El
planeta se dará cita en Brasil/Luiz Inácio Lula da Silva fue presidente de Brasil y en la actualidad alienta iniciativas globales desde el Instituto Lula.
Distribuido por The New York Times Syndicate.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.
El
País | 15 de mayo de 2014
Cuando
yo era presidente puse mucho empeño en llevar a Brasil la Copa del Mundo de
Fútbol 2014. Lo que me movía no eran tanto los intereses económicos o
políticos, sino principalmente lo que el fútbol significa para la gente en todo
el mundo, y sobre todo para los brasileños. El pueblo de Brasil apoyó con
entusiasmo la idea, rechazando el sesgo elitista de que un acontecimiento así
“es solo para países ricos”, puesto que de ese modo se olvida que Uruguay,
Chile, México, Argentina, Sudáfrica y el propio Brasil ya organizaron antes ese
campeonato. El fútbol es el único deporte auténticamente universal, querido y
practicado en casi todos los países, por personas de diversas clases sociales,
grupos étnicos, culturas y religiones.
Quizá
ninguna otra identidad nacional esté tan estrechamente ligada al fútbol como la
brasileña. El fútbol no solo lo han asimilado diversas razas sino que, de
diversas maneras, su gracilidad y su mezcla lo han transformado. A los pies de
los jugadores de origen africano el fútbol incorporó un ritmo, una belleza y un
arte nuevos. Durante muchos años fue uno de los pocos ámbitos, junto al de la
música popular, en el que los afrobrasileños podían desplegar sus talentos,
enfrentándose a la discriminación racial con un júbilo libertario. El fútbol y
la música suelen ser las primeras cosas que los visitantes recuerdan cuando
hablan de Brasil.
Para
nosotros, el fútbol es más que un deporte: es una pasión nacional, que va mucho
más allá de los clubes profesionales. Todos los días, millones de aficionados
juegan al fútbol: en patios traseros, solares vacíos, playas, parques o plazas
y calles de la periferia de las grandes ciudades, en patios de colegio y
fábricas. Allí donde haya algo de espacio, por reducido que sea, habrá un
partido. Si no hay balón de cuero, bastará una pelota de plástico, de goma o de
tela. Si no hay nada mejor, una lata vacía servirá.
En
la Suecia de 1958, el espectacular equipo nacional brasileño encandiló al
planeta, obteniendo nuestro primer título mundial. Yo tenía 12 años y me reuní
con un grupo de amigos y un diminuto transistor en un pequeño campo que había
junto a una ribera. Nuestra imaginación compensó con creces la falta de
imágenes, alzándose por encima de la voz del locutor. Nos transportó, como una
alfombra mágica, hasta el estadio Rasunda de Estocolmo, donde no solo fuimos
espectadores sino jugadores. Yo soñaba con ser jugador de fútbol, no presidente
de Brasil.
Como
ha señalado el magnífico escritor Nelson Rodrigues, uno de nuestros mejores
dramaturgos, con esa victoria, obtenida por genios de la pelota como Pelé,
Garrincha y Didi, Brasil superó su “complejo de perro descarriado”. ¿Y cuál es
ese complejo? Según Rodrigues: “Es la actitud de inferioridad que el brasileño
adopta voluntariamente cuando está ante el resto del mundo”. Al atreverse a ser
campeón, fue como si Brasil se dijera tanto a sí mismo como al resto del mundo:
“Sí, podemos ser tan buenos como cualquiera”.
En
esa época, Brasil acababa de comenzar a industrializarse, habíamos creado
nuestra propia compañía petrolífera y un banco de desarrollo, y las clases
obreras estaban exigiendo democráticamente mejores condiciones de vida y una
mayor presencia en las decisiones del país. Sin embargo, las clases
privilegiadas proclamaron que esas iniciativas habían sido un grave error,
alentado por la “politización” y el “izquierdismo”, porque se había demostrado
que Brasil carecía de petróleo y que, por tanto, no había necesidad alguna de
inclusión social o política, ni desde luego de industria nacional.
Algunos
llegaban incluso a afirmar que un país como el nuestro —retrasado, “mestizo” e
“ignorante y perezoso”, según un tópico muy extendido, tanto dentro como fuera
de Brasil— debía rendirse ante su destino y limitarse a servir, sin abrigar
sueños imposibles de progreso económico y justicia social.
No
es fácil superar el complejo de perro descarriado. Durante más de 320 años
fuimos una colonia, cuyo peor legado es la persistencia de la actitud de
servidumbre voluntaria que deja la mentalidad colonial.
Entre
1958 y 2010 ganamos cuatro Copas del Mundo de fútbol. Ningún otro país ha
obtenido tantas. Pero lo mejor de todo es que la saludable audacia del pueblo
brasileño no se limita al deporte.
El
Brasil que el mundo podrá conocer mejor después del 12 de junio es un país muy
diferente al que albergó la Copa del Mundo en 1950, en cuya final perdió ante
Uruguay. Como en cualquier otro país, hay problemas y desafíos, algunos muy
complejos, pero ya no somos la eterna “tierra del futuro”. El país actual es
más próspero y equitativo que el de hace seis décadas. Ello se debe en gran
medida a que nuestra gente —sobre todo la que vive en los “estratos inferiores”
de la sociedad— se ha liberado de los prejuicios elitistas y colonialistas y ha
comenzado a creer en sí misma y en el potencial de su país. Ha descubierto que,
además de ganar campeonatos de fútbol, puede también superar el hambre, la
pobreza, la falta de productividad y la desigualdad social. Ha descubierto que
el mestizaje, lejos de constituir una barrera —o peor aún, un estigma— es una
de nuestras grandes riquezas.
Este
es el país que albergará la Copa del Mundo de Fútbol, el nuevo Brasil, el que
ahora constituye la séptima economía del mundo y el que, en poco más de 10
años, ha sacado a 36 millones de ciudadanos de la pobreza, engrosando en 42
millones las clases medias. Es el país que ha alcanzado las cifras de desempleo
más bajas de nuestra historia. El mismo que, según la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), figura, en los últimos 10 años,
entre los que más están incrementando su inversión en educación. Estamos
orgullosos de nuestros éxitos, pero eso no significa que escondamos nuestros problemas
o que no nos esforcemos para solucionarlos.
Últimamente
la Copa del Mundo ha sido objeto de un virulento debate político y electoral en
nuestro país. Al irse aproximando las elecciones presidenciales de octubre, los
ataques contra ese acontecimiento se han ido tornando cada vez más sectarios e
irracionales. Evidentemente, la crítica forma parte de la vida democrática.
Cuando se hace de buena fe puede ayudar a mejorar nuestros esfuerzos
colectivos. Pero parece que ciertos grupos confían en que la Copa sea un
fracaso, como si sus posibilidades en las urnas fueran a beneficiarse de ello.
No dudan en difundir informaciones falsas que ha llegado a reflejar hasta la
prensa internacional, sin tomarse la molestia de comprobar su veracidad. Sin
embargo, el país está listo —dentro y fuera del campo de juego— para albergar
una gran Copa del Mundo. Y así lo haremos.
El
equipo nacional brasileño de fútbol es el único que ha participado en las 19
Copas del Mundo. Allí donde hemos jugado siempre nos hemos sentido muy bien
recibidos y ahora ha llegado el momento de que la hospitalidad y la alegría
brasileñas hagan lo propio. Las entradas han tenido mucha demanda, ya que se
han recibido solicitudes de más de 200 países. Esto supone una extraordinaria
oportunidad para que miles de visitantes acudan a conocer lo mejor que Brasil
tiene que ofrecer: su gente.
La
relevancia de la Copa del Mundo no es solo económica o comercial. El mundo se
dará cita en Brasil invitado por el fútbol. Comprobaremos una vez más que la
idea de una comunidad internacional reunida en paz y fraternidad no es solo una
utopía.
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