La agenda con
Estados Unidos/JAVIER SICILIA
Revista
Proceso
No. 1903, 21 de abril de 2013;
México
–es ya un espantoso lugar común– lleva en menos de siete años, según datos
oficiales, más de 70 mil asesinados y cerca de 30 mil desaparecidos. Estados Unidos,
desde la masacre de Newton en diciembre de 2012, donde perdieron la vida 20
niños, lleva contabilizados, hasta recientes fechas, 2 mil 657 asesinatos.
Todos ellos han sido víctimas, de alguna o de otra manera, de las armas, muchas
de ellas de asalto, vendidas de manera legal e ilegal en Estados Unidos.
Estas
son sólo cifras, estadísticas que generan una percepción lejana de la realidad,
como si la miráramos en una maqueta que no dice nada sobre el horror. Para
poder comprenderlo hay que oír el relato de las víctimas, lo que vemos cada
noche y nos levanta sobresaltados. Yo, desde hace dos años, no dejo de mirar
desde la soledad a mi Juanelo y a sus seis amigos sometidos por unos hombres
armados. Están solos frente a ellos, aterrados. Los insultan, los golpean con
las culatas de sus armas y los encierran en una bodega. Su miedo se hace cada
vez mayor. Argumentan, piden, suplican. Pero esos tipos se sienten seguros
detrás de la prepotencia de sus armas y vuelven a golpearlos. Los humillan más,
los desnudan, los escupen, los torturan, los vejan. Les han ido destruyendo
lentamente su humanidad, llenándolos de un terror animal. Mi Juanelo ha visto
morir a sus amigos asfixiados con bolsas de plástico –esos imbéciles no quieren
usar sus armas para no llamar la atención–. Le toca a él. Respira con
dificultad, con una avidez por la vida que no alcanza su objeto. No hay
súplica, no hay compasión, no hay terror ni amor que alcancen a contener la
gangrena del alma con la que, al igual que lo han hecho con sus amigos, se
lanzan sobre él, que en el terror de su soledad y de su asfixia se pregunta por
qué le hacen eso.
Junto
a esas insoportables imágenes que cada noche me persiguen no he dejado de
escuchar a lo largo de dos años esas historias en donde muchachos desnudos y
desarmados han sido pacientemente destruidos, mutilados, torturados y después
asesinados con bolsas de plástico, con ráfagas de AK 47 o con un tiro en la
nuca, por seres armados cuyo rostro se parece al nuestro. Y frente a cada una
de esas historias que las víctimas y quienes trabajan a su lado llevamos con
nosotros, la cabeza nos da vueltas, la angustia nos atraganta el alma y nos
preguntamos ¿cómo es posible? Sin embargo, lo es; lo está siendo en este
momento en que escribo estas líneas. Las causas –si es que hay causas para
hacer eso– son insondables. Pero hay una que nos paraliza. Esos hombres pueden
hacer lo que hacen, porque otros, que también se parecen a nosotros, que son
buenos padres, como nosotros, que tienen hijos buenos, como a los que a nosotros
nos arrebataron, decidieron en nombre del dinero y de sus imbéciles razones,
fabricar armas, comercializarlas, vendérselas a los asesinos e irse a dormir en
paz. Porque también otros hombres que custodian el Estado y que dicen
resguardar nuestra seguridad, decidieron, por las mismas razones y amparándose
en leyes injustas, que eso que hacen los fabricantes y comerciantes de armas
está bien.
Pero
no lo está. Ningún arma, ningún interés comercial, ninguna justificación
ideológica, como la que ampara la segunda enmienda de la Constitución de los
Estados Unidos, ninguna lucha contra las drogas, que en México alimenta
exponencialmente el comercio de armas y el crimen, vale esa realidad atroz. Es
necesario que esos hombres sepan que un solo cabello de esos muchachos y de
esos niños asesinados y desaparecidos por el miserable poder de las armas, que
un solo cabello de esos muchachos y de esos niños que corren el peligro de ser
destrozados por la prepotencia tecnológica de la industria armamentista, que
una sola de las angustias de las madres y padres que buscan a sus hijos que
unos hombres armados se llevaron, que una sola de nuestras noches frente a la
muerte de nuestros hijos, es más importante para México y los Estados Unidos
que los millones de hombres y mujeres que con la sonrisa en los labios
defienden el universo de las armas y de la guerra contra unas sustancias que
deben ser vistas, no como un asunto de seguridad nacional, sino como un
problema de salud que deben regular y controlar los Estados.
Detener
las armas y cambiar la óptica frente al problema de las drogas debe ser, de
cara a las evidencias del horror y no de la estadística, la prioridad del
encuentro que en mayo sostendrán Barack Obama y Enrique Peña Nieto en México.
Esa debe ser la base de la agenda bilateral y también la responsabilidad de los
ciudadanos de ambos países. Si no presionamos para que así sea, si dejamos que
sólo los intereses comerciales y políticos –que han arrodillado a los Estados
para hacerlos justificar el crimen– hablen por boca de nuestros mandatarios
arropados, como siempre, por nubes de fotógrafos y grandes titulares, todos
tendremos el rostro de los asesinos. Entonces nosotros, los que no podemos ya
dormir porque sabemos del horror y no tenemos corazón para aceptarlo,
seguiremos luchando, contra los delicados que nos encuentran monótonos, para
cambiar la suerte que las democracias también reservan a los seres humanos.
Además
opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los
zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los
crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de
San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises
Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra
de Calderón.
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