8 dic 2013

Las muertes del IFE


Las muertes del IFE/ERUBIEL TIRADO
Revista Proceso # 1936, 7 de diciembre de 2013
Para Miguel Ángel Granados Chapa,
en recuerdo y honor a su convicción democrática.
La reforma política aprobada esta semana por el Congreso da la puntilla a un organismo electoral agónico cuyo destino se debatía entre la esperanza de una transformación radical que recuperase su espíritu ciudadano o la deformación constitucional en su diseño orgánico y operativo. Transgresores de sus propias normas, los legisladores optaron por un futuro incierto en donde, hasta ahora, la única garantía que se vislumbra es la repartición de un poder electoral, alguna vez autónomo.
La autonomía del organismo, sin embargo, no es machacada por los partidos en el Congreso con la inducción estratégica y cómplice del gobierno. Ya estaba maltrecha desde hace rato por el comportamiento del máximo órgano de decisión del instituto, también alejado en cuestiones importantes para el sistema electoral y de partidos. Situación que, por desgracia, lleva más de un lustro en caída constante (a veces vertical, y otras en forma gradual).
La conclusión es harto simple. De una conducción manipulada y oficiosa de las elecciones (para atestiguarlo ahí hay más de un legislador opositor que estaba de ese lado de la mesa), ahora tendremos con más nitidez lo que se ha venido construyendo en los últimos años: los partidos y el gobierno fincan su legitimidad electoral… con la ausencia ciudadana. La primavera democrática que representó el IFE se murió hace tiempo y muchos (incluidos los consejeros actuales) apenas se están dando cuenta.

 Con cuatro u ocho consejeros electorales, se dijo no hace mucho, el IFE trabaja normalmente. Ahora lo hará con 11 y otro nombre con la simple intención de tener más espacios partidistas que repartir para lograr “equilibrios y consensos”. En realidad, se ha probado que da igual si hay uno o los nueve consejeros reglamentarios en el IFE a quienes ahora les toca sepultar a los residuos de su consejo agónico. Hay responsabilidad de más de un lado. No basta con señalar culpas y costos de actores políticos que determinan de un modo cupular, y hasta corporativo, el destino de una institución que nació como parte del reclamo democrático de la sociedad. En sus orígenes era tan clara esta vinculación social, que los consejeros tenían el apellido “ciudadano” en su denominación… y no era poca cosa.
 Un hecho preocupante de la crisis institucional y política en el ámbito electoral de nuestro país es la pérdida gradual del aprecio social y confianza en el IFE. Ahí están las cifras apabullantes de Latinobarómetro 2013, que ponen un claroscuro en el papel de los órganos electorales mexicanos, no sólo el instituto, cuyas tasas positivas han caído pese a lo que se indique en forma sesgada. El valor funcional que se destaca es que, de no ser por el desempeño de un núcleo importante de funcionarios, empleados y trabajadores que han aprendido y demostrado cierta eficiencia (el personal de carrera ahora es de 16% respecto del total), el IFE no destacaría como un buen organizador técnico de elecciones. Así se reconoce aun fuera de nuestro país, pese a decisiones estratégicas cuestionables a cargo del Consejo General en los últimos años. ¿Cómo se explica esta paradoja? ¿Cómo explicar, en parte, el golpe de mano que le han dado, otra vez, desde el Congreso al instituto?
 Algunas explicaciones se encuentran, antes que nada, en tres aspectos primordiales que se mostraron en los años recientes a través de consejos sucesivos: imparcialidad cuestionada; aplicación u omisión discrecional de la normatividad electoral; y opacidad en el comportamiento institucional.
La captura del árbitro
Si se miran las cifras de descenso de la confianza ciudadana en la política y en las instituciones democráticas (mejor ver Latinobarómetro que las encuestas nacionales), es claro que la razón se encuentra en la percepción derivada de las elecciones federales desde 2006. Los cambios negativos observados coinciden con los de conducción institucional en esa misma línea de tiempo. Desde la integración completa de consejeros posterior a 2003, con la simple vinculación partidista se hizo predecible (y con el tiempo más evidente) el sentido de su voto al interior del Consejo General: se quitaron el traje ciudadano e imparcial y se pusieron simples camisetas de colores partidistas. Con ello apareció un árbitro que empezó a titubear en asumirse como autoridad electoral y se alejó de su halo objetivo e imparcial.
La transformación espontánea de los consejeros electorales (supuestos representantes de la ciudadanía) en funcionarios de gobierno y de partidos luego de la elección de 2000, fue una tendencia que devino en triste patrón institucional. Las reformas político-electorales posteriores a 2003 pretendieron imponer candados y contrapesos partidistas en el interior del organismo, sin mucho resultado. La reforma actual no apunta en ese sentido por la simple razón de que ya no hace falta.
La responsabilidad legal y política de los consejeros fue un déficit originario en el diseño institucional del IFE porque se confiaba plenamente en la imparcialidad de personajes comprometidos con la democracia de nuestro país. Varios eran (y algunos lo siguen siendo) esforzados intelectuales, académicos y activistas críticos del autoritarismo electoral mexicano, ese que por momentos llegó a extremos represivos. No fue suficiente esa confianza que funcionó bien en los orígenes del IFE. Es paradójico que con el tiempo manifestaron su debilidad las salvaguardas que hiciera el Congreso sobre la integridad de los consejeros, quienes debían aplicar la ley con base en principios incuestionables que ahora se reducen a retórica discursiva o son sustituidos por protagonismos de diverso tipo.
 Ahora se llega a afirmar que ya no hacen falta consejeros “químicamente puros”, sino más bien funcionales. La reforma actual lo demuestra: se cambia al consejo general simplemente porque su funcionalidad es prescindible. De ahí el encono de la reacción de personajes que hasta la semana pasada se regodeaban en un organismo en ciernes con más poder y recursos. Mal en ambos extremos.
 La reforma así aprobada apunta hacia un statu quo que observamos en el sistema electoral y que no ayuda a la consolidación democrática. Esto se confirmará de no apuntalar contenidos democráticos y transparentes en las leyes constitucionales pendientes
“No pasa(ba) nada”
A manera de consigna, la inercia actual del despeñadero institucional del ente organizador, árbitro y autoridad electoral del país, se consideró como asunto menor. Desde la altura del Consejo General se hizo caso omiso de las transgresiones o aplicaciones discrecionales de la normatividad electoral. Por ello sorprende el reclamo: no es lo mismo el protagonismo propio que el ajeno, así sea a futuro. Hay varios ejemplos en la forma y fondo de discusiones importantes que ha enfrentado el instituto, como evadir decisiones sustanciales que marcarían la vida del sistema electoral: la actuación en la fiscalización de recursos partidistas; haber dejado infladas las cifras del padrón respecto de la lista nominal en 2012 para que se repartiera más dinero a los partidos en un año electoral (el Cofipe señala al padrón como variable de asignación y no a la lista nominal, que representa a los electores, a los votantes que sí pueden asistir el día de la elección). O posponer de facto la depuración del padrón por efecto de la sustitución de las credenciales más antiguas; o como ocurrió poco antes de la salida de los (pen)últimos consejeros, “devolver” asuntos importantes que el Consejo General no resolvería, cuando su propia reglamentación no lo permite (como se pretendió con el acuerdo de distritación electoral que, al final, simplemente no se aprobó).
La opacidad en cuanto a comportamiento institucional adquiere matices y alcances de diversa magnitud y preocupación. Hay conductas de funcionarios que de manera arbitraria violan la ley o simplemente omiten aplicarla, conscientes de que son parte de un entramado de complicidades institucionales. La razón se deriva de coincidencias políticas o de compromisos de otra índole (parentescos y hasta compadrazgos) donde el órgano interno de control, cuyo destino no se toca ahora, acusa cierta indolencia para ejercer sus atribuciones sobre el desempeño del organismo. Su foco de atención se concentra (y al parecer así seguirá), no en el día a día de la institución, sino en los asuntos de alto impacto que dan visibilidad y márgenes de negociación política a su actuación.
El medio metro de papel de un reporte de análisis externo sobre la operación del instituto (que al parecer no leyeron los legisladores) es otro ejemplo de opacidad y comportamiento errático: desde el criterio de asignación de un cuantioso contrato (por arriba de otras propuestas), pasando por su calificación reservada por el instituto al conocer su contenido, y posteriormente por su difusión. Todo se encuentra alejado de criterios racionales de decisión y no hay respuestas claras al respecto. Ni las habrá.
 La fiscalización de recursos púbicos que administran los partidos puede entrar en esta caracterización cuando sus procedimientos, aun suponiendo la buena fe de cada investigación, raya en linderos ilegales en el uso de la información confidencial de la que dispone la institución (por ejemplo, el procedimiento comprende solicitar datos del Registro Electoral cuando su consulta no se autoriza por el Cofipe). Y tratándose de manejo de datos personales, así como la administración y control eficaz del contenido de las bases de datos del Registro Electoral, el instituto muestra una conducta errática o confusa, en el mejor de los casos.
 No se puede ignorar el escándalo reiterado al que nos estamos habituando sobre el tráfico de datos personales cuyo origen se presume en el padrón electoral (como el servidor europeo de internet evidenciado el mes pasado, que provee dicha información). Ofrecer apoyo a una investigación de probables delitos sin realizar una propia e integral sobre la administración y control de los datos personales bajo resguardo del IFE, no ayuda al esclarecimiento del caso, genera dudas y, peor aún, suspicacias.
 Las dudas provienen de las acusaciones mutuas entre partidos e instituto sobre la falta de control a la información ciudadana a la que tienen acceso con motivo de las atribuciones que les da la ley en materia de registro y padrón electoral, ya que sus controles son poco claros o inexistentes. Las suspicacias radican en otros aspectos que involucran temas del registro, padrón y credencial para votar: cuantiosos recursos presupuestales (poco más de 2 mil millones de pesos anuales en promedio) y atribuciones legales en disputa sobre la llamada cédula de identidad.
 Nada se dice en el IFE ni en las discusiones del Congreso sobre el destino de la credencial electoral y menos sobre la controversia constitucional que hay en la Suprema Corte de Justicia de la Nación al respecto desde 2010. El IFE ha manifestado su intención abierta de asumir legalmente una atribución que no le corresponde pero que ejerció de facto por la desconfianza en el gobierno en materia de registro ciudadano y de identidad. Ahora, por desgracia, ante los escándalos que se suscitan cada vez con más frecuencia sobre los datos del padrón, la pregunta se plantea en términos negativos: ¿en quién se desconfía menos, el IFE o el gobierno?
 Todo esto se ha obviado en la reforma y lo que representa en términos de seguridad y confianza, tanto electoral como ciudadana, es mucho mayor que el prurito de sustitución de credenciales sólo por el cambio de nombre del organismo. De ese tamaño es la claridad que prevalece en los actores políticos.
¿Transformación o gatopardismo?
La autonomía vulnerada y el alejamiento del origen ciudadano del instituto (así como de sus antiguos cófrades electorales en los estados) persistirán ante la carencia de liderazgo y compromiso democrático de quienes integren  el órgano máximo de dirección del organismo, independientemente de su nombre. Será el resultado de la ambigüedad, poca transparencia y el autoritarismo políticos que se observan en el Congreso y el gobierno. El riesgo que se enfrenta de no asumir una agenda de acciones correctivas estructurales del organismo (las leyes constitucionales podrían ser ese espacio de oportunidad) es que termine en soluciones híbridas y cortoplacistas que sólo satisfagan los intereses de los partidos y el gobierno en el Pacto por México. Más de lo mismo, con otro nombre (“aunque cambie el final, siempre es el mismo cuento”, dice la canción).
Colofón
Quien esto escribe figura en la lista inicial de candidatos para integrar el Consejo General (que está por desaparecer del mapa), atendiendo a una convocatoria especialmente restrictiva y poco transparente de la Cámara de Dipu­tados. Por los antecedentes de los procesos de nombramientos pasados y los signos autoritarios hasta ahora expresados ahí, la oportunidad de lograrlo es mínima o inexistente. Lo que antes era virtud para ser consejero en términos de imparcialidad y ausencia de vínculos partidistas o de gobierno, ahora es estorbo y hasta defecto estructural en un país que no halla su camino de transformación, sino de deformación estructural.
Democracia, transparencia y verdadera ciudadanía deberían ser los compromisos para restaurar la legitimidad originaria de un sistema electoral que le fue arrebatado al gobierno, pero que ahora se pierde irremediablemente en un remedo semipresidencial (cogobierno o régimen de coalición lo están llamando). La consigna en la designación de los integrantes del órgano electoral debe ser corregir el rumbo y ganar de nuevo el aprecio social perdido. Sin engaños, en la medida en que se hagan públicas las propuestas de perfiles y compromisos de cara a la sociedad, no frente a los partidos, se sabrá el verdadero alcance democrático de la reforma electoral que vino como transacción política antes que un reclamo social.

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