Hoy
más que nunca/Jean-Marie Colombani fue director de Le Monde.
Traducción de José Luis Sánchez-Silva
El
País | 3 de noviembre de 2015
Hoy
más que nunca, deberíamos tener presente este apóstrofe del papa Juan Pablo II:
“¡No tengáis miedo!”. Este debería ser el leitmotiv de todos nuestros
dirigentes para ayudar a los europeos a combatir el mal que los carcome: el
miedo. Miedo a todo: ayer, a la globalización; hoy, a los refugiados. Un miedo
que alimenta la gran ola de extremismos que, si no tenemos cuidado, nos
conducirá con seguridad al declive que esos mismos extremos pretenden conjurar
explotando y avivando el miedo.
Es
cierto que vivimos en un mundo particularmente ansiogénico, sometido a
múltiples cambios que actúan como verdaderos terremotos.
Cambios
geoestratégicos, con el desplazamiento del centro de gravedad planetario hacia
la zona Asia-Pacífico. Cambios económicos, por supuesto: con el ascenso de Asia
y, mañana, con otro espectacular, el del continente africano, a buen seguro la
nueva frontera del desarrollo del siglo XXI. Cambio ecológico, con las
consecuencias que apenas empezamos a entrever del cambio climático, que no hace
sino más urgente un acuerdo en la cumbre mundial de París, a finales de año.
Cambio demográfico, con una aceleración de los flujos migratorios vinculados a
las diferencias de desarrollo entre las grandes zonas geográficas, que, pese a
que se olvida demasiado a menudo, antes de ser norte-sur (especialmente del África
subsahariana hacia Europa), son sobre todo sur-sur y sur-este (fijémonos en el
número de trabajadores indopakistaníes en los países del Golfo, por ejemplo).
Cambio militar: además de la amplificación de la amenaza terrorista bajo la
égida del Estado Islámico, que no responde a ninguna de las normas militares
habituales, está, en una vertiente más clásica, el armamento acelerado de
China, cuya ambición es convertirse en una gran potencia militar. También es
sorprendente comprobar que China fabrica hoy buques de guerra al mismo ritmo
que la Alemania de antes de 1914. Y una vez armada, ¿qué hará? ¿Seguirá siendo
un imperio preocupado por su propia unidad o proyectará su nacionalismo hacia
el exterior a expensas de sus vecinos? ¿Y qué decir de la transformación de
Rusia? Ayer, socia de la paz y del desarrollo hasta el punto de borrar de las
tabletas del Pentágono todos los planes de respuesta a una eventual agresión en
Europa. Hoy, vuelve a ser una amenaza plausible, si no previsible: tras el
cuestionamiento de la integridad de Ucrania (que sucedía la de Georgia), el
próximo blanco de Putin bien podrían ser los Estados bálticos. Sin embargo, hoy
por hoy, la OTAN no está en condiciones de hacer frente a una nueva agresión
por parte de Rusia, y harían falta uno o dos meses para transportar un
contingente norteamericano suficiente: tiempo de sobra para causar daños
considerables.
Todo
esto, en un contexto militar marcado por el repliegue norteamericano del que
dan prueba tanto la pasividad de Obama en Siria como la campaña para las
elecciones primarias en el seno del partido republicano. Sin olvidar la
práctica desaparición estratégica de Gran Bretaña.
Sin
embargo, no debemos tener miedo. Al contrario, debemos desarrollar y reforzar
nuestra única oportunidad de existir y, no temamos tampoco a las palabras, de
preservar nuestra civilización en un mundo que se transforma a gran velocidad,
a saber: la Unión Europea. Sin subestimar ni las amenazas ni los peligros de
hoy, tengamos presente que el siglo anterior fue uno de los más terribles y
sangrientos. En Europa, empezó con el suicidio colectivo y la carnicería que
fue la Primera Guerra Mundial, que precedió a la de 1939-1945 y sus alucinantes
masacres de masas. Nosotros vivimos un comienzo de siglo infinitamente menos
mortífero, marcado por el acceso al desarrollo de un mayor porcentaje de la
humanidad y por el ascenso universal de las clases medias y el retroceso de la
pobreza y del hambre en el mundo. Y vivimos en una Europa dotada de una Unión
cuya argamasa ha sido y sigue siendo la paz en el Viejo Continente. Una Unión
que fue posible, y es un ejemplo inédito en la Historia, gracias al
acercamiento de unas capitales que, cada una en su momento, habían dominado el
mundo. Una Unión que primero fue, para cada uno de nuestros países, el único
medio de recuperar su soberanía tras la Segunda Guerra Mundial.
Dos
razones para no tener miedo. En primer lugar: potencialmente, la Unión Europea,
sobre todo si llega a un acuerdo a largo plazo con el continente americano,
constituye ya y constituirá en el futuro la mayor zona de prosperidad mundial.
Pero sobre ella se cierne la amenaza de un declive demográfico. Y es entonces
cuando se produce, segunda razón, lo que deberíamos considerar una oportunidad
extraordinaria: un movimiento de refugiados que podría compensar este déficit
y, en consecuencia, reforzar nuestras perspectivas de crecimiento potencial.
Aunque estos argumentos estén ausentes de los discursos políticos, deberíamos
considerarlos si queremos seguir mirando hacia el futuro con confianza.
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