Venezuela
y el pensamiento troglodita/ Jorge G. Castañeda
Publicado en El
País | 14 de marzo de 2014
Hace
unos días tomó por segunda vez posesión de la presidencia de Chile Michelle
Bachelet, exiliada, hija de militar ultimado por los militares y receptora de
la banda presidencial de parte de Isabel Allende, senadora socialista e hija
del presidente chileno que se quitó la vida el 11 de septiembre de 1973.
Asistieron a la ceremonia un buen número de jefes de Estado de América Latina,
perseverando en una costumbre anacrónica medio absurda de celebrar cada
traspaso del mando presidencial como si fuera un acontecimiento excepcional,
cuando de hecho se trata de la normalidad que siempre hemos anhelado en América
Latina. Aunque Nicolás Maduro no asistió, su sombra y la de su predecesor
estuvieron presentes, y es ahora objeto de una de las analogías más
descabelladas de la historia reciente de una región a la que no le faltan
cuentos fantasmagóricos.
En
efecto, entre las muchas estupideces que un sector de la izquierda
latinoamericana ha manifestado a propósito de la situación actual y pasada en
la región figura una triple analogía falsa y aberrante. En este pensamiento
troglodita, Venezuela hoy es Chile en 1973, en año de golpe contra la Unidad
Popular; Nicolás Maduro es Salvador Allende; Barack Obama y John Kerry son
Richard Nixon y Henry Kissinger. Hay que ser muy ignorantes para afirmar o
creer semejantes barbaridades.
En
primer lugar, si bien tanto Allende como Maduro fueron elegidos, el primero lo
fue sin el menor cuestionamiento por parte de los candidatos derrotados, al
grado que por no haber obtenido el 50% del voto, Allende resultó electo por el
Congreso chileno, gracias a los sufragios de la Democracia Cristiana. No es que
el margen de victoria de Maduro haya sido menor o mayor que el de Allende; lo
importante es que la otra mitad de la sociedad venezolana, y su candidato a la
presidencia, cuestionaron a tal grado la elección que desconocieron a Maduro
como supuesto ganador. Han producido, asimismo, una enorme cantidad de pruebas
de fraude electoral que, si bien no son contundentes, son altamente sugerentes.
Pero,
sobre todo, Maduro no es Allende porque el Chicho, aunque pudo haber gobernado
mal, gobernó de manera democrática. No cerró medios masivos de comunicación; no
reprimió a estudiantes; no encarceló a los líderes de la oposición Demócrata
Cristiana o del Partido Nacional, ni siquiera a los de la ultraderecha; no
cambió la Constitución chilena, ni la Suprema Corte, ni buscó rehacer a su
imagen y semejanza a todas las instituciones chilenas. Mientras que en el caso
de Maduro, aun si se acepta que su elección haya sido democrática, difícilmente
se puede considerar así su gestión, como tampoco lo fue la de Chávez, hoy
recordado al año de su muerte como una especie de prócer, no solo de la patria
sino de la América Latina entera, pero que recurrió a las mismas prácticas
autoritarias desde el poder. Entre ambos —Chávez y Maduro— han expropiado, comprado,
clausurado y censurado medios de comunicación, detenido a dirigentes de la
oposición, manipulado a las instituciones para restarle fuerza a los alcaldes
de oposición, intervenido en sindicatos para cambiar liderazgos, gastado dinero
en prácticas clientelares descaradas y, en general, han incurrido en conductas
gubernamentales todo menos democráticas. Solo la ceguera ideológica y la
ignorancia histórica pueden comparar a un demócrata martirizado con un demagogo
desenfrenado.
Otra
diferencia radical reside en las características de la oposición en ambos
casos. En Chile, los camioneros, el grupo Patria y Libertad, buena parte de la
Democracia Cristiana, el Partido Nacional y, por supuesto, las Fuerzas Armadas
eran efectivamente fascistas y tan golpistas… Que dieron un golpe de Estado.
Algunos podrán decir que eso mismo sucedió en Venezuela hace 12 años. Pero
justamente: hace 12 años. Difícilmente alguien puede equiparar a Leopoldo López
o a Henrique Capriles o a María Corina Machado con Augusto Pinochet o los
dirigentes de Patria y Libertad, o muchos otros políticos efectivamente
fascistas de aquella época en Chile. Uno puede discrepar o avalar la táctica y
la estrategia de unos dirigentes opositores u otros en Venezuela. Pero sus
credenciales democráticas al día de hoy permanecen intactas. El que está en la
cárcel es Leopoldo López; no Nicolás Maduro.
La
última vertiente de la analogía aberrante absurda es la de Estados Unidos.
Nixon y Kissinger empezaron a conspirar contra el Gobierno de Allende antes de
que fuera Gobierno: desde el asesinato del general René Schneider en la
primavera austral de 1970. Quizás Bush y Powell lo hicieron también en 2002 en
Venezuela; pero hace seis años que Bush ya no es presidente de Estados Unidos y
no hay absolutamente ningún indicio de que Barack Obama haya tenido o tenga la
menor intención de conspirar para derrocar al pobre Maduro. A menos de que en
la estulticia extrema de un sector de la izquierda latinoamericana, opinar
sobre lo que sucede en Venezuela equivale a intervenir en lo que sucede en
Venezuela. En eso la izquierda de la región dentro y fuera del Gobierno se
identifica con el viejo nacionalismo revolucionario mexicano, con el peronismo
o con la rancia rétorica juridicista de la región, pensando que decir algo es intervenir
y, como no se quiere intervenir, mejor no se dice nada. Solo en ese tipo de
cabezas cabe la idea de que la comunidad iberoamericana o internacional no debe
pronunciarse sobre lo que sucede en Venezuela o en Ucrania, o en Cuba, o en
Siria, aunque supongo que sí en Chile cuando Pinochet, en Sudáfrica bajo el
apartheid, en Argentina bajo Videla, en México bajo… el PRI (de antes, por
supuesto).
Claro,
esta aberración se explicaba —que no se justificaba— antes por otra diferencia
fundamental entre Allende y Maduro: el entorno mundial de la guerra fría. Esta
última ya no existe, porque desapareció el bloque socialista, y por tanto en
ninguna cabeza cabe que el chavismo en cualquiera de sus encarnaciones
represente una amenaza para nadie —salvo para el pueblo venezolano—. Estados
Unidos se limita —no es poco, ni aceptable— a recurrir a la fuerza abierta o
encubierta solo para defender intereses geopolíticos directos, no preferencias
ideológicas. Allende, al final, fue una victima más de la guerra fría; Maduro
es una tragicómica reminiscencia.
Nadie
sabe cómo va a terminar lo de Venezuela, salvo que que va a terminar mal.
Habría cómo evitarlo: gracias a una actuación colectiva, regional, defensora de
la democracia representativa, en un país que suscribió la Carta Democrática
Interamericana de 2001 y el Pacto de San José de los años sesenta. Como por su
propias razones, ningún país de América Latina se propone hacerlo, o bien esa
desdichada nación seguirá a la deriva o bien otros empezarán a actuar, por sus
propias razones. No conspirando, ni subvirtiendo, ni asesinando, sino
simplemente cancelando visas y congelando cuentas. Que para las élites
venezolanas —viejas oligarquías o nuevas boliburguesías— es abominable y el
peor de los mundos posibles: no poder ir a Miami de compras por el día.
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