A
la caza de políticos plagiarios/ Fernando Aramburu es escritor.
El
País | 9 de febrero de 2013
En
Alemania, ser doctor viste mucho. El uso social del término no se limita al
médico de bata blanca, sino que está extendido a todas las especialidades
académicas y todavía, quien tiene la flor, la luce. La abreviatura Dr. se
encuentra con frecuencia en los letreros de los buzones privados, en las
esquelas necrológicas, por supuesto en los encabezados de las cartas y no
digamos en las tarjetas de visita. Asimismo es habitual, en las tertulias de
televisión, las entrevistas, los reportajes y presentaciones de todo tipo, dar
tratamiento de doctor a quien lo merece y aunque no ejerza.
Y
para merecerlo hay, claro está, que culminar unos estudios universitarios,
redactar una disertación o tesis de doctorado y exponerla con éxito ante un
tribunal. Superada la prueba, puede uno ir por la vida, al menos en Alemania,
con cierto relumbre de persona de fortuna y provecho. Está en la idiosincrasia
germana el distinguir, alzándolo sobre la masa, a quien lleva a un término dichoso
el esfuerzo personal. Baste pensar que la nota más alta en un colegio alemán es
el 1 singularizador, frente al acumulativo 10 latino. Se trata, por así decir,
de llegar a lo más alto, no de poseer mucho. De manera que, para ser alguien y
a falta de un título nobiliario, al ciudadano acomodado y al plebeyo laborioso
les queda la opción de conseguir una condecoración académica.
Pero
transcurrieron los siglos y un día sobrevino la revolución digital. Con ella
vinieron los buscadores de internet y surgió un nuevo tipo de ser humano. No el
superhombre nietzscheano, sino otro más temible y poderoso: el de los usuarios
que no tienen otra ocupación que estar todo el santo día con la nariz pegada a
la pantalla del ordenador. De ellos derivó una correosa subespecie que de
tiempo en tiempo fuerza la dimisión de algún que otro político destacado. Se
trata de los rastreadores de tesis doctorales plagiadas. El foro se hace llamar
VroniPlag. Se trata de una “wiki”, esto es, de un banco de datos en el que
cualquiera puede intervenir. Los aficionados a la caza de plagiarios se van
conectando cada día a partir de las seis de la tarde. Hacia las diez ya está
toda la manada en movimiento. No cobran un céntimo; pero se divierten, en
especial cuando la pieza avistada es famosa. Entonces se coordinan,
intercambian información y acorralan a la presa potencial desde todos los
flancos. Como consecuencia de las pesquisas de VroniPlag, al menos ocho
científicos y políticos han sido despojados en Alemania del título de doctor. A
todos ellos habría que añadir los doctorcitos de chicha y nabo que abultan
poco.
Un
caso particularmente sonado fue el de Karl Theodor zu Guttenberg, noble bávaro
que ostentaba el cargo de ministro de Defensa cuando fue aireado su
trampantojo. Se hablaba de él como de un seguro sucesor de Angela Merkel en la
cancillería. Joven, multimillonario con palacio propio, impecablemente trajeado
a todas horas, brillante orador, había tenido algunos detalles de audacia que
le habían conferido popularidad. A su carrera política cabía asignarle el
tópico de meteórica. De vez en cuando, durante el desempeño de su cargo, volaba
a Afganistán y, vestido con atuendo más o menos de combate (ejem), se mezclaba
con la tropa polvorienta, comía en bandeja cuartelera y decía ante las cámaras
de televisión unas palabras bien dichas, con un adecuado fondo de desierto.
La
revolución digital acabó ciertamente con la era Guttenberg. El ministro no bajó
la cabeza enseguida. Se aferró a la táctica habitual de autodefensa del hombre
público pillado en mala postura: negó, recalcó su inocencia, se declaró víctima
de una campaña de difamación, amenazó con presentar demandas judiciales e hizo
todo lo posible por ganar tiempo. Sometido al peso de las evidencias (VroniPlag
demostró que el 82% de su tesis era plagio), llegó a sostener que no había
copiado conscientemente más de trescientas páginas ajenas. Huelga decir que la
canciller y sus compañeros de partido alegaron que seguirían colaborando con él
mientras no hubiese pruebas concluyentes; pero Alemania no es un país donde se
practique el menosprecio de la educación y la ciencia, y a principios de 2011,
una vez que la Universidad de Bayreuth lo hubo despojado del título de doctor,
el ministro de Defensa anunció con lágrimas en los ojos su dimisión. Se
estableció en Estados Unidos, donde no hace muchos meses un grupo de
estudiantes de New Hampshire le reventó una charla. Hasta el otro lado del
océano lo persigue la fama de plagiario.
No
tardó en correr una suerte similar y por el mismo motivo Silvana Koch-Mehrin,
joven política del partido liberal FDP, diputada del parlamento europeo por los
días en que saltó a la prensa su caso. Koch-Mehrin fue mucho más prudente que
el ministro. Tan pronto como llegaron a la prensa los primeros rumores acerca
de su tesis doctoral plagiada, dimitió de todos sus cargos. De esta manera
zanjó la cuestión antes que se desatara un esperpento al estilo de Guttenberg.
Reconocida la falta, su caso perdió interés para la prensa, no dio abono a los
comediantes satíricos, que en Alemania tienen un poder de despellejamiento
brutal, y el escándalo resultó bastante amortiguado.
Ahora
le ha tocado el turno a Annette Schavan. A la ministra de Educación y mano
derecha de Angela Merkel. Si hasta parecen hermanas. Mismo partido, misma generación
(un año de diferencia), mismo aspecto. Corren imágenes por ahí en que se ve a
la canciller, en el curso de una reunión oficial, enseñarle a su amiga Annette
el móvil, esta lee algo en la pantallita y las dos se ríen. Annette Schavan,
como los hermanos del cuento de Cortázar, lleva meses cediendo espacio de mal
grado a los fantasmas, en su caso a los denunciadores informáticos de plagios,
y todo parece indicar que también ella tendrá que abandonar la posición.
Su
historia empieza en 1980, en la Universidad de Düsseldorf. Annette Schavan,
entonces una estudiante de 25 años en el tramo final de su formación académica,
presenta una disertación con el pomposo título de “Persona y conciencia”. La
cosa no suena ni apasionante ni amena, pero es suficiente para obtener el
título de doctorado con “opus admodum laudabile”, la segunda mejor nota
posible. Por espacio de tres décadas, la tesis se cubre de polvo en los
archivos de la universidad sin que nadie se interese por ella.
Se
deja imaginar que por entonces la doctoranda no disponía de ordenador. El
método de trabajo consistía básicamente en anotar citas y extractos de libros
en fichas. Las cuales servían de base para una posterior redacción a mano,
previa al mecanografiado final en el que, como ahora se sabe, figuran no pocos
pasajes que más le habría valido a la autora entrecomillar y, por descontado,
atribuir a sus verdaderos autores en las correpondientes notas a pie de página.
Annette Schavan admite que no lo hizo. Hasta ahí da el brazo a torcer; pero no
más. Durante largos meses, lo que los unos calificaban en público de plagio,
ella lo llamaba error en las formas, alegando, para certificar su honradez, que
las conclusiones de la tesis son enteramente suyas.
A
finales de enero de este año, Annette Schavan recibió un duro revés en sus
aspiraciones de salir airosa de este penoso asunto y salvar su carrera
política. La Universidad de Düsseldorf accedió a constituir una comisión de
control que no ha tardado ni una semana en anunciar su veredicto. Doce votos a
favor, dos en contra y una abstención, con fecha de 5 de febrero, determinaron
que la actual ministra de Educación de la República Federal de Alemania sea
despojada del título de doctorado. El dictamen del decano no deja lugar a
dudas: plagio. La doctora Annette Schavan, perdón, Annette Schavan ha asegurado
que recurrirá. Contumacia no le falta, pero lo tiene crudo, muy crudo.
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