El cambio de naturaleza del conflicto/ Christophe Guilluy es geógrafo y autor de No society: el fin de la clase media occidental (Taurus).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Desde noviembre de 2018, fecha en la que empezó a extenderse el movimiento de los chalecos amarillos, no ha habido un fin de semana en el que los franceses no hayan salido a la calle. El país se encuentra en un estado de tensión permanente. Sin partido y también sin líderes, estos movimientos contra la subida de impuestos o contra el pasaporte sanitario tienen una cosa en común: se desarrollan al margen de cualquier marco político y sindical. Al mismo tiempo, las figuras que animan el debate público ya no proceden del mundo político, sino de la sociedad civil; un ejemplo es el periodista Eric Zemmour. Tanto en la calle como en los medios de comunicación, la protesta ha abandonado las causas tradicionales para cuestionar radicalmente las representaciones de los políticos, los intelectuales y los expertos. Este desplazamiento es consecuencia de una profunda transformación del conflicto, que ha dejado de ser exclusivamente social y que está revestido de una dimensión cultural de la que las clases dirigentes no son todavía conscientes.
El cambio de naturaleza del conflictoEste cambio de naturaleza del conflicto se explica por la evolución del nivel de integración política y social de las personas. Si los movimientos sociales del siglo XX tenían detrás a unas clases integradas desde el punto de vista económico y político, las protestas actuales son ante todo culturales y están impulsadas por grupos económicamente frágiles y políticamente desafiliados. Esta fractura cultural entre ganadores y perdedores, entre las metrópolis y la Francia periférica, entre las clases altas y las clases populares, es el punto de partida de las nuevas protestas. El motivo de que estemos en punto muerto es que estas dos Francias han dejado de hablarse, de escucharse y comprenderse, porque ya no componen una sociedad. El bloque popular, potencialmente mayoritario, se siente hoy rechazado por los de arriba y da la espalda en masa a los partidos políticos. Esta no es una situación coyuntural, sino que durará mucho tiempo. En este sentido, recordemos que el movimiento contra el pasaporte covid surge varios meses después de unas elecciones en las que hubo una abstención sin precedentes. En los últimos comicios regionales, en junio de 2021, dos de cada tres electores se abstuvieron. Una abstención inédita y sobre todo mayoritaria, muy mayoritaria. Ese ruidoso silencio —esa cólera sorda— es explosivo, porque sabemos que esos millones de franceses no van a desaparecer de la noche a la mañana y que volverán a expresar su indignación en las urnas o en la calle.
Es una cuestión crucial; no estamos hablando de sectores marginales, de una fracción de la población, sino de un bloque que puede ser mayoritario. Desde hace varios decenios, los políticos tienden a asumir la representación publicitaria de una sociedad de muestras seleccionadas, en la que los partidos políticos ya no se dirigen a la mayoría sino a clientelas, segmentos y grupos de población. Como símbolo del hundimiento intelectual, el discurso dominante ya no se inspira tanto en la marcha de la sociedad como en representaciones fragmentadas, impuestas por Netflix. En otras palabras, da la impresión de que hoy la matriz del relato político e intelectual en Occidente se construye en los espacios abiertos de los guionistas de Hollywood. En Francia se exagera con frecuencia la inteligencia de las élites, en especial la élite de Macron. En realidad, es evidente que son cada vez menos cultivadas y que el único discurso que manejan es el que lleva el envoltorio de los comunicadores profesionales. Ese desierto intelectual y ese vaciado del pensamiento son los que permiten que se imponga la versión Netflix, una representación ficticia de la sociedad que es útil porque permite ocultar oportunamente el problema fundamental: la fragilización de las clases medias occidentales. Consigue que el elefante enfermo que está en la habitación se vuelva invisible.
La realidad es que hay una mayoría que ha dejado de reconocerse en el sueño tecnocrático de una sociedad funcional en la que los desposeídos aprenden de quienes los desposeen cómo deben sobrevivir. Por eso, la gente corriente ve el mundo político, cada vez más, como algo cerrado, sectario, homogéneo y que se niega a tener en cuenta sus demandas. La falta de representación cultural y política y el rechazo a escuchar las reclamaciones de la mayoría han desembocado en protestas multiformes. La gente utiliza cualquier pretexto para decir: “Nosotros existimos”, no queremos morir, deseamos preservar nuestro modelo social pero también nuestro modo de vida. La protección del modo de vida preocupa a la mayor parte de la población, no solo a la extrema derecha. Por ejemplo, hay una mayoría partidaria de regular la inmigración, incluso entre la izquierda.
El resultado, visible en todas las democracias occidentales, es un movimiento de autonomización cultural de las clases populares que es consecuencia directa de la separación de las élites iniciada a finales de los años ochenta. Es decir, la separación de las clases superiores hacia el final del siglo XX ha derivado en la autonomización de las clases inferiores a principios del XXI. Este doble proceso es el que explica la transformación de las protestas, que han dejado de ser exclusivamente “sociales” para ser también “existenciales”. Las consecuencias son terribles para la sociedad, pero también para la democracia. La palabra política, mediática y sindical ha perdido legitimidad y el debate de ideas ha dejado paso a un clima de imposibilidad de comunicarse, de caricatura y desprecio. El espectáculo del éxito de los ganadores y la insolencia de los prescriptores de opinión, que no dejan de estigmatizar a los más modestos —rebajados a la categoría de espectadores ignorantes—, refuerzan una “epidemia de desconfianza” a la que no responde nadie.
Esa negativa a tener en cuenta las demandas de la mayoría explica el aumento de la intención de voto en favor de las marionetas populistas, pero da la sensación de que ninguna figura política, ningún partido tiene la capacidad de representar a este bloque popular y mayoritario en su conjunto.
Este mundo sin perspectivas, este ámbito de la comunicación sin contenido, es en el que Emmanuel Macron afila su estrategia electoral, cuyo objetivo no es agrupar sino dividir. Se niega a asumir ninguna culpa por su gestión y no busca el consenso, sino que impone una postura autoritaria. En un contexto de abstención masiva y falta de oferta política, el futuro candidato a la reelección no fomenta la tranquilidad sino la tensión y quiere enardecer a su base electoral, compuesta por las burguesías de derecha e izquierda y por los mayores de 60 años. Esta estrategia de la tensión recuerda extrañamente a la de un tal Donald Trump, que no dejó de exaltar y radicalizar a sus votantes para ser protagonista en cada elección. En 2017, los franceses creyeron haber elegido a un socialdemócrata europeo; en 2021 han descubierto que quien ejerce el poder en el Elíseo es un Trump progresista.
Al hablar para un electorado envejecido y burgués, anestesiado por el miedo, y sobreactuar desde su posición elitista y despreciativa, el futuro presidente-candidato está tratando de eliminar a los candidatos de izquierdas y de derechas y garantizarse así la victoria. Las fuerzas políticas tradicionales, relegadas, dejarán su sitio a un duelo que ya hemos visto, en el que la primera opción vence inevitablemente a la segunda: la pugna entre Emmanuel Macron y Marine Le Pen o Eric Zemmour. El segundo mandato de Emmanuel Macron corre peligro de comenzar sobre ese paisaje en ruinas, ese desastre democrático e intelectual. Ahora bien, al día siguiente de su reelección, el nuevo presidente tendrá que volver a hacer frente a un bloque popular que no tiene ninguna intención de morir.
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