Lo público y lo
privado/Gregorio Morán
Publicado en La Vanguardia |25 de enero de 2014,
La Edad Cínica.
¿Cómo nos designarán dentro de medio siglo, cuando de nosotros sólo queden los
restos de una época? Igual que existen profesionales dedicados durante media
vida a dar nombre al pasado y bautizar un tiempo como “Edad Media”, o “Siglo de
Oro”, o “de Plata”, o “de Hojalata” –este aún sigue huérfano y hasta podría
tocarnos, porque al fin y al cabo no es más falaz y estúpido que decir
“generación del 98” o “del 27”–. ¡Generación de la Hojalata! Quizá suena a poco
académico, pero no está mal como definición; tiene su sentido del humor y un
valor crematístico que van muy bien con los tiempos que vivimos.
Ya sé que
importa poco lo que yo pueda decir y nadie me va a hacer el más mínimo caso,
pero a mí me gustaría proponer lo de “la Edad Cínica”. No porque tenga nada que
ver con aquellos griegos antiguos tan brillantes que se dedicaron a la
reflexión, sino porque la capacidad de cinismo de nuestra sociedad alcanza
cotas históricas. Ahora que todo lo que era un bien público se privatiza,
resulta que aquello que costó siglos, peleas, revoluciones, juristas dignos
–¡los hubo, porque estamos hablando de otros tiempos!–, en fin, lo que
constituía el ámbito de lo privado se convierte en miseria pública. Hay un
libro interesante sobre el asunto, del alemán Wolfgang Sofsky, Defensa de lo
privado (Pre-Textos, 2009).
Nos están
quitando las auténticas señas de identidad de una sociedad democrática y
avanzada. Incluso nos amenaza una nueva ley de Seguridad Ciudadana que nos
vuelve atrás muchos años, incluso a periodos anteriores a la Revolución
Francesa. ¿Acaso el nuevo poder de las empresas de seguridad, sustituyendo
tareas que competían al Estado, no se parece al de los ejércitos privados de la
vieja aristocracia latifundista? Sustituya los aristócratas, con o sin latifundio,
por cualquier empresa prepotente y tendrá usted un ejército cuya única
finalidad consiste en “cumplir órdenes”, con absoluto desprecio de los
ciudadanos. Más de uno pensaba que habría un día en que los aeropuertos
dejarían de ser esa entrada al averno, donde toda humillación tiene su asiento,
para volver a ser estaciones de paso. Falso; cuando esa policía de pacotilla
ocupó sus puestos fue para no retirarse jamás.
La Edad Cínica.
Siempre que nos explican una cosa es porque van a hacer otra. Un ejemplo, en
España hay una ley de Defensa del Honor y de no sé cuántas cosas más. La
inventó el último gobierno de la UCD por el sindicato de las prisas para evitar
cualquier desliz periodístico –es decir, escribir la verdad– ante el entonces
inminente juicio a los militares golpistas del 23-F de 1981. Hoy, como ayer,
esa ley sirve sobre todo para proteger el honor de delincuentes, mafiosos,
estafadores y demás atentos servidores de la justicia cuando se trata de
esquivarla. No me canso de decirlo: somos el único país del llamado mundo
civilizado donde los delincuentes aparecen con siglas –para proteger su honor–,
pero sí se pueden exhibir los nombres de sus abogados, porque atraen clientela.
Todo este largo
exordio se me ocurrió a propósito del presidente de la República, François
Hollande, y sus derivadas. A mí, confieso que las vicisitudes de las primeras
damas me interesan bastante menos que la función pública de sus maridos, y a
los hechos del pasado me remito: J.F. Kennedy o Bill Clinton y sus obsesivas tendencias
hacia la felación (ahora en fino se llama “sexo oral”). La pregunta delicada
está por hacer: un líder político que engaña a su mujer ¿tiene patente de corso
para engañar a su electorado? ¿Es más fácil engañar a su primera dama o a sus
votantes? Alguien dirá que todo se reduce a una inclinación, y que una vez se
adquiere cierta práctica da lo mismo engañar a todos que a una sola.
Es verdad que
tratamos de estamentos diferentes y que está lejos de mi intención cualquier
referencia a España; ni es mi estilo, ni estoy loco, ni se me ocurriría. Pero
no me cuesta imaginar la reacción de la clase política. “Pero qué dice ese
gilipollas, que si engaño a mi mujer con una relación extramatrimonial, ¿qué no
seré capaz de hacer con el votante?”. ¿Por qué nadie se atreve a hacer una de
esas falaces encuestas a las que tan acostumbradas son las secciones políticas
de los diarios? Primero, porque con absoluta seguridad nadie osaría reconocer
un desliz incluso en aquellos casos en que, como diríamos vulgarmente, fueron
cogidos con las manos en la masa. Pero es que tampoco tendría ninguna validez
la segunda parte de la proposición: nadie ha engañado al electorado nunca, y
eso por más que no haya cumplido ni la más mínima parte de su programa
electoral, que por cierto no han leído ni los candidatos. De donde cabría
deducir que tenemos una clase política ejemplar tanto en el terreno personal
como en el público. ¿Entienden ahora por qué nuestra época podría muy bien
llamarse dentro de medio siglo, con muchos de nosotros echando ortigas, “la
Edad Cínica”?
El caso Hollande
tiene lo que denomino “unas derivadas” que podrían ayudarnos a penetrar en “la
Edad Cínica”; una especie de concentrado de época. En primer lugar, las fotos.
En segundo, el morbo. Luego, la piedad hacia la mujer engañada, que hoy nadie
duda que ya sabía del asunto desde hacía más de un año, pero que se había
mantenido en el secreto de las convenciones. Un hombre de Estado, y un
presidente de la República no sólo lo es sino que también ejerce de líder, parte
de una consideración que nunca explicará a la ciudadanía pero que está grabada
en el ADN del dirigente: ellos no engañan a sus mujeres; sencillamente sienten
una irresistible inclinación provocada por el peso y el estrés de tan alta
responsabilidad. Por cierto que si hiciéramos una reflexión similar sobre
nuestros grandes –y menos grandes– ejecutivos empresariales el resultado sería
parejo.
¿Un tipo rijoso,
capaz de tirarse a todo lo que se ponga a tiro, puede ser un buen hombre de
empresa? Tremendo dilema, porque aquello que todos los empresarios tendrían
claro como el agua al tratarse de la casta política se vería como indelicadeza
si se refiriera a ellos. ¿En qué se diferencia hoy un votante de un cliente? En
las formas de relación, nada más. Virtudes públicas, vicios privados. ¿Pero no
habíamos quedado en que la ejemplaridad era un elemento fundamental del
liderazgo? Entonces usted qué quiere, ¿políticos y empresarios castos? Sería
terrible imaginar un mundo político con tipos del Opus Dei, estilo Cotino el
valenciano o Fernández Díaz el ministro. Entraríamos en el tenebroso mundo de
cómo subliman sus pasiones. Oh, Freud, no quiero ni imaginármelo.
Pero luego están
el morbo y la foto. Son importantes, y ambos están ligados al fabricante de lo
uno y lo otro. El paparazzo, esa profesión que convirtió en legendaria Federico
Fellini a partir de La dolce vita, y que en este caso se trata de un veterano,
Sébastien Valiela, de 42 años, el mismo que logró la exclusiva mundial del
descubrimiento fotográfico de la hija oculta de otro François, Mitterrand.
También otro presidente de la República pillado en un acto estrictamente
personal y privado, según salía del restaurante parisino donde había cenado con
su hija de 19 años, Mazarine Pingeot. Sucedió en 1994. El paparazzo era el
mismo Valiela, pero aquellas fotos que reprodujo Paris Match no provocaron el
morbo de ahora, por más que aumentaran su tirada considerablemente. Y eso no
fue porque el presidente tenía 77 años muy trabajados y una vida personal y
política tortuosa en la que era difícil distinguir lo privado de lo público.
En Italia,
Silvio Berlusconi, el hombre que había construido un imperio mediático gracias
a la corrupción socialista de Bettino Craxi, fugado de la justicia, ya había
creado un partido, Forza Italia, sobre la misma concepción que su empresa
multimedia. En abril de 1994 alcanzó la presidencia del Consejo de Ministros
italiano. Las fotos de Mitterrand con su hija Mazarine aparecieron en Paris
Match unos meses más tarde. Una coincidencia significativa de la época del
cinismo.
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