Un vídeo sacude a Guatemala/Dina Fernández, antropóloga y columnista en Guatemala Pübliccado en EL PAÍS, 03/06/09;
Bajo la sombra de una arboleda, en una calle residencial de la ciudad de Guatemala, hay ahora un altar con flores frescas.
Alrededor de los cubos repletos de ramos de colores, los visitantes han dejado cruces, imágenes de la Virgen y varios carteles. “Gracias Rodrigo, ya no tengo miedo”, clama uno de ellos, sobre un fondo rojo.
En ese lugar, en la mañana del domingo 10 de mayo, acribillaron al abogado Rodrigo Rosenberg, de 48 años, un prestigioso docente universitario y asesor jurídico de empresas. Tres días antes, había grabado un vídeo acusando de su muerte a la cúpula del Gobierno -al presidente Álvaro Colom, su esposa Sandra y su secretario privado, Gustavo Alejos- y a empresarios ligados al partido oficial, a quienes involucra en negocios corruptos y lavado de dinero.
El jurista también sindica a los mismos personajes de haber asesinado a dos clientes suyos: el empresario de origen libanés, Khalil Musa, quien fue ametrallado al salir de su fábrica junto a su hija Marjorie, en el mes de abril.
El vídeo, además de capturar la atención de la prensa internacional, ha detonado en Guatemala la crisis política más grave de los últimos 15 años. De poco le ha servido al presidente Colom negar todas las acusaciones de Rosenberg, atribuirlas a una conspiración de la derecha y organizar movilizaciones populares para demostrar apoyo al Gobierno.
Horas después de que la cinta apareciera colgada en YouTube, la indignación cundió por las redes sociales de Internet. Miles de jóvenes, en su mayoría estudiantes de universidades privadas, se echaron a las calles a exigir justicia y pedir la renuncia del presidente Colom.
Aunque la presión de este movimiento liderado por jóvenes ha amainado con el pasar de los días, su poder de convocatoria ha dejado con la boca abierta a toda la sociedad. No es para menos: el primer fin de semana, una manifestación convocada por Facebook reunió frente al Ayuntamiento capitalino a más de 30.000 personas vestidas de blanco, algo no visto en Guatemala desde las visitas del papa Juan Pablo II.
¿Cómo es que un vídeo logra poner a un país al borde del caos institucional cuando, por espeluznante y vehemente que resulten sus acusaciones, deja muchas preguntas sin respuesta y no ofrece evidencias contundentes?
Quizá haya que interpretarlo como un signo de hartazgo en una sociedad agobiada por la falta de justicia y la desigualdad. Guatemala es un país atravesado por la violencia, donde los sociólogos han profetizado por décadas un estallido social. Como en muchos países latinoamericanos, una pequeña élite concentra la mayor parte de la riqueza, hay una reducida clase media que no logra aún la suficiente masa crítica para ejercer protagonismo, mientras el resto de la población se debate en la pobreza.
La historia del país -plagada de dictaduras, crímenes políticos y esfuerzos denodados por anclar la impunidad- constituye otro lastre difícil de ignorar. Después de una guerra civil de 36 años (1960-1996) que dejó centenares de miles de muertos y desaparecidos, no le han faltado a los guatemaltecos razones para protestar.
En los últimos tiempos el país ha sufrido un incremento delirante de la criminalidad. Sólo el año pasado hubo en Guatemala casi 6.300 asesinatos, de los cuales el 98% queda por resolver: la policía no investiga, la fiscalía no acusa y los tribunales no conocen ni sentencian.
En los barrios marginales de la ciudad, las pandillas o maras están fuera de control: trafican con drogas, extorsionan a los vecinos, se enfrentan a balazos y ejecutan a cualquier enemigo sin que las autoridades puedan ni siquiera parpadear.
El transporte urbano se ha convertido en uno de los blancos favoritos de la delincuencia. En los primeros seis meses de 2009 han matado a cerca de 70 conductores de autobús ante la mirada horrorizada de los pasajeros, para exigir el pago de un “impuesto” de circulación.
Más inquietante aún que la zozobra prevaleciente en las calles, resultan los vínculos existentes entre las pandillas y las mafias, que a su vez han infiltrado el poder político y el Estado. Estas relaciones se han ido estableciendo, entre otras formas, a través de la financiación de campañas electorales. Como la ley es laxa, ningún partido político se encuentra libre de sospecha de contar entre sus padrinos a capos del crimen organizado.
Las dudas rodean al partido gobernante, la Unidad Nacional de la Esperanza, donde el escándalo más sonado ha sido la expulsión de un diputado que se encuentra ahora prófugo de la justicia bajo cargos de narcotráfico. Sin embargo, la desconfianza también pesa sobre otras organizaciones políticas, entre ellas la principal fuerza de oposición, el Partido Patriota.
El fortalecimiento de la presencia del narcotráfico salta a la vista, en particular desde que el Gobierno de Felipe Calderón puso en marcha una ofensiva para sacar a los carteles del territorio mexicano. Atraídos por la impunidad, los narcos se han trasladado a Guatemala que, de país puente para la droga, se ha convertido en centro de operaciones y distribución.
Esta transformación ha incidido en la escalada de violencia. El presidente Colom ha admitido ya que el Gobierno perdió el control de regiones enteras del país. La selva petenera, famosa por sus majestuosas ruinas mayas, se ha llenado de pistas clandestinas de aterrizaje. En otros feudos del narco, como las provincias orientales, se pasean a su aire ejércitos de sicarios que ostentan kilos de oro y fusiles de asalto.
Con igual facilidad se toleran los escándalos de corrupción. Hace un año, la Junta Directiva del Congreso se vio envuelta en una defraudación de 10 millones de dólares. Resultado: el presidente del Legislativo, miembro prominente del partido oficial, fue degradado a congresista raso, pero ahí murió el asunto.
Es en este contexto donde el asesinato del abogado Rosenberg y su denuncia póstuma han caído como una bomba. Dados los antecedentes de casos similares, que nunca son esclarecidos a pesar de su relevancia, nadie confía en la capacidad de la administración de justicia para dar con los responsables.
La esperanza de los guatemaltecos se ha volcado entonces en la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, CICIG, instaurada en el país a fines de 2006 para apoyar al Gobierno en la investigación y enjuiciamiento de las redes del crimen organizado, especialmente de aquellas enquistadas en el aparato estatal.
“Es una prueba de fuego”, confiesa el jefe de CICIG, el fiscal español Carlos Castresana, quien aceptó el reto con dos condiciones: que el Gobierno no interfiera en la investigación y que se le conceda un tiempo prudencial para llevarla a cabo.
La tarea promete ser endiabladamente difícil, pues resulta obvio que en este caso se cruza un enjambre de intereses políticos y empresariales, que, a juzgar por la escasa evidencia documental que ha trascendido hasta el momento, apunta hacia una añeja pugna por el control de la gremial de caficultores y del mayor banco del país, de capital mixto.
El reto de la CICIG será desarrollar una investigación sólida a pesar de la maraña que se teje alrededor de esta clase de crímenes en Guatemala, donde los hechos se desdibujan ante las simpatías ideológicas, las agendas personales y lo que cada quien decide creer. En la calle se escucha ya todo un abanico de teorías: desde quienes están convencidos de la culpabilidad del presidente y su equipo más cercano, hasta quienes creen que el abogado fue víctima de una siniestra conjura, maquinada por personajes acusados de ser especialistas en derrocar Gobiernos.
Mientras la investigación avanza, un dato es digno de señalar: el despertar de una nueva generación que tiene la oportunidad de agrupar a la sociedad para exigir justicia, no sólo en estos asesinatos, sino en la marejada de violencia que está desangrando a Guatemala.
Ese sí que sería un homenaje para el abogado que llamó a rescatar al país de “los ladrones, los asesinos y los narcos”.
Alrededor de los cubos repletos de ramos de colores, los visitantes han dejado cruces, imágenes de la Virgen y varios carteles. “Gracias Rodrigo, ya no tengo miedo”, clama uno de ellos, sobre un fondo rojo.
En ese lugar, en la mañana del domingo 10 de mayo, acribillaron al abogado Rodrigo Rosenberg, de 48 años, un prestigioso docente universitario y asesor jurídico de empresas. Tres días antes, había grabado un vídeo acusando de su muerte a la cúpula del Gobierno -al presidente Álvaro Colom, su esposa Sandra y su secretario privado, Gustavo Alejos- y a empresarios ligados al partido oficial, a quienes involucra en negocios corruptos y lavado de dinero.
El jurista también sindica a los mismos personajes de haber asesinado a dos clientes suyos: el empresario de origen libanés, Khalil Musa, quien fue ametrallado al salir de su fábrica junto a su hija Marjorie, en el mes de abril.
El vídeo, además de capturar la atención de la prensa internacional, ha detonado en Guatemala la crisis política más grave de los últimos 15 años. De poco le ha servido al presidente Colom negar todas las acusaciones de Rosenberg, atribuirlas a una conspiración de la derecha y organizar movilizaciones populares para demostrar apoyo al Gobierno.
Horas después de que la cinta apareciera colgada en YouTube, la indignación cundió por las redes sociales de Internet. Miles de jóvenes, en su mayoría estudiantes de universidades privadas, se echaron a las calles a exigir justicia y pedir la renuncia del presidente Colom.
Aunque la presión de este movimiento liderado por jóvenes ha amainado con el pasar de los días, su poder de convocatoria ha dejado con la boca abierta a toda la sociedad. No es para menos: el primer fin de semana, una manifestación convocada por Facebook reunió frente al Ayuntamiento capitalino a más de 30.000 personas vestidas de blanco, algo no visto en Guatemala desde las visitas del papa Juan Pablo II.
¿Cómo es que un vídeo logra poner a un país al borde del caos institucional cuando, por espeluznante y vehemente que resulten sus acusaciones, deja muchas preguntas sin respuesta y no ofrece evidencias contundentes?
Quizá haya que interpretarlo como un signo de hartazgo en una sociedad agobiada por la falta de justicia y la desigualdad. Guatemala es un país atravesado por la violencia, donde los sociólogos han profetizado por décadas un estallido social. Como en muchos países latinoamericanos, una pequeña élite concentra la mayor parte de la riqueza, hay una reducida clase media que no logra aún la suficiente masa crítica para ejercer protagonismo, mientras el resto de la población se debate en la pobreza.
La historia del país -plagada de dictaduras, crímenes políticos y esfuerzos denodados por anclar la impunidad- constituye otro lastre difícil de ignorar. Después de una guerra civil de 36 años (1960-1996) que dejó centenares de miles de muertos y desaparecidos, no le han faltado a los guatemaltecos razones para protestar.
En los últimos tiempos el país ha sufrido un incremento delirante de la criminalidad. Sólo el año pasado hubo en Guatemala casi 6.300 asesinatos, de los cuales el 98% queda por resolver: la policía no investiga, la fiscalía no acusa y los tribunales no conocen ni sentencian.
En los barrios marginales de la ciudad, las pandillas o maras están fuera de control: trafican con drogas, extorsionan a los vecinos, se enfrentan a balazos y ejecutan a cualquier enemigo sin que las autoridades puedan ni siquiera parpadear.
El transporte urbano se ha convertido en uno de los blancos favoritos de la delincuencia. En los primeros seis meses de 2009 han matado a cerca de 70 conductores de autobús ante la mirada horrorizada de los pasajeros, para exigir el pago de un “impuesto” de circulación.
Más inquietante aún que la zozobra prevaleciente en las calles, resultan los vínculos existentes entre las pandillas y las mafias, que a su vez han infiltrado el poder político y el Estado. Estas relaciones se han ido estableciendo, entre otras formas, a través de la financiación de campañas electorales. Como la ley es laxa, ningún partido político se encuentra libre de sospecha de contar entre sus padrinos a capos del crimen organizado.
Las dudas rodean al partido gobernante, la Unidad Nacional de la Esperanza, donde el escándalo más sonado ha sido la expulsión de un diputado que se encuentra ahora prófugo de la justicia bajo cargos de narcotráfico. Sin embargo, la desconfianza también pesa sobre otras organizaciones políticas, entre ellas la principal fuerza de oposición, el Partido Patriota.
El fortalecimiento de la presencia del narcotráfico salta a la vista, en particular desde que el Gobierno de Felipe Calderón puso en marcha una ofensiva para sacar a los carteles del territorio mexicano. Atraídos por la impunidad, los narcos se han trasladado a Guatemala que, de país puente para la droga, se ha convertido en centro de operaciones y distribución.
Esta transformación ha incidido en la escalada de violencia. El presidente Colom ha admitido ya que el Gobierno perdió el control de regiones enteras del país. La selva petenera, famosa por sus majestuosas ruinas mayas, se ha llenado de pistas clandestinas de aterrizaje. En otros feudos del narco, como las provincias orientales, se pasean a su aire ejércitos de sicarios que ostentan kilos de oro y fusiles de asalto.
Con igual facilidad se toleran los escándalos de corrupción. Hace un año, la Junta Directiva del Congreso se vio envuelta en una defraudación de 10 millones de dólares. Resultado: el presidente del Legislativo, miembro prominente del partido oficial, fue degradado a congresista raso, pero ahí murió el asunto.
Es en este contexto donde el asesinato del abogado Rosenberg y su denuncia póstuma han caído como una bomba. Dados los antecedentes de casos similares, que nunca son esclarecidos a pesar de su relevancia, nadie confía en la capacidad de la administración de justicia para dar con los responsables.
La esperanza de los guatemaltecos se ha volcado entonces en la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, CICIG, instaurada en el país a fines de 2006 para apoyar al Gobierno en la investigación y enjuiciamiento de las redes del crimen organizado, especialmente de aquellas enquistadas en el aparato estatal.
“Es una prueba de fuego”, confiesa el jefe de CICIG, el fiscal español Carlos Castresana, quien aceptó el reto con dos condiciones: que el Gobierno no interfiera en la investigación y que se le conceda un tiempo prudencial para llevarla a cabo.
La tarea promete ser endiabladamente difícil, pues resulta obvio que en este caso se cruza un enjambre de intereses políticos y empresariales, que, a juzgar por la escasa evidencia documental que ha trascendido hasta el momento, apunta hacia una añeja pugna por el control de la gremial de caficultores y del mayor banco del país, de capital mixto.
El reto de la CICIG será desarrollar una investigación sólida a pesar de la maraña que se teje alrededor de esta clase de crímenes en Guatemala, donde los hechos se desdibujan ante las simpatías ideológicas, las agendas personales y lo que cada quien decide creer. En la calle se escucha ya todo un abanico de teorías: desde quienes están convencidos de la culpabilidad del presidente y su equipo más cercano, hasta quienes creen que el abogado fue víctima de una siniestra conjura, maquinada por personajes acusados de ser especialistas en derrocar Gobiernos.
Mientras la investigación avanza, un dato es digno de señalar: el despertar de una nueva generación que tiene la oportunidad de agrupar a la sociedad para exigir justicia, no sólo en estos asesinatos, sino en la marejada de violencia que está desangrando a Guatemala.
Ese sí que sería un homenaje para el abogado que llamó a rescatar al país de “los ladrones, los asesinos y los narcos”.
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