El mundo de la
infancia sin destino/JULIO SCHERER GARCÍA
Revista
Proceso
No. 1927, 5 de octubre de 2013;
Niñez
interrumpida, adolescencia amargada, juventud frustrada… Procedentes de los
barrios depauperados, de la sordidez de calles que carcomen, los menores
delincuentes que llegan a los centros de encierro (eufemísticamente llamados en
el Distrito Federal Comunidades de Tratamiento Especializado para
Adolescentes), lo hacen con el futuro cercenado, frutos como son de la
injusticia que prevalece en un país en el que la miseria y el abandono se
entreveran con la riqueza y la ostentación. Para su nuevo libro, Niños en el
crimen, Julio Scherer García se sumergió en los expedientes de esas
instituciones de reclusión y entrevistó a jóvenes, hombres y mujeres, acusados
lo mismo de robo que de asalto y aun homicidio, para introducir a los lectores
en el alma de seres humanos sin destino posible. Adelantamos fragmentos de la
obra ya en circulación, publicada por Random House Mondadori, bajo el sello de
Grijalbo.
El
crimen devora a los adolescentes. Hay muchos encerrados, pero hay más fuera de
prisión. He leído que a los menores internos los inclina malévolamente el
instinto oscuro de matar por matar. Para ellos la vida es una abstracción; la
muerte, un dato de la realidad. En ellos no hay agravios mayores, no hay
venganzas. En sus vidas la ignorancia es la única nada que poseen. No son como
los adultos, que asesinan por pasiones amorosas, por pendencias irrefrenables,
por el negocio de la droga. Pero los adolescentes, a la zaga, aprenden.
En
los documentos que conocí y en las conversaciones a las que tuve acceso, leí y
escuché que los adolescentes proceden de familias desintegradas, con padres y
padrastros violadores, con madres prostitutas que alquilan su cuerpo por
placer, por hastío o por hambre. La ostentación que se mira en la calle y se
exhibe en la tele, los degrada. En el círculo de sus inmensas carencias,
inaccesible el trabajo y el estudio para ellos, su pobreza es su riqueza, no
tienen manera de enfrentarla. Simplemente, matar el tiempo, matar la
existencia.
Reviso
los legajos que tengo en mis manos. Muchos jóvenes delinquen desde los 12 o 13
años, remota aún la mayoría de edad, o a los 17, a punto de adquirir su plena
responsabilidad ante la ley. Sin un hogar que los apoye, no tienen un lugar
donde resguardarse. Aun en libertad, transitan por la época de los tragos
baratos, la mariguana, los inhalantes. Estarán cerca la cocaína y las
combinaciones tóxicas que nublan la razón. Saben que vivirán poco, pero es el
precio que les gusta pagar. “Poco tiempo pero a gusto”, dicen.
En
los papeles que leí acerca de Erick Gutiérrez Hernández: nació el 11 de abril
de 1994. Tiene 17 años y ya es reo por homicidio calificado. Ingresó a
reclusión el 3 de septiembre de 2011. Erick pertenece a una familia desintegrada de bajos recursos, a la
sombra de su madre. Su padre y tres de sus tíos se encuentran encarcelados en
el Reclusorio Sur.
Según
los criterios de psicólogos y especialistas que se ocuparon de su caso, este
muchacho fue diagnosticado con dependencia a múltiples sustancias tóxicas y
trastorno de la personalidad.
Erick
se emborrachaba con sus amigos. Uno de ellos le reprochó que llevara droga
consigo, lo cual le molestó tanto al grado de responder a la llamada de
atención con golpes. Como la situación no le era ventajosa, los otros amigos lo
ayudaron hasta dejar inconsciente al desventurado sujeto, a quien
posteriormente subieron a una camioneta y tiraron en el kilómetro 41.5 de la
carretera Xochimilco-Oaxtepec.
Ya
en el suelo, para asegurarse de que estaba muerto, lo golpearon en el pecho y
en el cuello con un “talacho”, una especie de zapapico utilizado en
albañilería.
En
los casos de los crímenes que conocí no siempre están presentes las drogas y el
alcohol. Sí tienen un gran peso en la oscuridad del mundo infantil, pero
existen casos que van más allá de cualquier explicación. Hay muchos ejemplos
sobresalientes de madres prematuras que no conocieron la droga ni el alcohol.
De
los niños y los adolescentes asesinos que matan con bravatas de hamponería,
sería imposible omitir la degradación en la que sobreviven: hacinamiento,
insalubridad, violencia, ignorancia, hambre, sed…
A
todo lo anterior habría que agregar la estructura de los niños, su carácter, su
temperamento, su mundo emocional. ¿Por qué, asesinos, corren el riesgo de
acabar consigo mismos? Es sabido que el crimen arrastra al crimen, como la
corrupción a la impunidad, como la ignorancia a la oscuridad.
Jocelin
Méndez Becerril
Jocelin
es originaria del Distrito Federal. Nació el 8 de febrero de 1997 y es hija del
señor Dinar Méndez Vázquez. No hay datos sobre su madre.
Jocelin
concluyó sus estudios de secundaria en la misma colonia en la que vivía con su
padre, la Vista del Pedregal, en Tlalpan. Actualmente tiene 16 años de edad y
profesa la religión católica.
Una
noche de abril de 2012, la adolescente inició labor de parto en su domicilio y
dio a luz a una niña que, según las pruebas existentes, respiró con normalidad
fuera de la cavidad uterina. Sin embargo, Jocelin introdujo a la recién nacida
en una bolsa de plástico y la arrojó con fuerza a la casa de un vecino, quien
dio parte a las autoridades.
El
producto sufrió traumatismo craneoencefálico que, a juicio de los peritos, le provocó
la muerte.
Irán
Geovanny Trejo Carreño
El
Pelón era un joven alegre. Hoy tiene 16 años de edad y se encuentra recluido en
la Comunidad de Diagnóstico Integral para Adolescentes por el delito de
homicidio. La medida de seguridad le fue impuesta el 19 de septiembre de 2012.
El diagnóstico clínico criminológico determinó trastorno asocial de la
personalidad con rasgos de un posible trastorno psicótico.
El
domicilio donde ocurrió su detención se ubica en la calle Ferrocarriles
Nacionales número 12, en Azcapotzalco. La familia está constituida por su
padre, Fabián Trejo Ramírez, jardinero de oficio, de 52 años, residente en
Estados Unidos; Socorro Carreño Bueno, de 39 años, madre dedicada a las labores
del hogar; Luis Fabián, jardinero como su padre, de 21 años de edad; Abraham
Josef, de 18 años, estudiante de preparatoria, e Irán Geovanny, quien apenas
cursó el primer año de secundaria. Uno de sus familiares, su primo materno,
actualmente se encuentra en el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente.
El
día de los hechos, Karla, amiga de El Pelón, lo había invitado a su casa. Ahí
abrió un frasco que contenía 10 pastillas. Le regaló cuatro a su amigo mientras
ella consumía el resto. Pasaron la tarde juntos y ya de madrugada decidieron
abordar un tráiler que se hallaba estacionado frente a la casa de Karla.
Subieron a la cabina para tener relaciones sexuales.
Durante
el acto, ella molestó verbalmente al Pelón, por torpe en el amor. Él, drogado y
agresivo, ahorcó a su amiga con una prenda de vestir y con un trozo de madera
punzocortante la picó por diversas partes de su cuerpo.
Ireli
Carolina Briseño Pérez
La
Yeya, como le decían de cariño, actualmente tiene 16 años de edad. Es
originaria del Distrito Federal, de la colonia Pueblo de los Reyes, en
Coyoacán, donde residía antes de ser consignada.
Vivía
con su madre, Candelaria Pérez Sánchez, de 50 años de edad, y con sus hermanos,
en un departamento modesto. Su padre tenía el oficio de pintor automotriz y
había abandonado a Candelaria en cuanto dio a luz a La Yeya. La familia estaba
desintegrada y atravesaba por una situación económica precaria. El hermano
mayor fungía como proveedor de la familia, pero lo que ganaba ya no alcanzaba
para el sustento del hogar. Ireli Carolina no pudo terminar la secundaria.
La
Yeya refiere que sufrió dolores estomacales muy intensos durante varios días.
Tenía miedo de hablar con su madre o con su hermano, a pesar de que había una
buena comunicación entre ellos. Hasta que la madrugada del sábado salió al baño
de su casa, que compartían con varios inquilinos de la vecindad. Permaneció
recostada en el piso frío hasta que sintió un bulto que salía de sus entrañas.
Miró estupefacta al bebé que yacía en el suelo. Ella argumentó que ignoraba su
embarazo, puesto que nunca dejaron de presentarse sus periodos menstruales.
Asegura
que, estando en el baño, se le nubló la vista y sólo pudo regresar a su casa
hasta que se le pasaron los mareos. Descansó el resto de la noche. Al día
siguiente, los vecinos encontraron el cadáver del recién nacido en una coladera
y denunciaron el hecho ante las autoridades que, luego de una rápida
investigación, detuvieron a la adolescente, quien fue acusada de homicidio
simple.
Javier
Eduardo Pascual Montoya
El
Pascual se encontraba solo en su domicilio y pudo observar por la ventana que
su vecina se encaminaba a la tienda. A su regreso, la invitó a entrar a la casa
con el pretexto de que le iba a hacer un obsequio. Ella cayó en la trampa, y en
la cocina, de espaldas a las escaleras, Javier la golpeó en la cabeza. La
muchacha se desplomó sobre los escalones, inconsciente. El muchacho aprovechó
el momento para hacerse del tensor que estaba en la mochila de herramientas de
su padre. Arrastró a la niña por los peldaños hasta la construcción, aún en
obra negra, de un inmueble contiguo a su casa, desierta. Ahí, la violó y
completó su crimen sin omitir resquicio alguno de su víctima. Ella no
reaccionó. Entonces, el malhechor colocó una reata en el cuello de la muchacha
y jaló fuertemente la cuerda hasta que la mató por asfixia.
Víctor
Desde
pequeño Víctor padeció las agresiones de un padre alcoholizado. En ocasiones lo
enviaba al hospital. La primera ocurrió a sus siete años, víctima de golpes en
el cuerpo propinados con un cable de acero. La segunda, a los 10, cuando su
padre le encajó unas pinzas en la pierna. La madre de la criatura no intercedía
por él. El miedo la paralizaba.
Posteriormente,
Víctor fue expulsado del kínder como consecuencia de las golpizas que les
propinaba a sus compañeros. En la primaria imponía sus hábitos. Ya en sexto
grado, luego de una reprimenda de la maestra por el mal comportamiento de su
alumno, el papá de Víctor golpeó a la profesora en pleno rostro y, ya en el
piso, la pateó. El muchacho fue testigo de esa escena.
En
la secundaria, fue expulsado por sus incesantes pleitos con alumnos y
profesores. Junto con su padre, trabajó un tiempo en un comercio de
herramientas. Desde los 15 años robaba a clientes habituales y ocasionalmente a
peatones.
Ingresó
a San Fernando por secuestro y homicidio agravado, delitos que cometió en
complicidad de dos muchachos mayores que él y de sus padres. La participación
de Víctor en el crimen fue directa: convenció a un niño de cinco años de edad
para que lo acompañara hasta una casa que rentaban en Iztapalapa. Ahí mantuvo
al chiquito durante una semana hasta que, todos juntos, adolescentes y adultos,
decidieron matarlo. Víctor amarró de pies y manos al pequeño y le inyectó ácido
muriático en diversas partes de su cuerpo.
Los
padres de Víctor recibieron una larga sentencia. La de Víctor fue de cinco
años. Lo protegió su minoría de edad.
Arturo
Hijo
de una familia disfuncional como consecuencia de la separación de los padres,
Arturo se fue a vivir con su mamá y sus hermanas mayores a la casa de la abuela
materna. La madre trabajaba en una casa, cordial la vida cotidiana.
A
los pocos años de su separación, la señora se unió con otro hombre. En ese
momento comenzó una relación violenta entre ella y su hijo. Al ingresar a la
secundaria, Arturo se inició en el alcohol y la mariguana. Su madre no tardó en
expulsarlo de un hogar que los había unido durante 16 años.
La
vida de Arturo cambió. Empezó a trabajar como chofer y a ganar algún dinero.
Pero cada vez le gustaban más las drogas.
Antes
de su detención, ebrio y drogado, asistió a una fiesta en compañía de una
chica. Al salir, Arturo le propuso que tuvieran relaciones sexuales. Ella se
negó y él la asió del cuello, hasta provocar su desvanecimiento. Después le
impuso la cópula vaginal y le exigió que se hincara. Le colocó la cabeza sobre
un escalón del lugar donde consumaba su delito. Ahí la molió a patadas. No
satisfecho, rompió una botella de vidrio y le cortó el cuello.
Ariana
Ariana
Basurto López ingresó al reclusorio femenil a los 17 años. Ahora tiene 20 y ahí
sigue. Se ve sobrada de peso, sobrada de juventud y sobrada de pena. Decido
tratarla como lo que es: una mujer mayor de edad.
—¿Extrañas
a algún muchacho?
—Sí,
pero aquí no están permitidas esas visitas. Aquí no nos dejan.
La
sexualidad entre adolescentes hoy es un hecho desbordado. Las madres niñas se
multiplican. De una de las paredes del departamento en el que vivo cuelga una
litografía de David Alfaro Siqueiros, “La Madre Niña”, que data de 1957. A
pocos sorprende mirar en la calle a criaturas hasta de 12 años con niños a
cuestas, amarrados éstos con un rebozo para que ellas puedan conservar las
manos libres y pedir limosna.
Pienso
en la represión que padece Ariana. Por fuera, la cárcel. Por dentro, otra
cárcel. Y en el futuro, año y medio más de un encierro que le cierra la vida
con doble candado.
Me
llega una voz sin altibajos:
—Homicidio.
—¿Me
quieres contar?
—Al
principio ocurrió porque yo salía a fiestas. Una vez me invitaron a un convivio,
¿no?, al que fui. En el convivio estaba un señor ya grande, como de 45 años,
que vendía droga y ese día… —miro a los ojos de esta mujer y mis ojos resbalan
a la nuez de su garganta: algo se le atora—. En Tláhuac, en la delegación
Tláhuac. Estábamos en la fiesta y pues todo el día convivimos, ¿no? Al
siguiente día, al despertarnos, estábamos en su casa, ¿no? Y de ahí ese señor
no nos dejaba salir.
—¿A
quiénes no dejaba salir?
—A
otra chava y a mí.
—¿Conocían
a ese señor?
—Más
o menos.
—¿Permanecieron
en la fiesta por voluntad propia o no?
—Sí.
—Por
voluntad propia.
—Sí.
—¿Cuántos
años tenías?
—Dieciséis.
—¿Y
tu amiga?
—Diecisiete.
—Él,
¿qué hacía?
—Vendía
droga. Adentro se drogaban. Le iban a empeñar cosas y así. Nosotras no íbamos
con la intención de nada. Él se drogaba; hacía los chochos. Estaba como loco
ese señor y no nos dejaba salir cuando quisimos irnos. Estuvimos ahí como una
semana y media.
—¿Secuestradas
por él?
—Es
que también había otro, el que llevaba la droga.
—¿Abusó
de ustedes?
—De
mí no. De la otra chava, sí. Ya cuando pasó la semana y media entraron dos
amigos de nosotras a comprar droga y nos vieron ahí. Ese día en la noche
pedimos de cenar. El señor se puso al lado mío y cuando se iba a parar a
inhalar sus chochos, se le cayó la pistola. Entonces yo me paré, tomé el arma y
disparé.
—¿Te
arrepientes?
—No.
Y no es que yo sea mala persona o que me enorgullezca de lo que hice, pero ya
eran muchas cosas las que me hacía. No sé. Ya tenía demasiado coraje por esa
persona.
—¿Lo
volverías a hacer?
—No,
es que… Hasta ese día agarré una pistola. Fue muy inesperado. Ese día fue más
la impotencia de todo lo que me había hecho. Porque yo estaba bien mal. Ya no
aguantaba más, porque esos abusos eran todos los días, en la mañana y en la
noche. Cada que se le antojaba o cada vez que yo no quería hacer algo, me
pegaba. Entonces me entraba la desesperación. Pero no lo volvería a hacer.
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