¿Pactar con el narco?/ Ricardo Raphael
El Universal, 27 de julio de 2009
Cada día son más las conversaciones informales donde escucho decir que el presidente Felipe Calderón debería pactar con los narcotraficantes. La cantaleta se repite en voz baja, de mesa en mesa, una y otra vez. Quien lo propone suele tartamudear al principio, mientras explora si topa con un interlocutor afín a sus reflexiones.
A la más mínima coincidencia, la voz del proponente del pacto sube de volumen y es entonces cuando suele lanzar el siguiente argumento: “Siempre ha habido narcotraficantes en México y sin embargo antes aquí se vivía con tranquilidad”. El idílico pasado donde supuestamente los gobernantes mexicanos pactaban con las cabezas de la mafia es usado como el más contundente argumento para dejar la guerra atrás y encontrarle una solución negociada a la crisis de inseguridad.
Sospecho que no son pocos los mexicanos que han sido contagiados ya por esta lógica. El sentido común alerta que mientras la guerra del gobierno en contra del crimen organizado continúe, la violencia experimentada por los mexicanos tenderá a escalar por un buen rato.
He de confesar que el malestar producido en mí por esta argumentación no se debe, como un conocido me recriminara en fechas recientes, a un principismo moral que me impide ver los hechos tal cual son. Tampoco de un terco rechazo al pretendido sentido común de la propuesta, aunque definitivamente el pacto con las mafias me parezca un inmenso sentido contrario.
La convicción mía en contra de esta apuesta viene de otra parte: creo materialmente imposible regresar en el tiempo para reencontrarnos con ese pasado donde policías y ladrones acordaban los términos de su pacífica convivencia y, simultáneamente, la tranquilidad —real o simulada— en la que vivíamos los ciudadanos.
No descarto que hubo una época larga en el país, cuando unos señores muy poderosos aprovechaban sus cargos en el gobierno para arbitrar los conflictos entre las diferentes organizaciones criminales. Gracias a sus buenos oficios, esos mismos sujetos acumularon fortunas incalculables. Un ejemplo temprano de este tipo de funcionario —profesional del pacto con lo ilegal— fue Abelardo L. Rodríguez, gobernador de Baja California y también presidente de la República Mexicana entre 1932 y 1934.
La biografía de este individuo es abundante en episodios relacionados con la protección a los más destacados representantes del hampa estadounidense —Al Capone incluido— a cambio de participar como socio de casinos, garitas, burdeles y centros de apuesta en la frontera con California. Los años 20 y 30 fueron un paraíso de impunidad para los dueños de estos lugares de recreo y diversión, y también para los políticos mexicanos que los auspiciaron.
Con el dinero que Rodríguez se procuró por esa vía en Tijuana y Mexicali, pudo luego financiar, entre otras actividades, la campaña militar que Plutarco Elías Calles enfrentó contra Adolfo de la Huerta y también hizo una importante aportación monetaria para la segunda campaña presidencial de Álvaro Obregón. Llegó tan lejos su éxito que Calles lo premiaría con la jefatura del Estado mexicano por un par de años.
Fueron varias las centenas de políticos mexicanos que quisieron luego copiar este modelo de negocios para asegurar su sobrevivencia en el poder. Las malas lenguas acusan, por ejemplo, al Negro, Arturo Durazo, de haber sido uno de los últimos funcionarios públicos que, tras su cargo, escondía un papel protagónico entre los mandos de la mafia capitalina.
La crisis económica del país en los años 80 y 90 transformó dramáticamente esa relación entre gobernantes y criminales. Debido a la debilidad de las instituciones públicas —producto de la precariedad financiera— las jerarquías se invirtieron: los políticos dejaron de ser los empleadores y los criminales dejaron de ser sus empleados. Fue entonces cuando los líderes de los principales cárteles comenzaron a contratar a funcionarios públicos de alto nivel como piezas subordinadas de su gran emporio.
Gracias al nuevo arreglo, los mafiosos pudieron salir de debajo de las alcantarillas para pasearse libremente por las calles y caminos del país. Poco después, esa misma libertad la utilizaron para matarse entre ellos, a plena luz del día y teniendo a la ciudadanía como testigo.
Este contexto obligó al Estado mexicano a combatir de frente a las mafias. Un asunto relacionado directamente con la sobrevivencia del resto de nosotros, ya que no hay manera de resucitar a Abelardo L. Rodríguez, o al Negro Durazo para que acuerden los términos de una idílica convivencia con los criminales.
Sin ingenuidad: del mismo modo como ha ocurrido con tantos otros políticos y funcionarios, cualquiera que hoy quisiera prestarse al juego de la negociación con la mafia terminaría como un miserable subordinado más de esa monumental empresa. Por fortuna, el México del siglo XX ya no cabe de vuelta entre nosotros.
Analista político
El Universal, 27 de julio de 2009
Cada día son más las conversaciones informales donde escucho decir que el presidente Felipe Calderón debería pactar con los narcotraficantes. La cantaleta se repite en voz baja, de mesa en mesa, una y otra vez. Quien lo propone suele tartamudear al principio, mientras explora si topa con un interlocutor afín a sus reflexiones.
A la más mínima coincidencia, la voz del proponente del pacto sube de volumen y es entonces cuando suele lanzar el siguiente argumento: “Siempre ha habido narcotraficantes en México y sin embargo antes aquí se vivía con tranquilidad”. El idílico pasado donde supuestamente los gobernantes mexicanos pactaban con las cabezas de la mafia es usado como el más contundente argumento para dejar la guerra atrás y encontrarle una solución negociada a la crisis de inseguridad.
Sospecho que no son pocos los mexicanos que han sido contagiados ya por esta lógica. El sentido común alerta que mientras la guerra del gobierno en contra del crimen organizado continúe, la violencia experimentada por los mexicanos tenderá a escalar por un buen rato.
He de confesar que el malestar producido en mí por esta argumentación no se debe, como un conocido me recriminara en fechas recientes, a un principismo moral que me impide ver los hechos tal cual son. Tampoco de un terco rechazo al pretendido sentido común de la propuesta, aunque definitivamente el pacto con las mafias me parezca un inmenso sentido contrario.
La convicción mía en contra de esta apuesta viene de otra parte: creo materialmente imposible regresar en el tiempo para reencontrarnos con ese pasado donde policías y ladrones acordaban los términos de su pacífica convivencia y, simultáneamente, la tranquilidad —real o simulada— en la que vivíamos los ciudadanos.
No descarto que hubo una época larga en el país, cuando unos señores muy poderosos aprovechaban sus cargos en el gobierno para arbitrar los conflictos entre las diferentes organizaciones criminales. Gracias a sus buenos oficios, esos mismos sujetos acumularon fortunas incalculables. Un ejemplo temprano de este tipo de funcionario —profesional del pacto con lo ilegal— fue Abelardo L. Rodríguez, gobernador de Baja California y también presidente de la República Mexicana entre 1932 y 1934.
La biografía de este individuo es abundante en episodios relacionados con la protección a los más destacados representantes del hampa estadounidense —Al Capone incluido— a cambio de participar como socio de casinos, garitas, burdeles y centros de apuesta en la frontera con California. Los años 20 y 30 fueron un paraíso de impunidad para los dueños de estos lugares de recreo y diversión, y también para los políticos mexicanos que los auspiciaron.
Con el dinero que Rodríguez se procuró por esa vía en Tijuana y Mexicali, pudo luego financiar, entre otras actividades, la campaña militar que Plutarco Elías Calles enfrentó contra Adolfo de la Huerta y también hizo una importante aportación monetaria para la segunda campaña presidencial de Álvaro Obregón. Llegó tan lejos su éxito que Calles lo premiaría con la jefatura del Estado mexicano por un par de años.
Fueron varias las centenas de políticos mexicanos que quisieron luego copiar este modelo de negocios para asegurar su sobrevivencia en el poder. Las malas lenguas acusan, por ejemplo, al Negro, Arturo Durazo, de haber sido uno de los últimos funcionarios públicos que, tras su cargo, escondía un papel protagónico entre los mandos de la mafia capitalina.
La crisis económica del país en los años 80 y 90 transformó dramáticamente esa relación entre gobernantes y criminales. Debido a la debilidad de las instituciones públicas —producto de la precariedad financiera— las jerarquías se invirtieron: los políticos dejaron de ser los empleadores y los criminales dejaron de ser sus empleados. Fue entonces cuando los líderes de los principales cárteles comenzaron a contratar a funcionarios públicos de alto nivel como piezas subordinadas de su gran emporio.
Gracias al nuevo arreglo, los mafiosos pudieron salir de debajo de las alcantarillas para pasearse libremente por las calles y caminos del país. Poco después, esa misma libertad la utilizaron para matarse entre ellos, a plena luz del día y teniendo a la ciudadanía como testigo.
Este contexto obligó al Estado mexicano a combatir de frente a las mafias. Un asunto relacionado directamente con la sobrevivencia del resto de nosotros, ya que no hay manera de resucitar a Abelardo L. Rodríguez, o al Negro Durazo para que acuerden los términos de una idílica convivencia con los criminales.
Sin ingenuidad: del mismo modo como ha ocurrido con tantos otros políticos y funcionarios, cualquiera que hoy quisiera prestarse al juego de la negociación con la mafia terminaría como un miserable subordinado más de esa monumental empresa. Por fortuna, el México del siglo XX ya no cabe de vuelta entre nosotros.
Analista político
No hay comentarios.:
Publicar un comentario