalón superior. Las pérdidas de hombres son contabilizadas como un fungible sin mayor valor y las unidades desgastadas desaparecen sin más. Su moral debe ser tenue y más aparente que real.
El ataque inicial del Ejército ruso para invadir Ucrania fue llevado a cabo, de acuerdo con los principios de su doctrina: la marcha hacia objetivos en profundidad para machacar las posiciones enemigas con su artillería y aviación para después ocuparlas con un mínimo esfuerzo. Estos dos meses confirman la maniobra imperturbable de Putin, consistente en amagar por el norte con fuerte presión sobre Kiev, utilizada como moneda de cambio, mientras el esfuerzo principal se desarrollaba por el sudeste en busca del domino de las orillas del Mar de Azov y del Mar Negro, embolsando a la vez a Lugansk y a Donetsk.
Es notorio que en su planeamiento nunca contó con la firme resistencia de Ucrania, dispuesta a defender su libertad a toda costa, y el apoyo decidido de los países miembros de la OTAN, que junto a las medidas económicas están jugando una baza muy importante en esta guerra con el suministro de armas y el cambio diametral en la facturación de energía procedente de Rusia.
El Ejército ruso carecía de medios para mantener el ritmo sostenido de las operaciones, una de las características esenciales de la pretendida batalla en profundidad. El frente abarcado se hacía imposible para dar continuidad al conjunto y coordinar sus acciones de norte a sur a lo largo de dos mil kilómetros de frontera. Su logística para poder apoyar a las unidades era insuficiente para mantener la operatividad, lo que ha sido uno de sus mayores quebraderos de cabeza.
Ahora Rusia cede -¿temporalmente?- su presión por el norte de Ucrania y da un respiro a Kiev. Ucrania resiste hasta donde puede, que no será mucho más allá de su épica postura, única arma decisoria con que cuenta ante su debilidad militar y que, aunque le da una fuerza titánica, es limitada en el tiempo.
Las orillas del mares Azov y Negro a cambio de la libertad de un pueblo no justifican una guerra. En este plazo de tiempo, en el que ya han muerto cerca de 2.500 civiles y un elevado e incierto número de soldados, dos aspectos parecen inalterables: la resistencia a toda costa del pueblo ucraniano, en primer lugar; pero junto a él, el mantenimiento de los objetivos marcados al Ejército ruso desde el pensamiento político que influye de manera estrepitosa en la marcha militar de los combates. Las cartas al fin están al descubierto.
Rusia adivina el futuro que le espera después de haber adoptado la iniciativa de emprender una guerra que nunca será aceptada por quienes aman la libertad, lo que le hace muy vulnerable. Una situación desesperada le puede conducir a introducir como arma definitiva el terror y llevar a sus dirigentes a una escalada fatal.
Por otro lado, Ucrania no resistirá mucho más. La fuerza moral de su resistencia requiere unos apoyos materiales de los que no dispone ni dispondrá en un plazo aceptable.
Ambas posturas podrían llevar a negociar un alto el fuego que permita pasar de los cañones a la palabra por muy distantes que sean las posturas iniciales. O se firma pronto una paz entre ambas partes, aun en fugaz equilibrio, o pueden abrirse nuevos frentes, nuevas perspectivas de guerra.
Sin embargo, no hay muchos motivos en este momento para confiar en un cercano alto el fuego y alguien debería decirnos a todos, alto y claro, el riesgo al que nos enfrentaremos en un futuro inmediato. Porque después de dos meses de guerra parece que ni siquiera la paz traerá la tranquilidad deseada. Se ha abierto un peligroso diálogo, el de las armas, y el resentimiento que conlleva una guerra en la que aún no se vislumbra el final, permanecerá durante mucho tiempo en los corazones de millones de personas, con el riesgo consiguiente de que nadie se decida a arrojar las armas.
El mundo ha cambiado en estos dos meses. Es ya otro, y nada hace pensar que sea para bien, ni se atisba cercano, tampoco, un panorama de paz y entendimiento mutuo.
Como decía San Agustín, sin duda los tiempos son: presente de las cosas pasadas, presente de las cosas presentes y presente de las cosas futuras. Que hoy, y con toda seguridad mañana, será la guerra. No hay medida de tiempo en la guerra más allá de la voluntad de vencer; y mientras exista esta, habrá lucha.
Pasa el tiempo, no la guerra. Y lo peor que nos podría ocurrir sería acostumbrarnos al horror y a la incertidumbre de los bombardeos, a vivir con la conciencia inalterable a lo que en Ucrania ocurre y está por ocurrir. Podría ser que todo se trasladase al lugar donde menos esperamos -en la guerra, el azar juega un papel determinante- incluso tan cerca que nos llegue el resplandor.
La estrategia y la táctica quedan desbordadas cuando el espíritu del conflicto se convierte en una lucha a muerte en la que no se respetan las reglas básicas de la guerra, cuando los generales son arrollados por la inmoralidad de sus tropas, de lo que ellos son únicos responsables.
Y una guerra en la que se ha roto el código del honor, donde ya no hay ética militar, puede acabar en cualquier cosa.
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