El relincho del
caballo del Rey Patriota/Pedro J. Ramírez, exdirector de El Mundo.
El Mundo | 15 de junio de 2014
Si el infante don
Alfonso, hijo mayor de Alfonso XIII, no hubiera nacido hemofílico; si su
hermano don Jaime no hubiera nacido sordomudo; si la Ley de Sucesión de 1946 no
hubiera asumido, como ya hiciera Cánovas para justificar la Restauración, «la
tradición histórica» de una España considerada genéticamente como un Reino; si,
puestos a saltarse el orden dinástico y en uso de las facultades discrecionales
que se concedió a sí mismo, Franco no hubiera preferido a Don Juan Carlos
frente a su primo Alfonso de Borbón Dampierre o frente a cualquier otro; si la
Constitución de 1978 no hubiera hecho suyo ese pretendido monarquismo congénito
que en definitiva soslaya la soberanía popular a la hora de establecer la forma
de Estado; o si la regulación del orden sucesorio de la Monarquía reinstaurada
en pleno auge del machismo tardofranquista no se hubiera saltado a su hermana
Doña Elena, Felipe de Borbón y Grecia no sería proclamado el próximo jueves Rey
de España.
Pero si el caballo
del hijo de Histaspes no hubiera relinchado una mañana del siglo V antes de
Cristo con más premura y diligencia que los de sus otros seis compañeros de
conjura tampoco ese jinete habría accedido al trono de Persia. Y estamos
hablando de quien pasó a la Historia como Darío el Grande.
Herodoto cuenta lo
ocurrido en el tercero de sus Nueve libros. Tras dar muerte al usurpador
Esmerdis los jóvenes aristócratas que arropaban a la dinastía aqueménida
acordaron poner en manos del destino la elección de quién ocuparía el solio
vacante de Ciro y de Cambises. Sería aquel cuya montura relinchara primero al
salir el sol.
Entonces el vástago
del poderoso sátrapa de Partia instó a su caballerizo a orientar el rumbo de la
suerte: «Si alguna habilidad tienes, ingéniate para que sea yo y no otro quien
posea este honor». El paje le dijo que confiara en él y condujo a su montura
hasta el establo de una yegua por la que había mostrado insistente querencia.
Tras mantener al corcel durante un rato a raya al fin le permitió cubrirla.
A la mañana
siguiente, bien porque el cortejo de quienes realizaban la prueba marchara por
las inmediaciones, bien porque el paje acercara su mano impregnada del olor más
profundo de su amada a su hocico -Herodoto incluye las dos versiones-, el noble
rucio respondió al estímulo y, tras un prometedor resoplido, relinchó con la
sonoridad que sólo proporcionan determinados recuerdos. «Al mismo tiempo corrió
un rayo por el cielo sereno y retumbó un trueno. Los otros echaron pie a tierra
y se prosternaron ante él. Darío, hijo de Histaspes, fue entonces proclamado
rey y, salvo los árabes, fueron sus súbditos todos los pueblos del Asia».
Fascinado por la
teatralidad y el sentido de la verosimilitud del reportero-historiador de
Helicarnaso -«Me veo en el deber de referir lo que se me cuenta pero no en el
de creérmelo todo a rajatabla»-, más de dos mil años después el pensador y
político británico Henry Saint John, vizconde de Bolingbroke, incluyó el
episodio en el inicio de su célebre ensayo The Idea of a Patriot King, como
ejemplo de hasta qué punto puede ser secundario el modo en que se llega al trono:
«Algunos fueron elegidos por razones que hacían tan poco al caso para el buen
gobierno como los relinchos del caballo del hijo de Histaspes».
Con una modernidad
impropia de 1738, Bolingbroke alegaba que tanto los reyes fruto de la «elección
inmediata» como los ungidos hereditariamente por la «elección remota» de su
familia sólo alcanzan su dignidad sagrada, es decir su «derecho propio» al
trono si se comportan de forma acorde con el bien común y las libertades
públicas. «La fuente de donde se deriva este respeto legal es nacional, no
personal», llegó a escribir. «La majestad no es una luz propia, sino
reflejada». Veía pues al soberano como espejo de una commonwealth a la que ya
se le llamaba «patria», el concepto propagandístico más potente imaginable.
Tiene suerte el
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de que la proclamación de
Felipe VI le haya sorprendido con la reedición de la traducción española de La
idea de un Rey Patriota, precedida de un brillante y sugestivo estudio de la
profesora Clara Álvarez Alonso, prácticamente en máquinas. Bastarán los
reflejos de su director Benigno Pendás para que ambos textos estén dentro de
unos días sobre la mesa del nuevo Monarca. Le serán muy ilustrativos y útiles.
Porque si muchos de ustedes se asombraron la semana pasada ante la exactitud
del retrato de Don Juan Carlos a través de lo que Victor Hugo escribió sobre
Luis Felipe de Orleans, díganme si los siguientes párrafos de Bolingbroke no
reflejan fielmente la coyuntura y expectativas de la sucesión:
«Si la corrupción
cunde en un pueblo no se necesita talento para maquinar, ni insinuación para
ganar ni agrado para seducir ni autoridad para imponer ni valor para emprender.
Los hombres más incapaces, desmañados, odiosos, abandonados y cobardes,
revestidos del poder y dueños del dinero, bastarán para la obra… Estos hombres
pueden destruir a su patria, pero ya no pueden engañar a nadie, como ya no sea
a sí mismos. Ni aun será necesario por mucho tiempo que ellos mismos se
engañen. Sus conciencias pronto criarán callos con el hábito y el ejemplo, y
aquellos que necesitaron una excusa para empezar, no necesitarán ninguna para
continuar y completar la catástrofe de su patria». O sea que se empieza
cobrando la primera comisión para el partido y se termina en los ERE y el caso
Bárcenas.
«Tan sólo un Rey
Patriota puede salvar a una nación que se halla tan próxima a su ruina… Tan
pronto como la corrupción deje de ser un medio adoptado por el Gobierno, y eso
sucederá luego que el Rey Patriota suba al trono, ya está aplicado el remedio
universal. El espíritu de la constitución revive naturalmente… La depravación
de las costumbres ponía la Constitución al borde de la ruina; la reforma de
aquéllas la afianzará. Un Rey Patriota es el más poderoso de todos los
reformadores porque él mismo es una especie de milagro perenne… Parecerá que
con el nuevo rey nace un nuevo pueblo». O sea que a la regeneración se llegará
por el ejemplo.
«Inmediatamente
sucederán innumerables metamorfosis y al paso que los hombres no podrán dudar
que son los mismos individuos, la diferencia de sus sentimientos casi les
persuadirá que se han vuelto seres diferentes. Esta ocasión debe aprovecharse
como en la mar los días de buen tiempo para reparar las averías que hubiese
causado el último temporal y para disponerse a resistir el inmediato que
viniere». O sea que hay que aprovechar la oportunidad del inicio del nuevo
reinado para reinventar una democracia de mayor calidad que la existente.
Ajena al peculiar
proceso desencadenado en España -¿terminará siendo esta extraña Monarquía
abdicatoria una nueva variedad en el jardín botánico del derecho político?-, la
profesora Alvárez Alonso recuerda cómo los exégetas de Bolingbroke presentaron
la figura del Rey Patriota como una medicina «perennemente aplicable» a
cualquier situación de crisis en su triple condición de «panacea contra la
corrupción», «solucionador de la división partidista» y «heraldo de la grandeza
comercial».
Exactamente éstas son
las tres principales expectativas que enmarcan el inicio del reinado de Felipe
VI. Se espera de él la misma ejemplaridad e intransigencia que invoca
Bolingbroke cuando pide «limpiar la Corte… de todas las prostitutas que se ponen
en venta, todas las langostas que devoran la tierra… y todos los sicofantas que
rodean al trono». Se espera de él que «en lugar de ponerse al frente de un
partido para gobernar a su pueblo, se ponga al frente de su pueblo para someter
a todos los partidos». Y se espera de él que emule y amplíe la constante labor
de su padre como primer embajador de nuestro «tráfico y comercio», siempre que
no redunde en ningún «interés particular» sino en el «beneficio de la nación».
A mayor abundamiento
Clara Álvarez Alonso especifica que cuando se publicó la obra, la corrupción
estaba «identificada con la creación de grupos oligárquicos en el Parlamento»,
con la «incompetencia para resolver los problemas hacendísticos» y con
escándalos especulativos como la llamada «burbuja del Mar del Sur». Eran, según
Bolingbroke, las taras de un «mal reinado precedente». Cualquiera diría que lo
que se quiere escenificar con la extravagante ausencia de Juan Carlos I en la
proclamación de Felipe VI es la ruptura con todo eso. ¿Tan lejos llega la mala
conciencia del dimisionario que además de sus propios pecados busca expiar los
que cometieron otros?
El problema de su
hijo es que, una vez amortizado el efecto contagio por el que todos los
españoles pasaremos a ser desde la retransmisión del jueves hasta la cita con
el espejo del viernes más jóvenes, más altos, más rubios y más guapos, un Rey
constitucional en la España del siglo XXI carece de los resortes necesarios
-«la prerrogativa», se decía en tiempos de Bolingbroke- para «empezar a
gobernar tan pronto como empiece a reinar» y satisfacer esas expectativas.
Si en esa «tradición
histórica» la nuestra fue una Monarquía militar a caballo, ahora sólo puede
encarnarse a pie y, en cuanto cuelgue el uniforme de la jura, Felipe VI se
convertirá en un discreto ejecutivo de traje y corbata. No podrá ser el Rey
árbitro que manejaba las riendas del turnismo durante la Restauración -con
ellas se ahorcó Alfonso XIII- y ni siquiera tendrá el ascendente sobre los
poderes fácticos que permitió a su padre adquirir una legitimidad de ejercicio,
compensatoria de su pecado original franquista.
De ahí mi
escepticismo sobre la utilidad y conveniencia de este precipitado, prematuro y
mal ejecutado relevo en la Jefatura del Estado. A menos que su entronización vaya
acompañada de un inusitado impulso reformista por parte del Gobierno de Rajoy,
el reinado de Felipe VI pronto generará la frustración que sigue fatalmente a
las ilusiones mal fundadas. Tendremos dos reyes en vez de uno, pero ni la casta
política dejará de usurpar nuestros derechos civiles, ni disminuirá
significativamente el paro, ni el separatismo catalán cejará en su desafío.
Todas las miradas se fijarán entonces en el adulto reflexivo y prudente que ha
nacido de aquel chaval que al cumplir los 15 años me enseñó su primer
telescopio y me explicó que de mayor quería ser como su padre en el 23-F.
Felipe VI hará entonces apelaciones a la unidad, leyendo discursos razonables
en sus visitas a España y al extranjero. Pero cuando le pidan que pique espuelas
para acelerar el cambio se dará cuenta de que, a falta de montura, sólo le
quedará la opción de que quien relinche sea él.
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