23 nov 2008

La historia y la izquierda

La historia y la izquierda /Norman Birnbaum, es profesor emérito del Centro de Leyes en la Universidad de Georgetown,
Publicado en EL PAÍS, el 14/03-/2005;
En el último medio siglo, la izquierda socialista de Europa occidental (a menudo, aliada con movimientos sociales cristianos) construyó unos Estados de bienestar aparentemente duraderos. En Estados Unidos, los demócratas (con la ayuda de algunos republicanos) hicieron lo mismo. Tanto en Europa como en Estados Unidos se dio a la ciudadanía un contenido social y económico. Ahora existe una contraofensiva que elimina de forma sistemática estas conquistas morales. ¿A qué se debe el continuo retroceso de la izquierda?
Durante dos siglos, la izquierda ha intentado hacer realidad tres clases de valores que se proclamaron en las revoluciones inglesa, americana y francesa.
Ante todo, la ciudadanía activa como condición previa de la democracia. La esfera pública debía convertirse en un experimento pedagógico continuo, en el que los ciudadanos aprenderían por sí mismos a dirigir la sociedad. Los conservadores aceptan a poblaciones pasivas que confíen en sus superiores; los demócratas radicales, no. Sin embargo, los partidos de masas que debían promover la democracia produjeron resultados ambiguos. Se burocratizaron y concentraron el poder en la cima. Los demagogos nacionalistas formaron partidos de masas que representaron la plasmación del fascismo. En el estalinismo, el partido se convirtió en una burla de sí mismo. Las democracias populares no pertenecían al pueblo.
El renacimiento de la democracia parlamentaria en Europa occidental tras la guerra se transformó rápidamente en un consenso rutinario. Los trabajadores tenían cada vez más acceso a un producto social en expansión. La posibilidad de más ocio permitió una cultura en la que el consumo adquirió más importancia que la ciudadanía.
El vacío político subsiguiente fue un pluralismo deformado y dominado gradualmente por el poder del capital organizado. La prensa y la televisión propagaban un mensaje embrutecedor: las cosas eran como eran, no podían ser de otra forma. Los partidos de la izquierda, con su electorado y sus miembros transformados, flotaban en el espacio histórico, alejados de sus propias tradiciones. En otro tiempo habían sido iglesias de salvación seculares; ahora se convirtieron en máquinas electorales. El New Deal de Franklin Roosevelt y la Gran Sociedad de Lyndon Johnson no eran más que recuerdos ceremoniales, y los demócratas estadounidenses sufrieron el mismo destino.
La izquierda valoraba la solidaridad, la igualdad de oportunidades en la vida. Los cristianos sociales, también, y la expresión nacionalsocialismo era significativa: la solidaridad era compatible con las distintas variedades de autoritarismo. Sin embargo, la izquierda no sólo buscaba la redistribución; pretendía el autogobierno en la economía. Pero ese ideal quedó abandonado a cambio del control de la economía nacional por parte del Estado. Durante gran parte del periodo de posguerra, los socialistas europeos y los demócratas estadounidenses utilizaron sus Estados para regular el mercado y el trabajo, invertir en bienes públicos y redistribuir la renta nacional.
Este triunfo de posguerra se ha convertido en una actitud defensiva y derrotista, mientras los Estados luchan, en la nueva economía internacional, con fuerzas que desbordan su control. La movilidad del capital ha provocado la desindustrialización en las democracias industriales. El empleo en los sectores técnico y de servicios es inseguro, y ahora se ve amenazado por la mano de obra barata en el resto del mundo. No existen instituciones internacionales capaces de proteger el empleo y las normas laborales en las viejas economías industriales y, al mismo tiempo, aumentar las rentas y la protección social en las economías emergentes. En las economías asentadas, el envejecimiento de la población ha creado tensiones en los sistemas de seguridad social. El conflicto generacional no ha sustituido al conflicto de clases, pero quienes están empeñados en liquidar el Estado de bienestar occidental explotan esas tensiones para propagar un nuevo darwinismo social.
En Europa, la inmigración aporta jóvenes trabajadores procedentes de África y Asia (y el este de Europa), pero su incorporación a los bloques políticos que defienden la igualdad económica es extremadamente difícil por los conflictos culturales. Ha sido más sencillo en Estados Unidos, donde el conflicto racial tiene un efecto divisivo equivalente al de la xenofobia en Europa. La movilidad mundial del capital, los cambios demográficos que afectan a los sistemas de seguridad social y la inmigración, combinados, han dejado a los partidos socialistas europeos en una actitud reactiva, cuando no pasiva y sin habla. Los demócratas estadounidenses, en cambio, están fuertemente divididos; algunos proponen que se olvide el hecho de que alguna vez fueron defensores del Estado de bienestar.
Las dificultades de la izquierda para abordar la nueva economía son aún mayores por lo contradictorio de su legado filosófico, la idea ilustrada de la autonomía y la soberanía humana. Marx pensaba que el socialismo permitiría a la humanidad supeditar el terreno de la necesidad al de la libertad, que, según él, estaba en continua creación.
Ha habido varias formas elementales de emancipación. Las mujeres tienen más igualdad legal y social, los niños están protegidos y los trabajadores tienen la ciudadanía. El liberalismo es tan responsable de estos cambios como el socialismo.
Viene a la mente otra observación de Marx, en la que venía a decir que, después de que los súbditos pasaran a ser ciudadanos, todavía tenían que llegar a seres humanos.
Es posible que los partidos socialdemócratas movilicen a votantes con una mentalidad más moral; las pruebas no son concluyentes. Pero, independientemente de los objetivos que busquen en la actualidad los partidos de la izquierda, entre sus proyectos electorales no está una transformación radical de la naturaleza humana.
Desde el punto de vista filosófico, la izquierda ha adoptado los poderes liberadores de la ciencia y la tecnología. En nuestro mundo, éstos son a menudo independientes del propósito moral, instrumentos para lograr el máximo poder y el máximo provecho. Los Verdes han criticado, con razón, la aceptación por parte de los socialdemócratas, muchas veces sin reparos de ningún tipo, de que la naturaleza está a nuestra disposición y la producción puede aumentar de manera infinita. Los socialdemócratas, en teoría, están de acuerdo con ellos, pero en la práctica se han mostrado muy lentos a la hora de elaborar ideas sobre pautas de consumo alternativas.
Respecto a la inauguración de una era de paz entre las naciones, el final de la violencia en las relaciones internacionales, se trata de algo muy incompleto. Desde luego, la Unión Europea es muestra de la decisión de los países europeos de acabar con sus guerras fratricidas, pero no fue obra exclusiva de los socialdemócratas. En Estados Unidos, el partido de la reforma social está integrado en el Estado de la guerra y el bienestar. La reciente oposición de los socialdemócratas europeos (con la excepción de los laboristas británicos) y algunos demócratas estadounidenses al unilateralismo de EE UU ha ido acompañada de un proyecto alternativo (fortalecimiento de Naciones Unidas, ayuda internacional al desarrollo, interés por transiciones democráticas sustanciales, y no formales, en los Estados autoritarios). Este contraproyecto no está relacionado con la política nacional de las fuerzas reformistas.
Fundamentalmente, la idea de la izquierda sobre una progresión inevitable hacia un mundo racional y laico es ahistórica. No hay más que ver la coexistencia de la literalidad bíblica y el racionalismo tecnológico en Estados Unidos. La izquierda podría desarrollar alianzas estratégicas con las corrientes críticas y actuales en las religiones mundiales, que son depósitos de recuerdos de luchas pasadas y esperanzas para el futuro. Además, el internacionalismo de la izquierda debería obligarle a revisar su hipótesis implícita de que la división actual entre países pobres y países ricos va a ir desapareciendo poco a poco. Esta división es una incitación continua a la violencia, pese a que, en estos momentos, la violencia procede de Estados Unidos. La globalización, que causa la inmigración hacia las sociedades más ricas y el empobrecimiento dentro de ellas, ha suscitado reacciones autoritarias y racistas en la clase obrera de Occidente. Esto representa una seria crítica del fracaso pedagógico de la izquierda en este último medio siglo de centrarse en la redistribución, que ya no puede garantizar.
Por último, los viejos partidos de la izquierda y los sindicatos tienen que dialogar con los grupos vinculados al Foro Social. Su oposición a la homogeneización cultural, la destrucción ambiental, la explotación, el empobrecimiento y la tiranía podrían ayudar a renovar la propia izquierda, que, como ocurre desde 1641, se enfrenta a un futuro incierto. Su renovación no es una certeza, sino una posibilidad.
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¿Dónde está la idea de la izquierda?/Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París.
Traducción: José María Puig de la Bellacasa
Publicado en LA VANGUARDIA, 20/11/06;
La reciente victoria electoral de los demócratas en Estados Unidos constituye un acontecimiento importante: el presidente George W. Bush debe contar en lo sucesivo con una Cámara de Representantes y un Senado de izquierdas. Tras los triunfos de Lula en Brasil y de Ortega en Nicaragua, es una invitación a reflexionar sobre la idea de la izquierda en la actualidad.
En primer lugar, esta idea se halla asociada históricamente a la existencia de una democracia parlamentaria y, en consecuencia, al principio de la representación política. La izquierda encarna los valores de la igualdad, la justicia social, la atención a las aspiraciones del pueblo y la solidaridad en contraposición a las actitudes de la derecha, que acentúa y da preferencia a los valores del orden, la seguridad, la libertad empresarial, el mercado y la eficiencia económica. En la historia de las democracias occidentales, dos fuerzas principales han modelado la idea de la izquierda: por una parte, los partidos comunistas; por otra, los partidos de inspiración socialdemócrata, incluidas las versiones singulares como el Partido Laborista británico.
Ahora bien, ¿dónde nos encontramos en la actualidad? El comunismo se halla desacreditado en todo el mundo debido al punto en el que acabó: la instauración de regímenes totalitarios, de los que subsisten aún versiones aterradoras o surreales en Corea del Norte, Vietnam o China, en estos últimos casos inclinadas por ejemplo al socialismo de mercado.No obstante, hay que levantar acta de su debilitamiento en razón del declive histórico del movimiento obrero, en cuyo nombre siempre ha afirmado proceder. En cuanto a la socialdemocracia, sin que se vea condenada al fracaso, retrocede. En Alemania perdió el poder hace unos meses y hubo de avenirse a formar coalición con la derecha, liderada por Angela Merkel. En Suecia acaba también de perder las elecciones. En el Reino Unido, el laborismo de la tercera vía tan cara a Tony Blair ha cuajado en una política centrista en bastante mayor medida que de izquierda; por otra parte, el hecho de haberse sumado a la aventura estadounidense en Iraq sigue siendo de difícil explicación a ojos de quienquiera que desee referirse a los valores de la izquierda. De las dos formulaciones principales de la idea de la izquierda, una de ellas debe ser abandonada, en tanto que la otra exige una seria puesta al día si pretende ser creíble.
Y, sin embargo, la izquierda parece constituir una opción floreciente. En Latinoamérica, Hugo Chávez marca el ritmo y el tono con políticas populistas muy antinorteamericanas. La idea de la izquierda, en este caso, puede convertirse en un populismo radical, demagógico y eficaz mientras el precio del petróleo se mantenga en los niveles actuales y persista el clientelismo. Por esta vía, se aleja de la misma idea de representación política; se trata más bien - en el caso del máximo mandatario- de encarnar un liderazgo de tinte carismático, portador de un supuesto vínculo directo con el pueblo y que no abriga excesivo interés por las instancias de mediación política representadas por instituciones y partidos. La Bolivia de Evo Morales presenta rasgos un tanto distintos, en la medida en que el líder, en este caso, representa a las poblaciones indias hasta ahora apartadas del poder. La fórmula, no obstante, no difiere excesivamente de la de Venezuela. El nicaragüense Daniel Ortega constituye una variante de este modelo, pues su discurso, asimismo populista, ya no es el discurso propio del marxismo revolucionario de los años 70 u 80 y adopta ahora tintes religiosos. En cuanto a Lula, no puede decirse que represente una variante del modelo encarnado por Chávez; su reelección - on unos resultados impresionantes en la segunda vuelta- constituye el marchamo de una política social - ayuda a los pobres a gran escala- y de un esfuerzo destinado a conjugar esta orientación con una política económica abierta a la globalización y el rigor. Conviene observar, en este caso y para no llamarse a engaño, que media una distancia indudable respecto de la fórmula socialdemócrata, ya que el éxito de Lula ha sido de orden personal y no se trata de un éxito de su partido, cuyo nivel de corrupción y deficiencias alcanzaron un volumen considerable durante su primer mandato. Michelle Bachelet, en Chile, trata de prolongar la política de su predecesor conjugando una eficacia económica y una cierta apertura a las aspiraciones populares, aun cuando tal apertura dista, también en este caso, de algún tipo de socialdemocracia. Demos fin a este examen general de la situación -ciertamente incompleto y superficial pero creemos que ilustrativo- considerando el caso de Estados Unidos. La victoria de los demócratas adoptará tal vez en el futuro la forma de un retorno a las políticas de izquierda, pero, por ahora, da fe fundamentalmente del hastío e inquietud de los ciudadanos estadounidenses, que ven cada vez con mayor dificultad cómo George W. Bush pueda salir del atolladero iraquí.
En realidad, la propia idea de la izquierda no sale potenciada de este examen. O bien es edulcorada de forma que se convierte en una especie de amalgama de proyectos de modernización y apertura económica unidos a (limitados) esfuerzos de justicia social muy alejada de los modelos socialdemócratas del pasado (cuando no constituye una simple sanción política de un poder político desacreditado), o bien se radicaliza y reviste un tono populista y demagógico de rasgos antinorteamericanos o si se prefiere antiimperialistas en numerosos países del planeta, aunque sin la capacidad de movilización permanente ni los proyectos y utopías que dieron vida al espíritu del comunismo en su época de esplendor. La idea de la izquierda, en suma, parece haber estallado hecha añicos en dos direcciones a partir de dos ingredientes principales desde hace ya treinta o cuarenta años: a la izquierda de la izquierda, el radicalismo, el autoritarismo o el populismo asociados llegado el caso a pulsiones nacionalistas y soberanistas; a la derecha de la izquierda, tendencias orientadas a garantizar un crecimiento económico compatible con el mercado y la globalización neoliberal.
¿Es menester detenerse en este punto, que tal vez a algunos podrá parecerles desolador? De hecho, cabe formular aquí la hipótesis de la posibilidad de una reinvención de una idea de la izquierda susceptible de evitar los derroteros que acabo de evocar en estas líneas. E incluso es posible localizarla en el mapa: Europa occidental, donde el comunismo se fue a pique pero donde cabe todavía infundir nueva vida y sentido a una socialdemocracia renovada. Tal opción ya no puede apelar con tanto énfasis como en el pasado al sindicalismo, aunque quedan buenas reliquias en el Reino Unido, Italia o Alemania. No obstante, a los partidos políticos deseosos de realizar su puesta al día se les presentan numerosas oportunidades si toman aliento e inspiración, por ejemplo, en las dinámicas culturales y no sólo sociales, si promueven la reforma de las instituciones de manera que no implique necesariamente un desinterés por la instancia y realidad del Estado y si fomentan de manera renovada la plena legitimidad de la acción política, demasiado acusada en nuestros días de verse mezclada en los lodos de la corrupción y la incompetencia.

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