Ayotzinapa: el largo adiós del GIEI/ Jorge Fernández Menéndez
Razones
Excelsior, 26 de julio de 2023
Para Néstor Pot, que en aquellos lejanos años de Suecia me brindó refugio, amistad y consejo. Buen viaje amigo.
Con el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) se cometieron demasiados errores. El Grupo se conformó y llegó a México para coadyuvar con la PGR en las investigaciones del caso Ayotzinapa, pero a los pocos meses se había convertido en una suerte de fiscalía externa, exigiendo ser un ministerio público, sin contar con las atribuciones ni las capacidades para ello. Y las autoridades se lo permitieron.
Tuvo un copioso presupuesto a su disposición y partió de un concepto ideológico que marcó todo su accionar: llegó convencido de que el secuestro y muerte de los jóvenes de Ayotzinapa era un crimen de Estado, no un crimen con raíces políticas, pero efectuado por grupos criminales enfrentados y enmarcado en una lucha por el control territorial de una región de la entidad. Una tesis alimentada originalmente por los asesores de los padres y luego por el movimiento de López Obrador, entonces aún en la oposición.
Con el paso de los años, el GIEI se fue desmembrando y al final sólo quedaron Carlos Beristáin y Ángela Buitrago, con la compañía de la Fiscalía especial del caso y del subsecretario Alejandro Encinas. En su informe final, entregado ayer, sus aseveraciones llegaron al clímax: prácticamente todas las dependencias de seguridad del Estado mexicano estuvieron involucradas en el secuestro y asesinato de los jóvenes: el gobierno federal, incluyendo a los secretarios de Gobernación y Defensa, la Secretaría de Marina, el Ejército, la policía federal, la entonces Procuraduría General de la República, la policía estatal y la municipal. No es una exageración: es lo que ayer informó el GIEI. El problema es que lo que llama evidencias de esa participación, no son tales. No existe evidencia alguna de sus acusaciones más que interpretaciones sesgadas de datos que no demuestran las aseveraciones, para tener un resultado político que confirme sus afirmaciones originales.
La primera interrogante que no despeja es el móvil. ¿Por qué el Estado mexicano tendría interés en matar a 43 jóvenes de primer ingreso de la normal de Ayotzinapa que venían movilizándose desde hace años?, ¿qué riesgo implicaban para el Estado y para el gobierno federal esos jóvenes? Es más, si vamos a la variable de la relación con el narcotráfico, ¿qué era lo que hacía tan especiales a los jóvenes de Ayotzinapa, aun asumiendo la vinculación de sólo tres de ellos con el cártel de Los Rojos enfrentados con Guerreros Unidos, organizaciones criminales, las dos, con una importancia muy relativa como tales? Para esa fecha existían en Guerrero unas diez organizaciones criminales de esa misma dimensión, varios grupos de autodefensa armada y, por lo menos, cuatro grupos guerrilleros. ¿Por qué se actuaría contra los jóvenes de Ayotzinapa de esa forma y no sobre todos los demás?
El GIEI nunca ha podido responder esa pregunta. Porque, además, toda la construcción, como ocurre con Encinas y la Fiscalía especial, está basada en testimonios de criminales que sí participaron en ese crimen y que, con ofertas de los propios funcionarios, se reconvirtieron cinco, seis años después de los hechos, en testigos protegidos a cambio de su libertad.
Hoy vivimos la paradoja de que los asesinos materiales de los jóvenes de Ayotzinapa están en libertad, mientras que quienes los apresaron y ante los que declararon sus crímenes, están detenidos. A través de ese esquema, que no está respaldado por pruebas, están presos militares, incluyendo un general, en realidad dos, porque otro que era coronel cuando ocurrieron los hechos pasó a retiro con ese grado, también el exprocurador Jesús Murillo Karam, y numerosos exfuncionarios tienen orden de aprehensión. El GIEI, la Fiscalía especial y el subsecretario Encinas han acabado con carreras y con vidas profesionales basados en testimonios de criminales confesos a los que se les otorgó la libertad a cambio de los mismos.
En esa investigación se han ignorado las pruebas duras. La principal, las capturas de pantalla que entregó la DEA desde 2018, con las conversaciones entre los integrantes de Guerreros Unidos, en Iguala, con sus jefes en Chicago, donde está relatado, casi a detalle, lo sucedido esa noche y los días siguientes. Ni el GIEI ni la Fiscalía las han tomado en cuenta, pero en cambio sí asumen como buenas las capturas de pantalla que alguien entregó a Encinas, que no se sabe de dónde salieron, que no han sido verificadas, como lo confesó el propio Encinas al NYT, y que sostienen incongruencias insalvables, con que la hija de José Luis Abarca, una adolescente entonces, le pueda contar en un chat a una amiga, con lujo de detalles, dónde estaban algunos jóvenes y cómo fueron asesinados. Estaría muy bien si ese hubiera sido su teléfono y si esa amiga existiera, pero no es así. Y ese tipo de historias se repiten una y otra vez.
El costo de esta investigación, cuyo motor ha sido el GIEI, será altísimo para el Estado mexicano. El presidente López Obrador dirá el próximo 26 de septiembre que ha cumplido su compromiso y que se ha juzgado a los responsables de ese crimen, sin comprender que, como ocurrió con las investigaciones de Pablo Chapa Bezanilla sobre los asesinatos del cardenal Posadas, de Colosio y de Ruiz Massieu, lo que está asegurando es un grave daño a las instituciones y a la justicia y, paradójicamente, confirmando la impunidad de los verdaderos criminales.
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