Cuando Miguel Ángel se fue...
Vicente Leñero
Revista Proceso # 1825, 23 de octubre de 2011;
Revista Proceso # 1825, 23 de octubre de 2011;
En el texto que se reproduce a continuación, escrito en julio de 2008, Vicente Leñero recuerda, inevitable el tono nostálgico, los orígenes de su amistad con Miguel Ángel Granados Chapa. También rememora el papel que desempeñó como auténtico capitán de batalla cuando Julio Scherer García fue prácticamente expulsado de Excélsior, y sus aportaciones a la fundación de Proceso. En particular, Leñero evoca los momentos en que Granados Chapa decidió abandonar el semanario del que era director gerente…
Conocí personalmente a Miguel Ángel Granados Chapa al comenzar los años setenta. Trabajaba yo en la revista Claudia de Editorial Mex-Abril –una empresa de Novedades asociada con Abril de Argentina y Brasil– y quien ya era entonces encargado de la subdirección editorial de Excélsior fue a proponerme, a nombre de Julio Scherer García, la dirección de Revista de Revistas. La cooperativa del periódico había decidido una renovación más del antiquísimo semanario que precedió en el tiempo a la fundación de Excélsior, y pensaron en mí como un posible responsable de hacer de R de R una publicación más moderna, más versátil, más atenta a las realidades del país.
Nunca supe –lo ignoro aún– si la idea de jalarme para Excélsior fue de Julio o de Miguel Ángel. Para el caso es lo mismo.
Dudé. Me dio miedo. El compromiso se me antojaba enorme.
Parco como siempre, Miguel Ángel no intentó convencerme con un discurso ditirámbico. Se limitó a describir esa decisión de renovar Revista de Revistas y situarla al nivel de un Excélsior que representaba entonces –con la dirección de Scherer García– un modelo de diarismo mexicano. Yo contaría para mi trabajo con todo el apoyo estructural e informativo del periódico, además del suyo propio: el de Miguel Ángel.
–Antes de aceptar –dije trémulo– tendré que pensarlo, hablar con mi mujer, medir mis capacidades. Luego iré con el señor Scherer. A ver qué decido.
–Si hablas con don Julio no podrás decirle que no –anticipó Miguel Ángel con una risita pícara.
Terminé diciendo sí y propuse, como punto de partida, elaborar un proyecto de semanario para ver si lo aceptaban. Como no contaba aún con un espacio propio en oficina alguna, Miguel Ángel puso a mi disposición, generosamente, su propio escritorio de la subdirección editorial. Yo empecé a trabajar en él por las mañanas; Miguel Ángel lo usaba sólo en las tardes. Así fue en el par de meses que tardé en elaborar el proyecto: el mismo tiempo en que empezó a forjarse nuestra amistad.
Lo admiraba muchísimo. No sólo por su inteligencia innata y esa memoria prodigiosa que asociaba yo con la de Juan José Arreola, sino por su extrema generosidad y la incondicional disposición a proporcionarme consejos, tips y comentarios sobre ese plan que poco a poco iba creciendo. Tal disposición, tal apoyo, se prolongó luego al nacer la revista con la contribución de reporteros, formadores y colaboradores que el propio Miguel Ángel me ayudó a conseguir.
Sin él, sin su asistencia vigilante, Revista de Revistas nunca hubiera llegado a ser lo que fue para nosotros. Errores míos aparte.
Luego surgieron las amenazas del golpe a Excélsior –cuatro o cinco años más tarde– que involucraron en toda la cooperativa a los seguidores de Scherer García. En la defensa de nuestra casa periodística, Miguel Ángel fue desde el principio un pivote imprescindible, un capitán de batalla.
Fue Miguel Ángel quien en abierto apoyo al director organizaba reuniones con los escritores de las páginas editoriales para informarles de la situación que se avecinaba, y planear estrategias. Reuniones tensas en su casa de la colonia del Valle, en casa de Manuel Pérez Rocha, en la mía.
Fue Miguel Ángel quien aceptó hablar como orador designado en la asamblea en que Regino Díaz Redondo pretendía expulsar al director y a un puñado de seguidores. Asamblea amañada en un edificio infestado ya de golpeadores. No permitieron que se oyera su proclama, por supuesto, y el golpe ordenado por el presidente Echeverría resultó rotundo.
Fue Miguel Ángel quien en compañía de Samuel del Villar, y en acuerdo con el director, organizó aquel mitin-coctel en el hotel María Isabel para formar una nueva empresa periodística.
Ya escribí todo esto en Los periodistas y no es ocasión de repetirlo. Basta decir que se integró un nuevo grupo con Julio Scherer García a la cabeza y Miguel Ángel Granados Chapa a su lado, como figuras indispensables en la tarea de reconstrucción.
Durante aquellos días difíciles de la planeación de Proceso, en el empeño de que no se deshiciera el grupo de reporteros y analistas, y en nuestros breves momentos lúdicos, se acendró mi amistad con Miguel Ángel. Isabel y Miguel Ángel, Margarita y Samuel, Estela y yo llegamos a formar un cariñoso trío de parejas. Íbamos al teatro. Cenábamos tortas en Melchor Ocampo. Conversábamos de la vida.
A veces yo cafeteaba a solas con Miguel Ángel y nos soltábamos a hablar y a hablar: de los problemas del naciente Proceso, de sus incomodidades con la personalidad de Julio, de su idea de separarse del grupo y de la revista una vez resuelta en lo básico la primera etapa de la aventura.
–Nadie quiere que te vayas –le decía.
–Yo necesito irme.
–Julio no te va a dejar. Acuérdate lo que me dijiste un día: a Julio no puedes decirle no.
Hablaba así, de eso, con Miguel Ángel. Nunca de cosas íntimas. Parco yo; hermético, él, nuestra profunda amistad –porque profunda la consideré siempre– se desarrollaba silenciosa como un río subterráneo. Sus grandes amigos eran en ese entonces contados y no adivino el tema de las conversaciones que sostenían: Samuel del Villar, Miguel López Azuara, Tomás Gerardo Allaz, Rafael Rodríguez Castañeda, Manuel Pérez Rocha, Ricardo Garibay –a quien él admiraba por sus textos y por su estilo literario de escritor grande–. Algunos otros sin duda, que se me olvidan o que no sé.
Machacón, insistente, reiterativo y maravillosamente tenaz como lo ha sido siempre, Julio Scherer retuvo lo más que pudo a Miguel Ángel. No consiguió su empeño. En mayo de 1977 Miguel Ángel abandonó Proceso y a sus compañeros de oficio.
Cuando un año después recordé en Los periodistas el episodio de esta partida, mi decepción y mi rabia internas le ganaron la partida a mi vieja amistad. Me volví un pérfido y escribí párrafos ofensivos contra aquel ser entrañable durante los gratos y cruciales tiempos de la aventura compartida. Fui injusto. No supe entender su búsqueda. No respeté su decisión. No logré valorar lo que había sido como líder de muchos en Excélsior y en Proceso.
Ahora me arrepiento, y a treinta años me atrevo a ofrecerle disculpas que él jamás me solicitó. Nunca reclamó mi exagerado desplante. Nunca me negó la mirada, ni el saludo, ni arrugó el gesto cuando nos encontrábamos por ahí, andando el tiempo, siguiendo cada quien su camino, trabajando en medios disímbolos, en actividades propias que apenas se tocaban. Nos encontrábamos por casualidad y de pronto parecía –imaginaba yo– que volvíamos a estar en los años setenta y éramos de nuevo aquel par de fulanos poseídos por una extraña amistad hermética que se daba en la acción más que en las palabras o en los apapachos. No. Se había acabado, se acabó la aventura conjunta, y el trato cotidiano se perdió en el garabateado trajín de la vida. Quedó intacto sin embargo –lo pienso por mí, lo supongo por él– ese hondo sentimiento de amistad que nunca muere cuando nace de verdad.
Una tarde, hace algunos años –recuerdo– se produjo uno de esos fugaces encuentros en los que participó Estela. Al abrazarlo gustosa mi mujer dijo a Miguel Ángel, con transparente sinceridad, un “te seguimos queriendo mucho”, un “siempre te he querido”, un algo así que turbó y descompuso un poquitín, por la sorpresa, el gesto adusto del gran periodista. Él se escurrió, pero los tres sabíamos que era la verdad. De ida y vuelta.
Al margen de mi amistad personal, dejando de lado los episodios que me he permitido compartir alevosamente, estoy convencido de que al fin de cuentas lo que importa para el periodismo mexicano, para la historia del país, es el alto nivel profesional que ganó por sí mismo, a punto de esfuerzo, de sabiduría, de valor, ese gran ser humano llamado Miguel Ángel Granados Chapa.
Es –que nadie lo discuta– un privilegio leerlo día con día.
Nunca supe –lo ignoro aún– si la idea de jalarme para Excélsior fue de Julio o de Miguel Ángel. Para el caso es lo mismo.
Dudé. Me dio miedo. El compromiso se me antojaba enorme.
Parco como siempre, Miguel Ángel no intentó convencerme con un discurso ditirámbico. Se limitó a describir esa decisión de renovar Revista de Revistas y situarla al nivel de un Excélsior que representaba entonces –con la dirección de Scherer García– un modelo de diarismo mexicano. Yo contaría para mi trabajo con todo el apoyo estructural e informativo del periódico, además del suyo propio: el de Miguel Ángel.
–Antes de aceptar –dije trémulo– tendré que pensarlo, hablar con mi mujer, medir mis capacidades. Luego iré con el señor Scherer. A ver qué decido.
–Si hablas con don Julio no podrás decirle que no –anticipó Miguel Ángel con una risita pícara.
Terminé diciendo sí y propuse, como punto de partida, elaborar un proyecto de semanario para ver si lo aceptaban. Como no contaba aún con un espacio propio en oficina alguna, Miguel Ángel puso a mi disposición, generosamente, su propio escritorio de la subdirección editorial. Yo empecé a trabajar en él por las mañanas; Miguel Ángel lo usaba sólo en las tardes. Así fue en el par de meses que tardé en elaborar el proyecto: el mismo tiempo en que empezó a forjarse nuestra amistad.
Lo admiraba muchísimo. No sólo por su inteligencia innata y esa memoria prodigiosa que asociaba yo con la de Juan José Arreola, sino por su extrema generosidad y la incondicional disposición a proporcionarme consejos, tips y comentarios sobre ese plan que poco a poco iba creciendo. Tal disposición, tal apoyo, se prolongó luego al nacer la revista con la contribución de reporteros, formadores y colaboradores que el propio Miguel Ángel me ayudó a conseguir.
Sin él, sin su asistencia vigilante, Revista de Revistas nunca hubiera llegado a ser lo que fue para nosotros. Errores míos aparte.
Luego surgieron las amenazas del golpe a Excélsior –cuatro o cinco años más tarde– que involucraron en toda la cooperativa a los seguidores de Scherer García. En la defensa de nuestra casa periodística, Miguel Ángel fue desde el principio un pivote imprescindible, un capitán de batalla.
Fue Miguel Ángel quien en abierto apoyo al director organizaba reuniones con los escritores de las páginas editoriales para informarles de la situación que se avecinaba, y planear estrategias. Reuniones tensas en su casa de la colonia del Valle, en casa de Manuel Pérez Rocha, en la mía.
Fue Miguel Ángel quien aceptó hablar como orador designado en la asamblea en que Regino Díaz Redondo pretendía expulsar al director y a un puñado de seguidores. Asamblea amañada en un edificio infestado ya de golpeadores. No permitieron que se oyera su proclama, por supuesto, y el golpe ordenado por el presidente Echeverría resultó rotundo.
Fue Miguel Ángel quien en compañía de Samuel del Villar, y en acuerdo con el director, organizó aquel mitin-coctel en el hotel María Isabel para formar una nueva empresa periodística.
Ya escribí todo esto en Los periodistas y no es ocasión de repetirlo. Basta decir que se integró un nuevo grupo con Julio Scherer García a la cabeza y Miguel Ángel Granados Chapa a su lado, como figuras indispensables en la tarea de reconstrucción.
Durante aquellos días difíciles de la planeación de Proceso, en el empeño de que no se deshiciera el grupo de reporteros y analistas, y en nuestros breves momentos lúdicos, se acendró mi amistad con Miguel Ángel. Isabel y Miguel Ángel, Margarita y Samuel, Estela y yo llegamos a formar un cariñoso trío de parejas. Íbamos al teatro. Cenábamos tortas en Melchor Ocampo. Conversábamos de la vida.
A veces yo cafeteaba a solas con Miguel Ángel y nos soltábamos a hablar y a hablar: de los problemas del naciente Proceso, de sus incomodidades con la personalidad de Julio, de su idea de separarse del grupo y de la revista una vez resuelta en lo básico la primera etapa de la aventura.
–Nadie quiere que te vayas –le decía.
–Yo necesito irme.
–Julio no te va a dejar. Acuérdate lo que me dijiste un día: a Julio no puedes decirle no.
Hablaba así, de eso, con Miguel Ángel. Nunca de cosas íntimas. Parco yo; hermético, él, nuestra profunda amistad –porque profunda la consideré siempre– se desarrollaba silenciosa como un río subterráneo. Sus grandes amigos eran en ese entonces contados y no adivino el tema de las conversaciones que sostenían: Samuel del Villar, Miguel López Azuara, Tomás Gerardo Allaz, Rafael Rodríguez Castañeda, Manuel Pérez Rocha, Ricardo Garibay –a quien él admiraba por sus textos y por su estilo literario de escritor grande–. Algunos otros sin duda, que se me olvidan o que no sé.
Machacón, insistente, reiterativo y maravillosamente tenaz como lo ha sido siempre, Julio Scherer retuvo lo más que pudo a Miguel Ángel. No consiguió su empeño. En mayo de 1977 Miguel Ángel abandonó Proceso y a sus compañeros de oficio.
Cuando un año después recordé en Los periodistas el episodio de esta partida, mi decepción y mi rabia internas le ganaron la partida a mi vieja amistad. Me volví un pérfido y escribí párrafos ofensivos contra aquel ser entrañable durante los gratos y cruciales tiempos de la aventura compartida. Fui injusto. No supe entender su búsqueda. No respeté su decisión. No logré valorar lo que había sido como líder de muchos en Excélsior y en Proceso.
Ahora me arrepiento, y a treinta años me atrevo a ofrecerle disculpas que él jamás me solicitó. Nunca reclamó mi exagerado desplante. Nunca me negó la mirada, ni el saludo, ni arrugó el gesto cuando nos encontrábamos por ahí, andando el tiempo, siguiendo cada quien su camino, trabajando en medios disímbolos, en actividades propias que apenas se tocaban. Nos encontrábamos por casualidad y de pronto parecía –imaginaba yo– que volvíamos a estar en los años setenta y éramos de nuevo aquel par de fulanos poseídos por una extraña amistad hermética que se daba en la acción más que en las palabras o en los apapachos. No. Se había acabado, se acabó la aventura conjunta, y el trato cotidiano se perdió en el garabateado trajín de la vida. Quedó intacto sin embargo –lo pienso por mí, lo supongo por él– ese hondo sentimiento de amistad que nunca muere cuando nace de verdad.
Una tarde, hace algunos años –recuerdo– se produjo uno de esos fugaces encuentros en los que participó Estela. Al abrazarlo gustosa mi mujer dijo a Miguel Ángel, con transparente sinceridad, un “te seguimos queriendo mucho”, un “siempre te he querido”, un algo así que turbó y descompuso un poquitín, por la sorpresa, el gesto adusto del gran periodista. Él se escurrió, pero los tres sabíamos que era la verdad. De ida y vuelta.
Al margen de mi amistad personal, dejando de lado los episodios que me he permitido compartir alevosamente, estoy convencido de que al fin de cuentas lo que importa para el periodismo mexicano, para la historia del país, es el alto nivel profesional que ganó por sí mismo, a punto de esfuerzo, de sabiduría, de valor, ese gran ser humano llamado Miguel Ángel Granados Chapa.
Es –que nadie lo discuta– un privilegio leerlo día con día.
*Fragmento del texto El carisma de Miguel Ángel (julio de 2008), publicado en el libro-homenaje Miguel Ángel Granados Chapa. Maestro y periodista.
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