El
síndrome de Anna Karenina
No
hay edad para sufrir con una pasión amorosa. Lo negativo es vivir su dimensión
enajenante
Este
estado pasajero puede empañar la vida si se convierte en una búsqueda obsesiva
Cómo
sobreponerse a los golpes de la vida
XAVIER
GUIX 8 de diciembre de 2013 en El País Semanal
La
recién y sorprendente versión cinematográfica de la novela de León Tolstói,
Anna Karenina, se convierte en una buena excusa para mirar con ojos de hoy lo
que conocemos como pasión amorosa. Más allá de la experiencia del enamoramiento
existe una dimensión enajenante por su intensidad y descontrol que suele
caracterizarse por una exaltación de todos los sentidos, una necesidad de
fusión afectiva y un estado de dependencia de esos corazones apasionados. Viven
en un sinvivir porque nada tiene sentido, nada existe y nada puede soportarse
si no permanecen juntos. Están “pillados” el uno con el otro. Más que una
alegría es un sufrimiento por ausencia o por suponer un trágico abandono. Como
Romeo y Julieta, la vida no vale si no pueden amarse.
Aunque para el estudio del comportamiento
humano dichos síntomas se consideren un trastorno afectivo obsesivo, para la
mayoría de las personas los “tórtolos” se encuentran tocados por un estado de
gracia. Cupido, que, por cierto, según la leyenda, fue un niño abandonado,
parece vengarse a costa de clavar sus flechas envenenadas de pasión a dos seres
humanos, sin importar la edad, raza o condición, ya que se trata de juntar lo
que en otras circunstancias sería extraño o imposible. Todo ello lo supo
retratar Tolstói, en un perfecto ejercicio de definición de constructos
psicológicos como la culpa, la redención, la búsqueda del bien y la caída en el
pecado, el rechazo social y unos personajes que rondan el arquetipo.
Aunque
a muchas personas les gustaría que la pasión durara toda la vida, lo cierto es
que la asiduidad, la convivencia y las tareas domésticas acaban por matar ese
deseo que se convierte en angustia cuando no puede ser poseído. Nada asesina
tanto el deseo como su consumación. La ilusión queda desvelada cuando se
descubre que, en efecto, no solo se puede vivir sin el otro, sino, incluso,
mejor. Entonces, el amor debe de ser algo más misterioso que la pasión cuando
se prefiere permanecer al lado de alguien.
No
obstante, el amor apasionado se añora. Quien lo ha vivido quisiera repetir, al
menos una vez más. Quisiera sentir la exaltación de los sentidos, la sensación
de encontrar la media naranja, de completarse junto a alguien especial, de
realizar por fin la ilusión de la relación perfecta. Todo amor es de ausencia o
de trascendencia, proclamaba Platón. Esa idea instalada en la mente de tantas
personas conlleva una búsqueda obsesiva que se traduce en montones de intentos
frustrados por culpa de no acabar de encontrar esa persona “especial”. Viven de
la falta porque se acostumbraron a ella. Por el camino dejaron un reguero de
opciones reales que menospreciaron porque a todas les faltaba algo. No
sintieron la pasión deseada en su imaginario. Así descubrimos que la pasión,
como el sexo, suele merodear más en la cabeza que en ninguna otra parte.
Actualmente
es observable la dificultad de muchas personas para emparejarse. Es algo más
que una moda pasajera. Es la certificación de que nuestras vidas afectivas no
superan la prueba de la intimidad. Un buen medidor para observar la realización
personal de una persona es la profundidad de las relaciones y contactos íntimos
que mantiene, los sentimientos que se permite experimentar y la disposición a
dar y recibir, a la reciprocidad. Tal proceso se enturbia muchas veces cuando
aparece el síndrome de Anna Karenina.
Anna
Karenina, mujer enérgica y honrada, queda prendada del caballero y militar
Vronsky hasta romper con las costuras de su propia condición de mujer casada,
en una sociedad aristocrática rusa decadente, falta de valores y preñada de
hipocresía. La protagonista es capaz de trascender su propia historia, las
costumbres sociales, un marido de alta alcurnia e, incluso, en el más doloroso
de los casos, a su propio hijo. Todo por ese enamoramiento.
El
enamoramiento es
un
estado de miseria mental en que la vida
de
nuestra conciencia
se
estrecha, empobrece
y
paraliza” José
Ortega y Gasset
No
obstante, su incondicional entrega se corresponde a medias con la de su amado.
Aunque al principio Vronsky se desboca por lograr su apreciado trofeo, luego
caerá en lo que Schopenhauer advirtió: el aburrimiento. Allí donde ella empuja,
él solo frena. Allí donde nació la pasión, ahora pervive la frustración. Se
hizo realidad la visión de que en-amor-miento, es decir, que los estados
afectivos alterados filtran una manera de ver el mundo errónea. Fiarse solo de
los sentidos conlleva después el doloroso ejercicio de abrir los ojos y no
reconocerse. ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Cómo se puede estar tan ciego?
No
sería justo culpar a la desairada Karenina, puesto que puso toda la carne en el
asador. Se entregó. Se rindió a la pasión y quiso creer que su altivo caballero
la seguiría al fin del mundo. El delito de Anna, su único y gran error, fue su
inmediatez, dejarse llevar por sus sentimientos sin tener en cuenta los de los
demás. Con algo más de paciencia, con algo más de cordura y con los ojos bien
abiertos se hubiera dado cuenta de la inconsistencia de su amado. Pero eso es
lo que ocurre cuando solo hay pasión: mucha intimidad y muchas hormonas, sin
tiempo de que crezca una verdadera raíz fruto del vínculo.
Anna
Karenina se condenó por su empeño en querer a quien no la podía querer. Ese es
su síndrome, el que sufren los que aman ciegamente, es decir, sin darse la
oportunidad de encontrarse con el otro. Aman una idea y aman sus propias
sensaciones. Pero no se dan cuenta de quién tienen delante, porque solo pueden
ver su propio reflejo, como Narciso. Embriagados por la euforia confunden el
amor a sí mismos con el amar.
Lev
Nicoláievich Tolstói jugó en su novela una carta extraordinaria. Compaginó la
historia de Anna Karenina con la de Levin y Kitty. Él, un joven campesino,
sencillo y poco hábil en el arte de la seducción. Ella, una princesita aristocrática
enamorada y despreciada por el mismo hombre que su rival Karenina. Superadas
sus adolescentes expectativas, al final decide darle una oportunidad a Levin.
Se van conociendo. El vínculo se fortalece hasta el compromiso. Una vez juntos,
Kitty se traslada a la casa parental de Levin en la que da muestras de una
actitud madura, sensible e, incluso, compasiva al cuidar a su suegro enfermo.
Es otro tipo de entrega. Más que una pasión de los sentidos es una calidez
interior. Más que grandes e intensas emociones, son pequeños gestos cargados de
amor profundo.
El
deseo es potencia; el
amor, alegría” Spinoza
Dos
en amor. Dos corazones que viven en la alegría de estar juntos. No hacen falta
grandes exaltaciones, aunque bienvenidas si las hubiere. Muchas personas hoy
hablan de sus relaciones sin nombrar la palabra enamoramiento. Se han conocido,
se han gustado y han decidido emprender un camino o un proyecto en común. Vivir
exaltadas, descontroladas, con necesidades fusionales propias de una niñez que
no se ha actualizado no cabe ante un compromiso estable y duradero. No nos
juntamos con otra persona para que siga siendo nuestro padre o nuestra madre,
para que llene todas nuestras expectativas o se someta a todos nuestros
caprichos.
Dos
se juntan, pero no se mezclan. Dos se juntan, aunque forman una trinidad: tú,
yo, y tú y yo. Dos en amor es para gozar, procurarse felicidad y cuidarse
mutuamente. Sin dejar de ser ellos mismos. Es una experiencia única que permite
un conocimiento profundo de uno mismo, a la vez que lo extirpa de su tendencia
egocéntrica. Justamente lo que le faltó a Karenina. Solo se escuchó a sí misma.
Quiso ver en su amado su propia pasión y quiso eternizarla. El amor auténtico,
el amor duro, no se robustece de sensiblerías, sino de la alegría de saber que
podemos contar con el otro, pase lo que pase. Es el amor de la reciprocidad, de
la amistad y del ágape, de la ternura y de la compasión
Los estadios de la pasión
Los fenómenos pasionales que sufrió Anna Karenina son reconocibles en el estado agudo de enamoramiento: Una enorme atracción (necesidad afectiva). Identificación mágica con el otro (idealización). Fusión (sentimiento de reciprocidad). Proyección (verse a uno mismo en el otro). Exclusividad (fidelidad sexual). Atención concentrada. Magnificación del otro. Pensamiento obsesivo. Energía intensa, tanto emocional como sexual. Una capacidad empática desbordante.
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