“Ser bueno, ¿quién no lo desearía? Pero sobre este
triste planeta, los medios son restringidos. El hombre es brutal y pequeño.
¿Quién no querría, por ejemplo, ser honesto? Pero ¿se dan las circunstancias?
¡No! ellas no se dan aquí”. Estas acertadas palabras de Bertolt Brecht deberían
hacer despertar a quienes en forma silente, y por tanto cómplice, asisten a la
escenificación de la caída de los valores, la justificación de la mentira, la
negación de la honestidad política y la desaparición de la decencia en el
quehacer público en España.
Tengo que reconocer que cada vez me cuesta más
comprender la indiferencia de un gran número de españoles y españolas que
aceptan estoicamente, o bien jalean y justifican, los escándalos de corrupción
y latrocinio de los servidores públicos como si fuera algo normal que forma
parte de nuestra cotidianeidad. Hasta tal punto ha llegado ese pasotismo, que
ese contingente, alarmantemente alto, acepta, sin remordimiento, las burdas
defensas mediáticas y políticas de quienes están en entredicho por su
inapropiada actuación, que incluso podría ser delictiva, y no se inmuta cuando
un jefe de Gobierno, duramente cuestionado, se limita, hasta ahora, como único
argumento ante las graves acusaciones de corrupción en su contra, a anunciar una
comparecencia 20 días después de la ratificación judicial del escándalo, y a
conceder una entrevista pactada en la que justifica su silencio ominoso con una
lacónica apelación al respeto al Estado de derecho que no limpia una conducta
que apesta por su falta de transparencia y que alarma a la ciudadanía, ante las
revelaciones de quien hasta hace poco era uno de sus fieles escuderos.
La fungibilidad de las opiniones políticas es algo sabido y asumido por el común de los mortales. Pero resulta sorprendente la polarización de los medios de comunicación, en función del interés político o la facción a la que pertenezcan, olvidando (solo algunos lo recuerdan) el sagrado deber de informar a todos los ciudadanos, con objetividad e independencia. Así, resulta memorable el esfuerzo por eliminar a quien está colaborando con la justicia, denostándolo, sin más argumento que el de perjudicar al contrario, que en este caso es el pueblo como titular de la justicia.
Los análisis objetivos han muerto, solo las afirmaciones parciales sobreviven. La apelación al Estado de derecho es baldía cuando, previamente, se quebranta el mismo (cobro de sobresueldos, ocultación de cantidades al fisco, financiación ilegal de un partido político, aprovechamiento del cargo para percibir comisiones). ¿De qué Estado de derecho hablan? Quienes así se comportan, máxime si están en lo más alto de la Administración o de la justicia constitucional, no merecen la confianza de los ciudadanos, porque ellos son el principal peligro para la subsistencia del sistema democrático al haber quebrantado, sin complejos, y, aun peor, justificándolo, el juramento de entrega al servicio público y la defensa de los principios constitucionales que les obligan. Cuando así actúa, se deben pagar las consecuencias a todos los niveles, porque de lo contrario la credibilidad del sistema se arrastra por los suelos.
Este principio, tan arraigado en otras democracias, en la nuestra no vale ni como saldo de temporada, porque al final del día la línea entre lo ético y lo legal se difumina, dando paso a la arbitrariedad y lo delictivo. La corrupción afecta a las estructuras del Estado y genera desigualdad y empobrecimiento en los ciudadanos, convirtiéndose en el más grosero de los ataques a los derechos humanos, que solo justifican aquellos que se aprovechan y benefician de la misma. A pesar de esto, en España no se produce un clamor popular, por encima de las diferencias o planteamientos políticos, contra los que han roto el contrato con los ciudadanos, engañándolos. Lo de menos es que se llamen Bárcenas, Correa, Gürtel, ERE, Nóos o Palau de la Música, lo verdaderamente preocupante es que los hechos que motivaron esos casos se han producido y los últimos responsables se amparan en las inmunidades del miedo y la vergüenza y desprecian el respeto a la justicia, tratando de socavarla, incluso desde dentro.
El mutismo nos hace cómplices de esta situación. La falta de decisión política por parte de quienes están en el poder o los que ejercen oposición al mismo debe hacernos reaccionar. Todos, salvo contadas excepciones, han asumido una postura oportunista y precavida, o lo que es peor, condicionada a la propia acción de los perpetradores.
La denuncia de un sistema esencialmente corrupto es necesaria, frente a la compra de conciencias adormecidas que justifican la impunidad de estas conductas.
No concibo que los votantes del Partido Popular, o de cualquier otro partido, ante el vendaval de suciedad esparcida por mil actos de corrupción, que nos estallan en la cara día a día, continúen callados por el simple hecho de que quienes actúan inmoralmente son de su ideología. La lucha frente a la corrupción no es una cuestión de ideología, sino una medida terapéutica, y por ende el abandono o renuncia, sin necesidad de dimitir, es una medida de regeneración democrática.
Conocer a través de lo publicado que altos cargos públicos mediaban ante el juez y con el imputado ilustre exsenador, por orden de otros cargos públicos o políticos; cómo exresponsables políticos realizaban la labor de “conseguidores” para doblegar voluntades en la justicia; cómo abogados sin ética profesional se han prestado a este aquelarre corrupto en el que se distribuían favores y prebendas a cambio de hundir los pies de la democracia en el fango más espeso, resulta insufrible. No es cuestión de ideología, sino de honestidad y de principios. No me importa, a estos efectos, que gobierne el Partido Popular, pero sí me ofende como ciudadano tener que oír hasta en el último confín del mundo comentarios críticos sobre España por el hecho de que el presidente y otros políticos continúen enrocados en su posición y no se marchen, sin necesidad de que nadie se lo pida. Y ni tan siquiera una explicación al pueblo.
Mariano Rajoy nunca se ha caracterizado por su contundencia a la hora de tomar decisiones, pero, al menos, parecía que estaba limpio. Sin embargo, y sin perjuicio de la aplicación del mencionado principio de presunción de inocencia, que en política opera diferente a como lo hace en el ámbito penal, quedan pocas dudas de que quienes le aconsejan una posición cobarde y de aguantar el temporal hasta que escampe se están equivocando y están llenando el vaso de la indignación popular, que no va a descender con una comparecencia parlamentaria tardía y fuera de contexto, sacada con fórceps.
La pregunta es ¿no hay un solo hombre o mujer en el Partido Popular que pueda ocupar el cargo o cargos de aquellos o aquellas que están siendo cuestionados como corruptos por quien ellos mismos defendieron y protegieron, frente al juez y a los que con serena profesionalidad iniciaron y continúan la investigación? ¿Dónde están aquellos que en los primeros días después de las detenciones de Correa, Crespo y compañía se reunían en infame conciliábulo para acusar al juez que investigaba? ¿Por qué no salen ahora y, en vez de masacrar a Bárcenas, colaboran con la justicia o reclaman su autoexpulsión de la vida pública?
En esta situación, resulta inaceptable que todavía, cuando millones de personas decentes claman por la limpieza y la transparencia, cuando la desigualdad social entre los españoles es cada vez mayor, cuando la crisis económica nos tortura, se siga orillando la realidad alarmante de la corrupción por el Gobierno, utilizando el manido argumento de que otros también son corruptos en Andalucía, Cataluña, Baleares, Murcia o Castilla y León, porque ese argumento solo reafirma la necesidad de que se vayan, sin necesidad de dimitir.
La fungibilidad de las opiniones políticas es algo sabido y asumido por el común de los mortales. Pero resulta sorprendente la polarización de los medios de comunicación, en función del interés político o la facción a la que pertenezcan, olvidando (solo algunos lo recuerdan) el sagrado deber de informar a todos los ciudadanos, con objetividad e independencia. Así, resulta memorable el esfuerzo por eliminar a quien está colaborando con la justicia, denostándolo, sin más argumento que el de perjudicar al contrario, que en este caso es el pueblo como titular de la justicia.
Los análisis objetivos han muerto, solo las afirmaciones parciales sobreviven. La apelación al Estado de derecho es baldía cuando, previamente, se quebranta el mismo (cobro de sobresueldos, ocultación de cantidades al fisco, financiación ilegal de un partido político, aprovechamiento del cargo para percibir comisiones). ¿De qué Estado de derecho hablan? Quienes así se comportan, máxime si están en lo más alto de la Administración o de la justicia constitucional, no merecen la confianza de los ciudadanos, porque ellos son el principal peligro para la subsistencia del sistema democrático al haber quebrantado, sin complejos, y, aun peor, justificándolo, el juramento de entrega al servicio público y la defensa de los principios constitucionales que les obligan. Cuando así actúa, se deben pagar las consecuencias a todos los niveles, porque de lo contrario la credibilidad del sistema se arrastra por los suelos.
Este principio, tan arraigado en otras democracias, en la nuestra no vale ni como saldo de temporada, porque al final del día la línea entre lo ético y lo legal se difumina, dando paso a la arbitrariedad y lo delictivo. La corrupción afecta a las estructuras del Estado y genera desigualdad y empobrecimiento en los ciudadanos, convirtiéndose en el más grosero de los ataques a los derechos humanos, que solo justifican aquellos que se aprovechan y benefician de la misma. A pesar de esto, en España no se produce un clamor popular, por encima de las diferencias o planteamientos políticos, contra los que han roto el contrato con los ciudadanos, engañándolos. Lo de menos es que se llamen Bárcenas, Correa, Gürtel, ERE, Nóos o Palau de la Música, lo verdaderamente preocupante es que los hechos que motivaron esos casos se han producido y los últimos responsables se amparan en las inmunidades del miedo y la vergüenza y desprecian el respeto a la justicia, tratando de socavarla, incluso desde dentro.
El mutismo nos hace cómplices de esta situación. La falta de decisión política por parte de quienes están en el poder o los que ejercen oposición al mismo debe hacernos reaccionar. Todos, salvo contadas excepciones, han asumido una postura oportunista y precavida, o lo que es peor, condicionada a la propia acción de los perpetradores.
La denuncia de un sistema esencialmente corrupto es necesaria, frente a la compra de conciencias adormecidas que justifican la impunidad de estas conductas.
No concibo que los votantes del Partido Popular, o de cualquier otro partido, ante el vendaval de suciedad esparcida por mil actos de corrupción, que nos estallan en la cara día a día, continúen callados por el simple hecho de que quienes actúan inmoralmente son de su ideología. La lucha frente a la corrupción no es una cuestión de ideología, sino una medida terapéutica, y por ende el abandono o renuncia, sin necesidad de dimitir, es una medida de regeneración democrática.
Conocer a través de lo publicado que altos cargos públicos mediaban ante el juez y con el imputado ilustre exsenador, por orden de otros cargos públicos o políticos; cómo exresponsables políticos realizaban la labor de “conseguidores” para doblegar voluntades en la justicia; cómo abogados sin ética profesional se han prestado a este aquelarre corrupto en el que se distribuían favores y prebendas a cambio de hundir los pies de la democracia en el fango más espeso, resulta insufrible. No es cuestión de ideología, sino de honestidad y de principios. No me importa, a estos efectos, que gobierne el Partido Popular, pero sí me ofende como ciudadano tener que oír hasta en el último confín del mundo comentarios críticos sobre España por el hecho de que el presidente y otros políticos continúen enrocados en su posición y no se marchen, sin necesidad de que nadie se lo pida. Y ni tan siquiera una explicación al pueblo.
Mariano Rajoy nunca se ha caracterizado por su contundencia a la hora de tomar decisiones, pero, al menos, parecía que estaba limpio. Sin embargo, y sin perjuicio de la aplicación del mencionado principio de presunción de inocencia, que en política opera diferente a como lo hace en el ámbito penal, quedan pocas dudas de que quienes le aconsejan una posición cobarde y de aguantar el temporal hasta que escampe se están equivocando y están llenando el vaso de la indignación popular, que no va a descender con una comparecencia parlamentaria tardía y fuera de contexto, sacada con fórceps.
La pregunta es ¿no hay un solo hombre o mujer en el Partido Popular que pueda ocupar el cargo o cargos de aquellos o aquellas que están siendo cuestionados como corruptos por quien ellos mismos defendieron y protegieron, frente al juez y a los que con serena profesionalidad iniciaron y continúan la investigación? ¿Dónde están aquellos que en los primeros días después de las detenciones de Correa, Crespo y compañía se reunían en infame conciliábulo para acusar al juez que investigaba? ¿Por qué no salen ahora y, en vez de masacrar a Bárcenas, colaboran con la justicia o reclaman su autoexpulsión de la vida pública?
En esta situación, resulta inaceptable que todavía, cuando millones de personas decentes claman por la limpieza y la transparencia, cuando la desigualdad social entre los españoles es cada vez mayor, cuando la crisis económica nos tortura, se siga orillando la realidad alarmante de la corrupción por el Gobierno, utilizando el manido argumento de que otros también son corruptos en Andalucía, Cataluña, Baleares, Murcia o Castilla y León, porque ese argumento solo reafirma la necesidad de que se vayan, sin necesidad de dimitir.
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