Mis
consejos de lectura a Francisco/ Juan Goytisolo es escritor.
El
País, 6 de octubre de 2013
Aunque
coincido con Juan José Tamayo en su conclusión de que el nuevo Pontífice no ha
aportado cambios sustanciales al cuerpo doctrinal de la Iglesia a fin de
adaptarla a los tiempos que corren y de eliminar sus más flagrantes
anacronismos como el de la exclusión de la mujer del sacerdocio, el obligatorio
celibato eclesiástico y otras asignaturas pendientes viejas de siglos, el
talante sencillo y llanote de Francisco permite a cada hijo de vecino de la
congregación de fieles abrigar la esperanza de dialogar con él por correo
electrónico e incluso de viva voz por teléfono, como esa desdichada mujer
violada y encinta por su agresor a quien Francisco, dan ganas de llamarle Paco,
ofreció consuelo y exhortó a que guardara el fruto de su vientre y su
correspondiente almita, o ese atribulado gay francés al que supuestamente dijo
que no era él quién para juzgarlo aunque el secretariado vaticano desmintió
esta llamada (parece ser que muchos vanidosos, farsantes y desaprensivos
simulan ser Francisco y envían tuits apócrifos usurpando su nombre y funciones
en la Silla de Pedro).
Si
un día tuviera la dicha inesperada de recibir un llamado suyo voseándome y
pronunciando sus palabras con mi muy querido y genuino acento porteño, después
de preguntarle por el equipo de fútbol del que es forofo y por la buena marcha
del orbe católico, me permitiría aconsejarle la lectura de algunas obras
ilustrativas de la vida común y corriente en la Ciudad Santa, obras que le facilitarían
un mejor conocimiento de la grey que apacienta. De este modo en el intervalo de
una audiencia a Il Cavaliere de peluquín alquitranado (a quien la justicia,
como una mosca cojonera, no deja en paz) y de la visita de una delegación de
obispos in partibus (¡qué bonito eufemismo para designar tierra de infieles!),
le diría, mirá, Francisco, si sos aficionado a libros profanos, tenés que darte
una vuelta por la biblioteca tan linda de la que sos el amo y buscá El retrato
de la lozana andaluza de tu tocayo Delicado y vas a conocer una Roma bastante
parecida a la de tu predecesor emérito y aprender un sinfín de cosas sobre sus
tejemanejes y trapicheos, a mil leguas de las intrigas de la curia (esa “red de
cuervos y víboras”, Bertone dixit) y del boato y coreografía cardenalicia a los
que se aferraba el bueno de Benedicto. No voy a recomendarte las ya anticuadas
obras de Gide y Peyrefitte, ni El Concilio del amor, ni los muy recientes
éxitos de ventas de ambientación vaticana con criptas, cadáveres desaparecidos,
lavado de dinero y poco santas mafias sino, si tenés un oído presto a la
escucha de las voces del mundo y no os asusta la logomaquia, una de las mejores
novelas del siglo que dejamos atrás: me refiero a Quer pasticciaccio brutto de
Via Merulana de Carlo Emilio Gadda, heroica y bellamente vertida al castellano
por Juan Ramón Masoliver, adaptación a la que vos podés recurrir si te arredran
como a mí las efervescentes, sabrosas y casi intraducibles lenguas, jergas y
dialectos de la que el autor llama la “fatal península” (la nuestra no lo es
menos).
Entregarse
en cuerpo y alma (¡esa va por vos!) a la lectura de Gadda es calar con una
sonda en los distintos estratos sociales de la ciudad en la que residís, cerca,
pero humanamente a mil leguas, de las fronteras invisibles del Estado vaticano,
de sus templos grandiosos y frescos micheloangelianos: capas y capas
superpuestas de burgueses y alguna condesa, funcionarios, abogados, doctores,
inspectores de policía, carabinieris, viudas, amas de casa y otros ejemplares
de las siempre inquietas y cuitadas clases medias, cuyos diálogos y soliloquios
parece reproducir Gadda con una grabadora inexistente en la época en la que se
sitúa la acción de la novela, en esos años veinte del pasado siglo en los que
colgaba por doquiera en Roma el retrato del Cabestro, “con su jeta, por memo de
nacimiento, de querer vengarse del mundo” (¿lo adivinás? ¡Mussolini!).
Gadda
nos introduce, y te conducirá a vos, estos distritos centrífugos, periféricos,
que no figuran en las guías para turistas ni recorren los peregrinos ansiosos
de acumular bulas e indulgencias con devocionarios y cánticos: barrios
plebeyos, gozosamente promiscuos, con aprendices, artesanos, obreros,
menestrales, mozos de cuerda, alcahuetas, prostitutas, chulos, ganapanes y
azotacalles que con diversa fortuna vivotean o medran en los márgenes del poder
de turno y de los pontífices que se suceden allá en las alturas. Si escuchás
sus voces, caro Francisco, vas a acceder a los fondos que son el sustento y
vida del universo que contemplás desde los balcones de tu palazzo. Ellos no
saben de dogmas ni encíclicas pero tienen los pies bien plantados en el suelo
que pisan, se expresan en lombardo, abrucés, véneto o siciliano, pregonan su
mercancía a grito herido, ¡el buen lechón!, o la preciosa gallina evocada
asímismo en los monólogos de nuestro agudo Arcipreste de Talavera, un regalo al
oído del que también vos disfrutarás si te bajás del papamóvil y seguís a Gadda
por los barrios que frecuentó después el santo mártir Pasolini.
El
aliento del pueblo, la lengua viva y bien viva te rescatarán del corsé de un
lenguaje bello pero muerto, de la liturgia preservada en congelador, del
ceremonial vetusto y apolillado, del zancadilleo y puñalá trapera. Si vos
animás a leer a Gadda y tenés un rato libre, hablaremos del zafarrancho aquel
de Via Merulana y de las posibles analogías de su autor con otro genio. Ya veo
que se te viene a los labios: ¡Fellini!
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