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no es olvidar/ Francesc-Marc Álvaro
La
Vanguardia |15 de mayo de 2014
El
Tribunal de Justicia de la UE ha dictado una sentencia según la cual Google y
otros motores de búsqueda deberán satisfacer las demandas de aquellos
ciudadanos que quieren que se cancelen los enlaces a informaciones que
consideran que les perjudican y/o se relacionan con episodios superados que ya
no se corresponden con lo que es y hace una determinada persona en el presente,
siempre y cuando estos datos no tengan interés público. Aunque, en general, se
ha interpretado esta sentencia como una victoria de la privacidad, hay que ser
cautelosos: todos los expertos han indicado que su aplicación será complicada y
cada caso deberá ponderarse de acuerdo con sus circunstancias.
No
soy abogado y no puedo entrar en las sutilidades jurídicas de la sentencia del
Tribunal de Luxemburgo, pero soy ciudadano y soy periodista y profesor de
Periodismo, y eso hace que me preocupe especialmente de la información, de los
derechos y deberes que su gestión representa, y de la relación de este bien
colectivo con la calidad de la democracia. Desde este punto de vista, me
pregunto: ¿la protección solemne en el marco de la UE del llamado derecho al
olvido ensancha o limita el terreno de juego democrático? Esta es la cuestión
políticamente relevante.
Algunos
especialistas piensan que la sentencia contra Google prima el derecho al honor
sobre el derecho a la información mientras otros, como el director de la
Agencia Española de Protección de Datos (AEPD), José Luis Rodríguez, mantiene
que no cambiará nada fundamental porque no afectará ni a la libertad de
expresión ni a la de información. Rodríguez advierte –es bueno que lo haga– que
el término derecho al olvido “es muy equívoco” porque parece prometer que
podremos borrar información como quién pide una pizza por teléfono, extremo que
no tiene nada que ver con la realidad. ¿Quién tiene razón? Dado que la moral de
Google se adapta a todo tipo de regímenes (también a los que aplican la censura
sistemática) no deja de sorprenderme que la multinacional haya hablado de una
decisión injusta que cuestiona “la neutralidad y la transparencia del
buscador”. Ya somos mayorcitos.
Mis
dudas aumentan. No sé si debo celebrar la sentencia o inquietarme. Sobre todo
porque comparo la teoría con la realidad. No se engañen: el derecho al olvido
es también una expresión más del poder que tiene cada individuo y cada grupo
social. Si bien es cierto que los rastros que dejamos en la red son muy
difíciles de borrar, es seguro que, si disponen de dinero y de una posición de
poder, lo tendrán mejor para cancelar, bloquear, esconder o restringir aquellos
datos que les pueden amargar el día. Hay equipos muy competentes de abogados,
ingenieros, informáticos y otros profesionales que se dedican –sin hacer ruido–
a vigilar atentamente la reputación que se pueda tener en la peligrosa selva
digital. Si no me creen, pueden hacer una prueba sencilla: realicen búsquedas
de personajes verdaderamente poderosos (excepto políticos, que no tienen más
remedio que jugar a desnudarse para evitar males mayores) y descubrirán que les
resulta más complicado de lo que pensaban encontrar aquellas frases o imágenes
comprometidas que harían furor. Obviamente, siempre se puede escapar algún dato
feo, pero se emplean muchos recursos en evitar disgustos. Digamos –sin
exagerar– que la privacidad es, sobre todo, para quien se la puede pagar, como
fuera de la red. Como ha pasado siempre. Seamos positivos, a pesar de todo: el
Tribunal de Justicia de la Unión rompe, aparentemente este privilegio de unas
élites. El hombre de la calle también tiene honor.
Con
respecto al trabajo de los periodistas, la sentencia puede tener un impacto
indudable. No podremos confiar tanto en buscadores y agregadores a la hora de
elaborar una noticia. Tendremos que volver a los archivos, digitalizados o
físicos, para documentar –por ejemplo– que aquel que ahora va de santo era,
hace quince años, un considerable pájaro. Gracias a estas novedades, algunos
descubrirán la magia de los papeles amarillentos donde descansa una verdad que
lleva décadas durmiendo en medio de la indiferencia. Volver a la calle siempre
es saludable. La paradoja es que Google deberá hacer caso a los tribunales
mientras los editores de las webs que contengan los datos motivo de demanda de
un particular no estarán obligados a someterse a este derecho al olvido, porque
eso representaría un ejercicio digno de comisarios estalinistas. Para
entendernos: la hemeroteca de La Vanguardia –accesible con un clic– no se puede
corregir a gusto del personal, es la huella de muchas épocas y esta es su
gracia.
El
profesor Josep Lluís Micó ha escrito que “buena parte de los ciudadanos todavía
no tiene una idea clara acerca de cuál es el valor de su intimidad, por lo que
ignora con quién comparte ciertos aspectos de su vida explicados alegremente
mediante el teclado del ordenador o el teléfono”. Esta inconsciencia
exhibicionista que nos distingue no impide, sin embargo, invocar el derecho al
olvido, pensando que poner barreras digitales a ciertas informaciones es igual
que decretar la amnesia entre nuestros vecinos, una ingenuidad digna de esta
época. La misma época gloriosa en la que algún ministro quiere censurar la red
cuando bastaría con exigir que la Fiscalía hiciera su trabajo.
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