Las
muertes del IFE/ERUBIEL TIRADO
Revista Proceso # 1936, 7 de diciembre de 2013
Para
Miguel Ángel Granados Chapa,
en
recuerdo y honor a su convicción democrática.
La
reforma política aprobada esta semana por el Congreso da la puntilla a un
organismo electoral agónico cuyo destino se debatía entre la esperanza de una
transformación radical que recuperase su espíritu ciudadano o la deformación
constitucional en su diseño orgánico y operativo. Transgresores de sus propias
normas, los legisladores optaron por un futuro incierto en donde, hasta ahora,
la única garantía que se vislumbra es la repartición de un poder electoral,
alguna vez autónomo.
La
autonomía del organismo, sin embargo, no es machacada por los partidos en el
Congreso con la inducción estratégica y cómplice del gobierno. Ya estaba
maltrecha desde hace rato por el comportamiento del máximo órgano de decisión
del instituto, también alejado en cuestiones importantes para el sistema
electoral y de partidos. Situación que, por desgracia, lleva más de un lustro
en caída constante (a veces vertical, y otras en forma gradual).
La
conclusión es harto simple. De una conducción manipulada y oficiosa de las
elecciones (para atestiguarlo ahí hay más de un legislador opositor que estaba
de ese lado de la mesa), ahora tendremos con más nitidez lo que se ha venido
construyendo en los últimos años: los partidos y el gobierno fincan su
legitimidad electoral… con la ausencia ciudadana. La primavera democrática que
representó el IFE se murió hace tiempo y muchos (incluidos los consejeros
actuales) apenas se están dando cuenta.
Con
cuatro u ocho consejeros electorales, se dijo no hace mucho, el IFE trabaja
normalmente. Ahora lo hará con 11 y otro nombre con la simple intención de
tener más espacios partidistas que repartir para lograr “equilibrios y
consensos”. En realidad, se ha probado que da igual si hay uno o los nueve
consejeros reglamentarios en el IFE a quienes ahora les toca sepultar a los
residuos de su consejo agónico. Hay responsabilidad de más de un lado. No basta
con señalar culpas y costos de actores políticos que determinan de un modo
cupular, y hasta corporativo, el destino de una institución que nació como
parte del reclamo democrático de la sociedad. En sus orígenes era tan clara
esta vinculación social, que los consejeros tenían el apellido “ciudadano” en
su denominación… y no era poca cosa.
Un hecho
preocupante de la crisis institucional y política en el ámbito electoral de
nuestro país es la pérdida gradual del aprecio social y confianza en el IFE.
Ahí están las cifras apabullantes de Latinobarómetro 2013, que ponen un
claroscuro en el papel de los órganos electorales mexicanos, no sólo el
instituto, cuyas tasas positivas han caído pese a lo que se indique en forma
sesgada. El valor funcional que se destaca es que, de no ser por el desempeño
de un núcleo importante de funcionarios, empleados y trabajadores que han
aprendido y demostrado cierta eficiencia (el personal de carrera ahora es de
16% respecto del total), el IFE no destacaría como un buen organizador técnico
de elecciones. Así se reconoce aun fuera de nuestro país, pese a decisiones
estratégicas cuestionables a cargo del Consejo General en los últimos años.
¿Cómo se explica esta paradoja? ¿Cómo explicar, en parte, el golpe de mano que
le han dado, otra vez, desde el Congreso al instituto?
Algunas
explicaciones se encuentran, antes que nada, en tres aspectos primordiales que
se mostraron en los años recientes a través de consejos sucesivos:
imparcialidad cuestionada; aplicación u omisión discrecional de la normatividad
electoral; y opacidad en el comportamiento institucional.
La
captura del árbitro
Si se
miran las cifras de descenso de la confianza ciudadana en la política y en las
instituciones democráticas (mejor ver Latinobarómetro que las encuestas
nacionales), es claro que la razón se encuentra en la percepción derivada de
las elecciones federales desde 2006. Los cambios negativos observados coinciden
con los de conducción institucional en esa misma línea de tiempo. Desde la
integración completa de consejeros posterior a 2003, con la simple vinculación
partidista se hizo predecible (y con el tiempo más evidente) el sentido de su
voto al interior del Consejo General: se quitaron el traje ciudadano e imparcial
y se pusieron simples camisetas de colores partidistas. Con ello apareció un
árbitro que empezó a titubear en asumirse como autoridad electoral y se alejó
de su halo objetivo e imparcial.
La
transformación espontánea de los consejeros electorales (supuestos
representantes de la ciudadanía) en funcionarios de gobierno y de partidos
luego de la elección de 2000, fue una tendencia que devino en triste patrón
institucional. Las reformas político-electorales posteriores a 2003
pretendieron imponer candados y contrapesos partidistas en el interior del
organismo, sin mucho resultado. La reforma actual no apunta en ese sentido por
la simple razón de que ya no hace falta.
La
responsabilidad legal y política de los consejeros fue un déficit originario en
el diseño institucional del IFE porque se confiaba plenamente en la
imparcialidad de personajes comprometidos con la democracia de nuestro país.
Varios eran (y algunos lo siguen siendo) esforzados intelectuales, académicos y
activistas críticos del autoritarismo electoral mexicano, ese que por momentos
llegó a extremos represivos. No fue suficiente esa confianza que funcionó bien
en los orígenes del IFE. Es paradójico que con el tiempo manifestaron su
debilidad las salvaguardas que hiciera el Congreso sobre la integridad de los
consejeros, quienes debían aplicar la ley con base en principios
incuestionables que ahora se reducen a retórica discursiva o son sustituidos
por protagonismos de diverso tipo.
Ahora se
llega a afirmar que ya no hacen falta consejeros “químicamente puros”, sino más
bien funcionales. La reforma actual lo demuestra: se cambia al consejo general
simplemente porque su funcionalidad es prescindible. De ahí el encono de la
reacción de personajes que hasta la semana pasada se regodeaban en un organismo
en ciernes con más poder y recursos. Mal en ambos extremos.
La
reforma así aprobada apunta hacia un statu quo que observamos en el sistema
electoral y que no ayuda a la consolidación democrática. Esto se confirmará de
no apuntalar contenidos democráticos y transparentes en las leyes
constitucionales pendientes
“No
pasa(ba) nada”
A manera
de consigna, la inercia actual del despeñadero institucional del ente
organizador, árbitro y autoridad electoral del país, se consideró como asunto
menor. Desde la altura del Consejo General se hizo caso omiso de las
transgresiones o aplicaciones discrecionales de la normatividad electoral. Por
ello sorprende el reclamo: no es lo mismo el protagonismo propio que el ajeno,
así sea a futuro. Hay varios ejemplos en la forma y fondo de discusiones
importantes que ha enfrentado el instituto, como evadir decisiones sustanciales
que marcarían la vida del sistema electoral: la actuación en la fiscalización
de recursos partidistas; haber dejado infladas las cifras del padrón respecto
de la lista nominal en 2012 para que se repartiera más dinero a los partidos en
un año electoral (el Cofipe señala al padrón como variable de asignación y no a
la lista nominal, que representa a los electores, a los votantes que sí pueden
asistir el día de la elección). O posponer de facto la depuración del padrón
por efecto de la sustitución de las credenciales más antiguas; o como ocurrió
poco antes de la salida de los (pen)últimos consejeros, “devolver” asuntos
importantes que el Consejo General no resolvería, cuando su propia
reglamentación no lo permite (como se pretendió con el acuerdo de distritación
electoral que, al final, simplemente no se aprobó).
La
opacidad en cuanto a comportamiento institucional adquiere matices y alcances
de diversa magnitud y preocupación. Hay conductas de funcionarios que de manera
arbitraria violan la ley o simplemente omiten aplicarla, conscientes de que son
parte de un entramado de complicidades institucionales. La razón se deriva de
coincidencias políticas o de compromisos de otra índole (parentescos y hasta
compadrazgos) donde el órgano interno de control, cuyo destino no se toca
ahora, acusa cierta indolencia para ejercer sus atribuciones sobre el desempeño
del organismo. Su foco de atención se concentra (y al parecer así seguirá), no
en el día a día de la institución, sino en los asuntos de alto impacto que dan
visibilidad y márgenes de negociación política a su actuación.
El medio
metro de papel de un reporte de análisis externo sobre la operación del instituto
(que al parecer no leyeron los legisladores) es otro ejemplo de opacidad y
comportamiento errático: desde el criterio de asignación de un cuantioso
contrato (por arriba de otras propuestas), pasando por su calificación
reservada por el instituto al conocer su contenido, y posteriormente por su
difusión. Todo se encuentra alejado de criterios racionales de decisión y no
hay respuestas claras al respecto. Ni las habrá.
La
fiscalización de recursos púbicos que administran los partidos puede entrar en
esta caracterización cuando sus procedimientos, aun suponiendo la buena fe de
cada investigación, raya en linderos ilegales en el uso de la información
confidencial de la que dispone la institución (por ejemplo, el procedimiento
comprende solicitar datos del Registro Electoral cuando su consulta no se
autoriza por el Cofipe). Y tratándose de manejo de datos personales, así como
la administración y control eficaz del contenido de las bases de datos del
Registro Electoral, el instituto muestra una conducta errática o confusa, en el
mejor de los casos.
No se
puede ignorar el escándalo reiterado al que nos estamos habituando sobre el
tráfico de datos personales cuyo origen se presume en el padrón electoral (como
el servidor europeo de internet evidenciado el mes pasado, que provee dicha
información). Ofrecer apoyo a una investigación de probables delitos sin
realizar una propia e integral sobre la administración y control de los datos
personales bajo resguardo del IFE, no ayuda al esclarecimiento del caso, genera
dudas y, peor aún, suspicacias.
Las dudas
provienen de las acusaciones mutuas entre partidos e instituto sobre la falta
de control a la información ciudadana a la que tienen acceso con motivo de las
atribuciones que les da la ley en materia de registro y padrón electoral, ya
que sus controles son poco claros o inexistentes. Las suspicacias radican en
otros aspectos que involucran temas del registro, padrón y credencial para
votar: cuantiosos recursos presupuestales (poco más de 2 mil millones de pesos
anuales en promedio) y atribuciones legales en disputa sobre la llamada cédula
de identidad.
Nada se
dice en el IFE ni en las discusiones del Congreso sobre el destino de la
credencial electoral y menos sobre la controversia constitucional que hay en la
Suprema Corte de Justicia de la Nación al respecto desde 2010. El IFE ha
manifestado su intención abierta de asumir legalmente una atribución que no le
corresponde pero que ejerció de facto por la desconfianza en el gobierno en
materia de registro ciudadano y de identidad. Ahora, por desgracia, ante los
escándalos que se suscitan cada vez con más frecuencia sobre los datos del
padrón, la pregunta se plantea en términos negativos: ¿en quién se desconfía
menos, el IFE o el gobierno?
Todo esto
se ha obviado en la reforma y lo que representa en términos de seguridad y
confianza, tanto electoral como ciudadana, es mucho mayor que el prurito de
sustitución de credenciales sólo por el cambio de nombre del organismo. De ese
tamaño es la claridad que prevalece en los actores políticos.
¿Transformación
o gatopardismo?
La
autonomía vulnerada y el alejamiento del origen ciudadano del instituto (así
como de sus antiguos cófrades electorales en los estados) persistirán ante la
carencia de liderazgo y compromiso democrático de quienes integren el órgano máximo de dirección del organismo,
independientemente de su nombre. Será el resultado de la ambigüedad, poca
transparencia y el autoritarismo políticos que se observan en el Congreso y el
gobierno. El riesgo que se enfrenta de no asumir una agenda de acciones
correctivas estructurales del organismo (las leyes constitucionales podrían ser
ese espacio de oportunidad) es que termine en soluciones híbridas y
cortoplacistas que sólo satisfagan los intereses de los partidos y el gobierno
en el Pacto por México. Más de lo mismo, con otro nombre (“aunque cambie el
final, siempre es el mismo cuento”, dice la canción).
Colofón
Quien
esto escribe figura en la lista inicial de candidatos para integrar el Consejo
General (que está por desaparecer del mapa), atendiendo a una convocatoria
especialmente restrictiva y poco transparente de la Cámara de Diputados. Por
los antecedentes de los procesos de nombramientos pasados y los signos
autoritarios hasta ahora expresados ahí, la oportunidad de lograrlo es mínima o
inexistente. Lo que antes era virtud para ser consejero en términos de
imparcialidad y ausencia de vínculos partidistas o de gobierno, ahora es
estorbo y hasta defecto estructural en un país que no halla su camino de transformación,
sino de deformación estructural.
Democracia, transparencia y
verdadera ciudadanía deberían ser los compromisos para restaurar la legitimidad
originaria de un sistema electoral que le fue arrebatado al gobierno, pero que
ahora se pierde irremediablemente en un remedo semipresidencial (cogobierno o
régimen de coalición lo están llamando). La consigna en la designación de los
integrantes del órgano electoral debe ser corregir el rumbo y ganar de nuevo el
aprecio social perdido. Sin engaños, en la medida en que se hagan públicas las
propuestas de perfiles y compromisos de cara a la sociedad, no frente a los
partidos, se sabrá el verdadero alcance democrático de la reforma electoral que
vino como transacción política antes que un reclamo social.
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