- El ‘efecto Francisco’/Rafael Navarro-Valls es catedrático, académico y autor del libro Entre la Casa Blanca y el Vaticano.
Se
cumplen 100 días del Pontificado del Papa Francisco. Sin embargo, no nos
engañemos. En realidad, ese lapso de tiempo se refiere al que corre desde el
regreso de Napoleón Bonaparte de su exilio en la isla de Elba (marzo de 1815),
hasta su derrota en el campo de Waterloo y la nueva Restauración de Luis XVIII,
en junio de ese año. Muy posteriormente, la expresión «cien días» se popularizó
políticamente para indicar el periodo de gracia concedido a un nuevo gobernante,
sobre todo al presidente de los Estados Unidos de América.
Si
recuerdo estos datos, es para anotar que ni por su origen ni por su duración
estos «cien días» han de ser especialmente significativos de ese centro de
poder espiritual que es el Papado. Lo cual no significa que estos tres meses no
sean un punto de referencia convencional que permite analizar –siguiendo el uso
mediático– los primeros pasos por la Historia del Papa Bergoglio.
Por
poner un ejemplo, en estos días el cristianismo ha dejado de tener un solo
estilo expresivo formal, no sustancial. Quiero decir, que ese modo de expresión
que era el barroco y que se creía definitivo, –como si Bernini y Miguel Angel
fueran los auténticos intérpretes de Jesús de Nazaret– se difumina. Y ni
siquiera han sido necesarios 100 días. Han bastado unos gestos para modificar
protocolos consolidados. El Papa que sigue viviendo en una habitación cercana a
la que ocupaba cuando fue elegido; que no ha calzado los zapatos rojos
popularizados por los Papas del Renacimiento; que no ha usado una sola vez la
esclavina roja que el protocolo imponía para los actos solemnes o la recepción
de credenciales de embajadores; que come en el comedor común de la Casa Santa
Marta; y que no ha usado una sola vez el coche de matrícula SCV1, el Mercedes
blindado tradicional del Vaticano… Todo eso tiene tal impacto inmediato en la
estructura curial, que resulta más eficaz que 100 decretos o llamadas a la
sobriedad. Es el llamado efecto Francisco.
Contra
lo que se cree, ya ha comenzado la reforma de la Curia. No habrá que esperar a
los estudios que elabore en octubre la Comisión de Cardenales nombrada al
efecto. El nuevo estilo marca un modo de hacer que está removiendo la
estructura burocrática vaticana desde sus cimientos. Naturalmente, faltan los
nombramientos clave: secretario de Estado, prefectos de congregaciones, etc.,
pero después de unos meses bombardeando con el ejemplo –los famosos 100 días–,
todo será más fácil. El menú ha sido ya servido…
En
mi opinión, a diferencia de lo que el lobby mediático casi unánimemente
proclama, no es la reforma de la Curia lo prioritario para el Papa Francisco,
como si en ella se concentraran los males del universo entero.
La
Curia ha sobrevivido –como estructura necesaria que es– a mil reformas, desde su
consolidación en 1588 por el Papa Sixto V hasta la actual configuración de Juan
Pablo II que data de 1988, y sus reglamentos de 1992/1999. La nueva reforma que
se adivina cambiará las estructuras, pero no los corazones. Esta es la gran
batalla –los corazones– que quiere ganar el Papa Francisco y cuyas huellas se
adivinan ya en estos 100 días.
Basten
dos ejemplos: fustiga el «carrierismo» como auténtica lepra de algunos clérigos
e interroga continuamente a los laicos que le escuchan acerca del deber de cambiar
el mundo con el ejemplo y la palabra. Lo primero permite adivinar un Papa
anticlerical, es decir, como se ha observado, «un Papa contrario al
clericalismo». Un Papa que abomina de los aires enrarecidos que emanan de
ciertos clérigos obsesionados por el poder. Que en estos 100 días, por activa y
por pasiva, ha vuelto a decir que prefiere una «Iglesia accidentada a una
enferma». Que anima a dejar las posiciones tranquilas de retaguardia y
arriesgarse por «la periferia»: «Ser los primeros en movernos hacia los otros,
sobre todo a los que están más lejos». A los laicos los exhorta a meterse en
«la gran política», aquella que nace de los mandamientos y del evangelio.
«Denunciar atropellos de derechos humanos, situaciones de explotación o
exclusión, carencias en la educación o en la alimentación, no es hacer
partidismo», dice.
Vittorio
Messori, un vaticanista incisivo e inteligente que suele publicar en el diario
italiano Corriere della Sera, acaba de llamar la atención sobre un hecho poco
frecuente. Durante estos 100 días, se observa una suerte de «luna de miel» con
el Papa Francisco de parte de ambientes habitualmente hostiles o al menos
distantes con la Iglesia romana. Como si el nuevo Papa fuera una especie de
«revolucionario», un «guerrillero», que considerara la Historia como una
alternativa entre el todo y la nada, en la cual un brusco giro llevaría a un
nuevo cielo y una nueva tierra. Alguien al que hay que convencer de que
solamente la revolución puede perfeccionar la Iglesia, de que es imposible mejorarla
gradualmente. Los mismos que amenazan con el grito de indignez-vous si no ven
realizadas sus utopías, y que probablemente cambiarían los actuales hosannas
por futuros crucifícale, si vieran defraudadas sus esperanzas.
No
parece que sea ése el camino emprendido por el Papa «venido del fin del mundo».
El tránsito del obispo Jorge Bergoglio al Papa Francisco no ha cambiado la
identikit del nuevo obispo de Roma. No conviene olvidar que tres días antes de
partir para el cónclave, había dicho que el futuro Papa «ante todo ha de ser un
hombre de oración. Luego, debe estar profundamente convencido de que Jesús es
el Señor de la Historia. En fin, debe ser un buen obispo, capaz de comprender,
y de crear comunión con todos».
El
nombre del santo de Asís que ha escogido evoca alguien heroico en su pobreza,
pero obediente a la jerarquía, con veneración al Papado y con horror a la
herejía. Probablemente por eso hace dos días ha dejado claro que las cuestiones
«no negociables» de las que hablaba su antecesor siguen siéndolo. Por un lado,
ha defendido la «sacralidad de la vida humana». Por otro, acaba de reunirse con
una delegación de senadores y diputados franceses diciéndoles que no duden en
«derogar» las leyes, si es necesario, para «proporcionar una calidad vital que
eleve y ennoblezca a la persona». Una clara referencia a normas sobre el
matrimonio y la familia que no son estrictamente concordes con la visión
cristiana.
EL
‘EFECTO FRANCISCO’ ha tenido un impacto muy positivo en el ecumenismo.
Sucesivamente anglicanos, evangélicos y hebreos han mostrado un interés poco
común con los mensajes pontificios. Sorprende, por ejemplo, que el pastor
Timothy George, en Christianity Today, el principal órgano de prensa evangélico
de lengua inglesa, fundado por Billy Graham, acabe de publicar una artículo
sumamente elogioso (Our Francis, too), en el que se alaba el ejemplo de
sencillez y austeridad del Papa Francisco.
Si
se piensa que el tradicional anticatolicismo evangélico en Estados Unidos sigue
latente, este cambio de rumbo puede marcar las relaciones entre evangélicos y
católicos. Algo similar ha sucedido con la reciente visita al Vaticano del
arzobispo de Canterbury y primado de la Iglesia anglicana, Justin Welby. El
clima era de inusual cordialidad y coincidencia, sobre todo en dos temas: la
promoción de los valores cristianos y la justicia social «que quiere dar voz a
los más pobres».
En
fin, los que pronosticaban un difícil duopolio, un singular condominio en los
estrechos límites de la Ciudad del Vaticano entre un Papa en ejercicio y otro
emérito, no han acertado para nada en sus cábalas. La exquisita cordialidad
entre Bergoglio y Ratzinger así como la exacta comprensión de sus respectivas
posiciones han propiciado unas entrevistas llenas de calor y eficacia.
Cien
días no son nada en la vida de los pueblos, y menos en una institución que
superpone el tempo espiritual al cronológico, pero proporciona muchas pistas.
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