El regreso de Elías Canetti/Tomás Eloy Martínez, escritor y periodista argentino, autor El vuelo de la Reina (Premio Alfaguara de Novela)Acaba de recibir el Premio Ortega y Gasset de Periodismo.
Publicado en EL PAÍS, 27/09/09):
Pocos autores dejan una impresión de genio tan inmediata como Elías Canetti, nacido en Bulgaria, en 1905. Apenas el lector se aventura en las primeras páginas de sus libros, se siente iluminado por una sabiduría más antigua que el tiempo.
Fue en su ensayo sobre la supervivencia y el poder donde por primera vez leí una reflexión clara (y extrañamente original) sobre la sensación de superioridad y de alivio que sienten los que están de pie ante alguien que ha muerto. Escrito así parece una simpleza, pero cuando Canetti lo enuncia, se advierte qué poca atención ponemos los seres humanos en el significado profundo de gestos y movimientos que se repiten todos los días.
Fue también Canetti quien explicó mejor que nadie por qué, para sentirse “el centro de todo”, el escritor checo Franz Kafka se refugiaba en la pequeñez, en el silencio, en la liviandad. Cuando estudia los diarios y en la correspondencia de Kafka, Canetti lo revela como un escritor nuevo, recién descubierto. Lo sorprendente es que lo consigue empleando muy pocas palabras.
Hacía más de 20 años que sus libros faltaban en las librerías de la América hispana hasta que a fines de agosto reaparecieron en ediciones lujosas y caras, inaccesibles en estas épocas de crisis.
Su primer editor en español fue el empeñoso Mario Muchnik, de Buenos Aires, quien publicó seis o siete de sus obras mayores. Muchnik tuvo la audacia de salir al paso de Canetti en el Grand Hotel de Estocolmo la misma tarde de 1981 en la que iba a recibir el Premio Nobel que le concedieron con toda justicia. Lo tomó del brazo y se quedó un rato conversando con él. Canetti no concedía entrevistas pero no podía negarse al diálogo con uno de sus editores. Muchnik publicó los detalles de esa conversación en su autobiografía de 1999.
Los candidatos al Nobel de 1981 eran Canetti, el argentino Jorge Luis Borges y el colombiano Gabriel García Márquez, quien lo recibiría al año siguiente. García Márquez ha sido siempre muy discreto y ha evitado pronunciarse sobre el hecho de que Borges fuera un postergado perpetuo. Ha citado, sí, que algunos académicos de Estocolmo valoraban mucho más sus poemas que sus ficciones.
Según Muchnik, algo parecido dijo Canetti aquella víspera de gloria: “Yo no le daría el premio a Borges. Y no por razones políticas, que no son pocas, incluso la medalla que recibió de manos de ese tal Pinochet. No se lo concedería porque su literatura es trivial, bien escrita pero superficial como el ajedrez”.
Canetti era un genio y, como ha escrito Susan Sontag, “era también parcial e injusto con los pueblos sin historia”. Por eso entendía tan mal a Borges quien, como provenía de un pueblo sin historia, sentía la necesidad de crearle una.
Todo lo que a Canetti le pasó en su larga vida parece desmesurado. Oriundo de Rustschuk, un pueblo búlgaro del bajo Danubio, vivió mudándose desde los cinco años. En 1911 lo llevaron a Manchester; en 1913, tras la muerte del padre, a Viena; entre 1916 y 1920 anduvo entre Zurich y Lausana; de 1921 a 1922, acudió a la escuela en Francfort; en 1924, a Viena; a finales de los años 20 visitó Berlín; luego regresó a Viena, se detuvo en París, y por fin, en 1938, se asentó definitivamente en Londres, de donde raras veces se movió hasta su muerte en Zurich, en 1994, a los 89 años de edad.
A diferencia de casi todos los hombres, que disponen de una sola lengua para el amor, para los recuerdos y la desdicha, Canetti tuvo por lo menos cuatro lenguas de infancia: el ladino, “mi lengua de la cocina”, como él decía; el búlgaro; el alemán, que sus padres le prohibieron hablar y leer hasta los siete años; y el inglés de sus primeras lecturas.
Podría haber escrito en cualquiera de esos idiomas, pero decidió hacerlo en alemán como una afirmación de su ser judío.
Canetti seduce con palabras, porque el lector adivina en él, más allá de su humildad auténtica, una rara capacidad para entenderlo todo. Parece estar regresando de las culturas más remotas, de los sentimientos más primarios, de las experiencias más revolucionarias: como si fuera el sobreviviente de un lugar en el que han sucedido ya todas las cosas.
Empezó a escribir su primera novela, Auto de fe, en abril de 1927, cuando aún estudiaba Química y vivía en una habitación vienesa cuyas ventanas daban al zoológico y al asilo de locos Steinhof.
La obra de su vida es el monumental ensayo Masa y poder (1960), de lectura imprescindible para quienes quieren entender el populismo, la demagogia y el desprecio que los hombres de poder sienten por las masas a las que manipulan.
Cada vez que el autor se acerca a cualquier versión de la masa (el trigo, el bosque, el fuego, la lluvia), pone simultáneamente en movimiento las disciplinas más dispares; de la antropología salta con naturalidad a la historia de las religiones, de allí a la poesía y a la anatomía patológica, alcanzando en cada caso el milagro (¿cómo llamarlo de otro modo?) de transfigurar esa inmensidad en una criatura viva, pequeña, verificable, con la cual el lector puede identificarse fácilmente.
La historia, abrazada por el lenguaje de Canetti, acaba siendo como la última plegaria de una tribu de sobrevivientes, la letanía de un loco que se cree invulnerable. Y que quizás es invulnerable.
Pese a la imponencia de Masa y poder, cuyas 500 páginas nunca citan a Marx e incluyen sólo una mínima referencia a Freud (una nota casual a pie de página), el texto más revelador sobre Elias Canetti es, sin duda La lengua salvada (1977), primer volumen de su autobiografía, que deja en el lector la sensación de que el lenguaje ha sido agotado, vaciado de sus mejores sustancias y que ya no es posible decir nada con esas mismas palabras.
Son inolvidables la fascinación que el narrador siente por las mejillas coloradas de una aldeana, el terrible grito de la madre en el jardín cuando el padre muere, la mansa aceptación del sexo como un tabú… y el descubrimiento, en Zurich, de que el prejuicio antijudío ya no se apartará de su vida.
Cuando recibió la noticia del Premio Nobel, estaba en la casa de sus suegros bávaros, almorzando. A su esposa Hera se le resbaló el cucharón con el que servía la sopa y salpicó el mantel. Canetti masticaba un trozo de pan y, por el asombro, dejó caer el bocado al plato.
Al advertir que la vida familiar no volvería ya nunca a ser la misma, sintió que el Nobel lo empobrecía, lo esclavizaba. Los dioses lo habían señalado con su dedo de luz, y ser un elegido lo atormentaba.
Enfrentó la adversidad de la gloria recluyéndose en su casa de Londres, de la que no salió hasta que viajó a Zurich para morir.
Pocos autores dejan una impresión de genio tan inmediata como Elías Canetti, nacido en Bulgaria, en 1905. Apenas el lector se aventura en las primeras páginas de sus libros, se siente iluminado por una sabiduría más antigua que el tiempo.
Fue en su ensayo sobre la supervivencia y el poder donde por primera vez leí una reflexión clara (y extrañamente original) sobre la sensación de superioridad y de alivio que sienten los que están de pie ante alguien que ha muerto. Escrito así parece una simpleza, pero cuando Canetti lo enuncia, se advierte qué poca atención ponemos los seres humanos en el significado profundo de gestos y movimientos que se repiten todos los días.
Fue también Canetti quien explicó mejor que nadie por qué, para sentirse “el centro de todo”, el escritor checo Franz Kafka se refugiaba en la pequeñez, en el silencio, en la liviandad. Cuando estudia los diarios y en la correspondencia de Kafka, Canetti lo revela como un escritor nuevo, recién descubierto. Lo sorprendente es que lo consigue empleando muy pocas palabras.
Hacía más de 20 años que sus libros faltaban en las librerías de la América hispana hasta que a fines de agosto reaparecieron en ediciones lujosas y caras, inaccesibles en estas épocas de crisis.
Su primer editor en español fue el empeñoso Mario Muchnik, de Buenos Aires, quien publicó seis o siete de sus obras mayores. Muchnik tuvo la audacia de salir al paso de Canetti en el Grand Hotel de Estocolmo la misma tarde de 1981 en la que iba a recibir el Premio Nobel que le concedieron con toda justicia. Lo tomó del brazo y se quedó un rato conversando con él. Canetti no concedía entrevistas pero no podía negarse al diálogo con uno de sus editores. Muchnik publicó los detalles de esa conversación en su autobiografía de 1999.
Los candidatos al Nobel de 1981 eran Canetti, el argentino Jorge Luis Borges y el colombiano Gabriel García Márquez, quien lo recibiría al año siguiente. García Márquez ha sido siempre muy discreto y ha evitado pronunciarse sobre el hecho de que Borges fuera un postergado perpetuo. Ha citado, sí, que algunos académicos de Estocolmo valoraban mucho más sus poemas que sus ficciones.
Según Muchnik, algo parecido dijo Canetti aquella víspera de gloria: “Yo no le daría el premio a Borges. Y no por razones políticas, que no son pocas, incluso la medalla que recibió de manos de ese tal Pinochet. No se lo concedería porque su literatura es trivial, bien escrita pero superficial como el ajedrez”.
Canetti era un genio y, como ha escrito Susan Sontag, “era también parcial e injusto con los pueblos sin historia”. Por eso entendía tan mal a Borges quien, como provenía de un pueblo sin historia, sentía la necesidad de crearle una.
Todo lo que a Canetti le pasó en su larga vida parece desmesurado. Oriundo de Rustschuk, un pueblo búlgaro del bajo Danubio, vivió mudándose desde los cinco años. En 1911 lo llevaron a Manchester; en 1913, tras la muerte del padre, a Viena; entre 1916 y 1920 anduvo entre Zurich y Lausana; de 1921 a 1922, acudió a la escuela en Francfort; en 1924, a Viena; a finales de los años 20 visitó Berlín; luego regresó a Viena, se detuvo en París, y por fin, en 1938, se asentó definitivamente en Londres, de donde raras veces se movió hasta su muerte en Zurich, en 1994, a los 89 años de edad.
A diferencia de casi todos los hombres, que disponen de una sola lengua para el amor, para los recuerdos y la desdicha, Canetti tuvo por lo menos cuatro lenguas de infancia: el ladino, “mi lengua de la cocina”, como él decía; el búlgaro; el alemán, que sus padres le prohibieron hablar y leer hasta los siete años; y el inglés de sus primeras lecturas.
Podría haber escrito en cualquiera de esos idiomas, pero decidió hacerlo en alemán como una afirmación de su ser judío.
Canetti seduce con palabras, porque el lector adivina en él, más allá de su humildad auténtica, una rara capacidad para entenderlo todo. Parece estar regresando de las culturas más remotas, de los sentimientos más primarios, de las experiencias más revolucionarias: como si fuera el sobreviviente de un lugar en el que han sucedido ya todas las cosas.
Empezó a escribir su primera novela, Auto de fe, en abril de 1927, cuando aún estudiaba Química y vivía en una habitación vienesa cuyas ventanas daban al zoológico y al asilo de locos Steinhof.
La obra de su vida es el monumental ensayo Masa y poder (1960), de lectura imprescindible para quienes quieren entender el populismo, la demagogia y el desprecio que los hombres de poder sienten por las masas a las que manipulan.
Cada vez que el autor se acerca a cualquier versión de la masa (el trigo, el bosque, el fuego, la lluvia), pone simultáneamente en movimiento las disciplinas más dispares; de la antropología salta con naturalidad a la historia de las religiones, de allí a la poesía y a la anatomía patológica, alcanzando en cada caso el milagro (¿cómo llamarlo de otro modo?) de transfigurar esa inmensidad en una criatura viva, pequeña, verificable, con la cual el lector puede identificarse fácilmente.
La historia, abrazada por el lenguaje de Canetti, acaba siendo como la última plegaria de una tribu de sobrevivientes, la letanía de un loco que se cree invulnerable. Y que quizás es invulnerable.
Pese a la imponencia de Masa y poder, cuyas 500 páginas nunca citan a Marx e incluyen sólo una mínima referencia a Freud (una nota casual a pie de página), el texto más revelador sobre Elias Canetti es, sin duda La lengua salvada (1977), primer volumen de su autobiografía, que deja en el lector la sensación de que el lenguaje ha sido agotado, vaciado de sus mejores sustancias y que ya no es posible decir nada con esas mismas palabras.
Son inolvidables la fascinación que el narrador siente por las mejillas coloradas de una aldeana, el terrible grito de la madre en el jardín cuando el padre muere, la mansa aceptación del sexo como un tabú… y el descubrimiento, en Zurich, de que el prejuicio antijudío ya no se apartará de su vida.
Cuando recibió la noticia del Premio Nobel, estaba en la casa de sus suegros bávaros, almorzando. A su esposa Hera se le resbaló el cucharón con el que servía la sopa y salpicó el mantel. Canetti masticaba un trozo de pan y, por el asombro, dejó caer el bocado al plato.
Al advertir que la vida familiar no volvería ya nunca a ser la misma, sintió que el Nobel lo empobrecía, lo esclavizaba. Los dioses lo habían señalado con su dedo de luz, y ser un elegido lo atormentaba.
Enfrentó la adversidad de la gloria recluyéndose en su casa de Londres, de la que no salió hasta que viajó a Zurich para morir.
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