Recomposición
del poder mundial/OLGA
PELLICER
Revista Proceso # 1951, 22 de marzo de 2014
Los
resultados del referéndum en la península de Crimea a favor de la integración a
Rusia y la rápida decisión de Putin de formalizar dicha decisión son señales de
un cambio profundo en las relaciones de poder internacionales. Después de
algunos años de entendimiento relativo entre los cinco miembros permanentes del
Consejo de Seguridad de la ONU (China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y
Rusia), el mundo enfrenta ahora diferencias entre ellos que, de no contenerse,
pueden tener consecuencias graves para la paz y seguridad internacionales.
Los
Estados Unidos y países miembros de la Unión Europea no reconocen la validez
jurídica de la anexión. Se han pronunciado, por lo tanto, a favor de la
imposición de sanciones económicas a Rusia; de su parte, Alemania ha decidido
suspender la cooperación militar con ese país. Según declaraciones, las
represalias irían en aumento en caso que Putin incursione militarmente en el
este de Ucrania o insista en la deslegitimación y acciones para el
debilitamiento del actual gobierno de Kiev. Ahora bien, la imposición de
sanciones, sus características y alcances no son asunto fácil para los países
involucrados; tampoco lo es valorar los costos políticos y económicos en que
incurren tanto quienes las aplican como quien las recibe.
En
Estados Unidos el asunto es crucial para el presidente Obama. La crisis de Crimea
viene a dar mayores argumentos a sus feroces opositores en el partido
republicano, quienes consideran su política exterior errática, titubeante y
motivo para la pérdida de prestigio de Estados Unidos en el mundo. Desde su
perspectiva, el desdeño con que ha contemplado Putin a Estados Unidos se
origina en los errores de Obama; tal punto de vista será utilizado para
debilitar aún más al Ejecutivo y prepararse para ganar terreno en las
elecciones intermedias que se avecinan. Esto no significa, sin embargo, que
Obama tenga mucho campo de maniobra para actuar de otra manera.
Forzar
la dureza en materia de sanciones, que los republicanos exigen, es algo que
Estados Unidos no puede decidir sin tomar en cuenta la opinión de los países
europeos. Allí la situación es distinta, en parte por los vínculos económicos
más importantes que existen con Rusia, en parte por la dependencia de Europa
occidental de los hidrocarburos procedentes de ese país. Para los europeos, el
acento debe estar en la negociación diplomática, es decir, el diálogo entre el
gobierno de Rusia y el de Ucrania por una parte, y, por la otra, entre los
principales líderes del mundo occidental y Putin.
Hasta
ahora, la actitud de Putin, reflejo de su personalidad y bien conocida
exaltación del nacionalismo ruso, ha sido la de colocar al mundo frente a
decisiones tomadas e implementadas con notable rapidez. Su ya famoso discurso
del 18 de marzo revela hasta dónde la legitimidad de tales acciones descansa en
una serie de resentimientos y agravios que Rusia, en palabras de su dirigente,
ya no está dispuesta a tolerar.
Los
efectos positivos de ese discurso reivindicatorio tienen un límite cuando se
toma en cuenta la débil situación económica del país y el descontento social.
Rusia tiene un PIB que apenas equivale al de Italia, su población decrece, su
crecimiento económico depende casi exclusivamente del petróleo y hay frecuentes
manifestaciones de descontento entre la población por sus políticas
autoritarias. En otras palabras, hay límites internos a los desplantes que
puede tomar Putin.
Por
lo pronto, lo que ya es una realidad es el rompimiento de reglas y
sobreentendidos que parecían válidos desde el fin de la guerra fría. Dentro de
ellos se encontraba el respeto a las fronteras de las exrepúblicas soviéticas y
el acatamiento de principios de derecho internacional, como la prohibición del
uso de la fuerza en contra de la integridad territorial de un Estado. Ucrania
había vivido cerca de 25 años como estado independiente en que la península de
Crimea formaba parte de su territorio. La presencia de fuerzas militares rusas
que antecedieron el referéndum permite afirmar que se trató de una intervención
contraria a principios establecidos en la carta de la ONU.
Sin
embargo, Rusia no fue la primera en violar dichos principios. Esto ocurrió en 1999,
cuando las fuerzas de la OTAN bombardearon Serbia, sin la autorización del
Consejo de Seguridad, como manera de presionar para la independencia de Kosovo.
Putin lo recuerda poniendo en evidencia lo mucho que aquel asunto quedó en el
imaginario ruso de humillaciones y lo cierto que es la utilización de dobles
raseros por parte de los países occidentales.
Sea
como fuere, por lo pronto es urgente frenar el escalamiento de tensiones, tener
presente los riesgos de llegar a situaciones límites que pudiesen desembocar
en enfrentamientos militares entre países que tienen armas nucleares.
Igualmente importante es evitar que esta crisis contamine procesos que están en
marcha, como los acuerdos entre Rusia y Estados Unidos para reducción de
arsenales nucleares, o las complejas negociaciones sobre temas tan difíciles
como el programa nuclear de Irán o la guerra civil en Siria. Hasta ahora, los
dirigentes de una y otra parte parecen entenderlo así.
Desde
hace años se hablaba de la recomposición del poder mundial; esto ya es un
hecho. Hay muchos síntomas que confirman hasta dónde la unipolaridad que siguió
a los primeros años del fin de la guerra fría pertenece al pasado. Un poder al
que se quería relegar a segundo término, como Rusia, ha decidido reconquistar
un espacio en lo que concierne a asuntos situados en los límites de Europa y
Asia. China ha decidido apoyarla y otro tanto ocurre con un importante país
asiático como lo es la India. Decidir hasta dónde y cómo ejercerá Rusia su
influencia será el resultado de complejas negociaciones y de la manera en que
la situación interna de todos los países involucrados les permita avanzar.
Momentos de transición llenos de riesgos.
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