Suárez
y el Rey ¿amigos para siempre?/ Juan Francisco Fuentes es catedrático de Historia Contemporánea en la
Universidad Complutense de Madrid y autor del libro Adolfo Suárez. Biografía
política (Ed. Planeta, 2011). El texto fue escrito para la revista La
Aventura de la Historia.
Publicado
en El Mundo 23 de marzo de 2014
“A
veces, al rey hay que defenderle de sí mismo”. Esta frase, o una muy parecida, se
la oyeron a Adolfo Suárez amigos suyos en distintos momentos de su vida. Al
margen de otras importantes connotaciones, las palabras del ex presidente del
gobierno revelan un afán protector que el interesado nunca aceptó de buen
grado. Cinco años y pico de diferencia no parecían suficientes para que
Adolfo le tratara con un paternalismo que el rey siempre detestó, aunque a
cierta edad y en determinadas ocasiones tuviera que aceptarlo en personas
cargadas de poder y de años. Lecciones, las justas, y mucho menos de alguien
que era casi de su edad.
El caso es que Adolfo Suárez y Juan Carlos de
Borbón mantuvieron durante algo más de una década una intensa relación de
amistad, a pesar de las diferencias de toda índole que existían entre
ellos. Adolfo había nacido en Cebreros (Ávila) en septiembre de 1932, era hijo
de Hipólito Suárez y Herminia González y pertenecía a una familia de la clase
media provincial, de raigambre católica y republicana casi a partes iguales.
Por su parte, el hijo de don Juan de Borbón y nieto de Alfonso XIII vio la luz
en Roma en enero de 1938 y llegó a España diez años después para continuar su
educación bajo la tutela de Franco. Pese a la disparidad de sus orígenes y
trayectorias, en su primer encuentro en Segovia, en enero de 1969, Adolfo
Suárez y Juan Carlos de Borbón congeniaron inmediatamente, hasta el punto de
que un periódico local se refirió al joven gobernador civil de la provincia
como “amigo personal del Príncipe”.
Leyendas urbanas
de la transición
La apreciación era más un ‘wishful thinking’ o un
pronóstico -desde luego certero- que otra cosa, porque hasta entonces como
mucho habían coincidido fugazmente en alguna ocasión. Aquella visita oficial
del príncipe a Segovia fue el comienzo de una intensa amistad basada en el
mutuo afecto, en algunos rasgos comunes de su personalidad -una simpatía
arrolladora y una inteligencia más despierta que cultivada- y en un interés
compartido por el futuro de España y por el suyo propio.
En los meses siguientes continuaron viéndose
con frecuencia y compartiendo impresiones sobre la marcha de los
acontecimientos. Eran charlas informales y a menudo desenfadadas, en las
que Suárez irradiaba un optimismo contagioso, capaz de sobreponerse a los
temores del príncipe, muy influenciado por el ambiente hostil que percibía a su
alrededor en amplios sectores del régimen.
De aquellos primeros encuentros data una de las
mayores leyendas urbanas de la transición, que atribuye a Adolfo Suárez una
especie de “hoja de ruta” elaborada por él, a petición de don Juan Carlos,
sobre la forma de pasar, en un futuro no muy lejano, del franquismo a la
democracia. Años después, un informe diplomático británico recogía un eco
tardío de todo aquello en un comentario del propio Suárez sobre el famoso, y
nunca visto, documento: en el otoño de 1977, el rey le había felicitado por su
perspicacia al trazar con varios años de antelación un plan de
democratización que llegaba hasta los Pactos de la Moncloa, recientemente
firmados.
Pero no adelantemos acontecimientos. Durante
una década, aquella estrecha relación resultó mutuamente provechosa.
Resuelto en julio de 1969 el enigma sucesorio con la designación de Juan Carlos
como futuro rey, el nombramiento de Suárez como director general de TVE, apenas
unos meses después, fue fruto de una petición expresa del príncipe al almirante
Carrero, indiscutible número dos del régimen en aquel momento. No era un cargo
que a él le entusiasmara, porque en la crisis de gobierno de octubre de aquel
año, provocada por el caso Matesa, llegó a verse ministro de Información, pero
finalmente tuvo que aceptar la cruda realidad.
En un régimen tan gerontocrático como el
franquismo, su insultante juventud -acababa de cumplir treinta y siete años- le
obligaba a ser paciente y a esperar su momento. Desde su nuevo puesto en
Televisión Española podría además ganar experiencia, hacer méritos y servir
a la causa, modernizando la política informativa del régimen y promocionando la
imagen del príncipe. En esto último puso especial empeño; tanto, que cuando en
1972 se celebró la boda entre Alfonso de Borbón y Carmen Martínez-Bordiu, nieta
de Franco, se negó en redondo a retransmitir el acontecimiento, como pretendía
la familia de la novia y el propio ministro de Información, Alfredo Sánchez
Bella. Adolfo amenazó con dimitir en caso de que se atendieran las presiones
“de arriba” y el órdago surtió efecto. Sólo de esta forma, jugando fuerte y
arriesgando mucho puro Suárez-, consiguió frustrar una maniobra cuyas últimas
consecuencias podían ser muy graves, porque toda la cuota de pantalla que, a
partir de aquel momento, ganara Alfonso de Borbón sería cuota perdida por su
primo Juan Carlos.
De todas formas, pese al deseo de un sector del
régimen de alterar las previsiones sucesorias en beneficio del nieto político de
Franco, la “operación Príncipe” no llegó a correr peligro. Tres años y medio
después, el dictador pasaba a mejor vida y don Juan Carlos era proclamado rey
de España. Mientras tanto, Adolfo había ido perdiendo a sus principales
valedores: el almirante Carrero, asesinado en diciembre de 1973; Fernando
Herrero Tejedor, fallecido en un accidente en junio de 1975, y Laureano López
Rodó, con el que había roto relaciones.
Su nuevo mentor, Torcuato Fernández-Miranda,
convenció a Carlos Arias Navarro para que incorporara a Suárez a su gobierno,
desplazando para ello a José Solís de la Secretaría General del Movimiento al
Ministerio de Trabajo. Fue una de las muchas concesiones de Arias Navarro al
rey, a las que accedió pese a su nula sintonía personal y política con el
monarca. Confirmado in extremis en el cargo de presidente del gobierno -las
gestiones para su relevo encallaron inmediatamente-, Arias se mostró en general
receptivo a las sugerencias que le llegaron de la Zarzuela, tanto a través de
Torcuato como de Alfonso Armada. Pero su situación al frente del Ejecutivo se
hizo enseguida insostenible. A los pocos meses era un secreto a voces que el
rey quería librarse de Arias Navarro y pensaba en un sucesor. En abril de 1976,
Carmen Díez de Rivera, amiga del rey y estrecha colaboradora de Suárez,
escribía en su diario: “Juan Carlos piensa sobre la posibilidad de que Suárez
sea presidente (…). Es obvio que Torcuato anda con este tema”.
Eran muy pocos, sin embargo, los que estaban en
el secreto. Debió de ser por esas fechas cuando, en una audiencia concedida a
Manuel Fraga, don Juan Carlos deslizó el nombre de Adolfo entre los
políticos que podían desempeñar muy pronto un papel importante. El entonces
ministro de la Gobernación, convencido de que el sucesor de Arias sería un peso
pesado del gobierno saliente -él mismo, sin ir más lejos-, no pudo reprimir un
desdeñoso comentario sobre el ministro secretario general del Movimiento: “Ah,
sí; un tal Suárez o algo así”. Definitivamente, no estaba en las quinielas. Se
ha contado muchas veces la forma en que Torcuato Fernández-Miranda, presidente
de las Cortes y del Consejo del Reino, pudo cumplir el deseo del rey de que su
candidato estuviera en la terna presidencial. Sólo desde un profundo
conocimiento de las instituciones del tardofranquismo y de la psicología de su
clase política se podía conseguir lo que, sobre el papel, parecía una quimera.
Culminación de
un proyecto
Eso explica la enigmática frase que el presidente
del Consejo del Reino dirigió a los periodistas una vez concluida su tarea:
“Estoy en condiciones de llevarle al rey lo que me ha pedido”. Mientras tanto,
Adolfo Suárez aguardaba impaciente en su casa, lleno de dudas sobre la decisión
final del monarca. Incluso cuando recibió su llamada para que acudiera a la Zarzuela,
Adolfo tuvo el pálpito de que finalmente se había inclinado por una solución
menos audaz que la designación de “un tal Suárez, o algo así” para el cargo de
presidente en un momento tan delicado como aquél. A las 19:11 horas del
sábado 3 de julio de 1976, la Casa Real anunciaba el nombre del sucesor de
Arias Navarro. Era como el cumplimiento de un pacto no escrito, como si en
una de aquellas conversaciones en Segovia el entonces príncipe le hubiera dicho
a Adolfo: “Un día yo seré rey y tú serás mi presidente del gobierno”.
Su nombramiento provocó una oleada de reacciones
de la más diversa procedencia política y social, algunas de pura perplejidad
-”¡No os lo vais a creer!”, exclamó un futuro ministro de Suárez al darle la
noticia a su familia-, pero coincidentes en general en una valoración muy
negativa de la decisión tomada por el titular de la Corona, que tuvo que oír
incluso de un viejo amigo suyo un inquietante -y pronto desmentido- vaticinio: “Os
habéis cargado la Monarquía”. El riesgo era ciertamente muy alto, y así lo
reconoció el propio Adolfo, que nunca olvidó, ni dejó de agradecer, la
arriesgada apuesta del rey. En una de las muchas versiones que corren sobre su
encuentro en la Zarzuela la tarde del 3 de julio de 1976, reaparece la historia
del supuesto plan de transición que Adolfo le había entregado en su día al
monarca y que debía poner en práctica al recibir el poder.
No es una versión de los hechos que se pueda
tomar al pie de la letra, pero en el fondo responde a la sensación que los dos
protagonistas de la escena tuvieron en aquel momento, tras varios años de
amistad, de confidencias y de sueños compartidos: que había llegado la hora de
culminar un proyecto -en gran medida, el proyecto de una generación- de reconciliación
nacional y cambio político. Qué mejor prueba de su viabilidad que el afecto
mutuo que se profesaban el nieto de Alfonso XIII y el hijo de un republicano de
toda la vida.
‘O Torcuato o
yo’
Los afectos personales desempeñaron un papel
clave en la carrera política de Adolfo y hasta en su forma de entender la
política. Su desbordante cordialidad y su capacidad para la empatía iban a
resultar fundamentales en una etapa en que había que sustituir viejos
antagonismos históricos por la voluntad de diálogo y de pacto. Lo mismo se puede
decir de su poderoso instinto político, capaz de vislumbrar soluciones y
alternativas que otros muchos más preparados que él nunca hubieran imaginado.
Conviene recordar, en todo caso, que su brillante labor al frente de su primer
gobierno -tal vez el mejor que tuvo- se vio favorecida tanto por el respaldo
incondicional del rey como por la decisiva aportación de Torcuato
Fernández-Miranda al diseño de la transición en su primera etapa, realizada
según la fórmula acuñada por él: “De la ley a la ley”.
Pero es posible que el antiguo profesor del
príncipe fuera también el primer escollo serio que tuvo que sortear la relación
entre Suárez y Juan Carlos, porque hubo un momento, a principios de 1977, en
que el rey se vio obligado a agradecer a Torcuato los servicios prestados,
atendiendo a un requerimiento expreso de Adolfo Suárez. Las razones del
presidente del gobierno para exigir la amortización política de su antiguo
mentor son variadas y complejas, desde su temor a la influencia que pudiera
ejercer en el monarca hasta el deseo de monopolizar la estima y el apoyo de don
Juan Carlos.
Pero pudo haber algo más, si es cierto, como
parece, que el nombramiento de Suárez en julio de 1976 respondía a una
operación política en dos fases bien definidas: en la primera, el joven
político de Cebreros sería un presidente de transición encargado de
desbrozar el terreno a su sucesor, llamado a ser -segunda fase- el
verdadero presidente de la transición. Para la primera fase hacía falta un
político; para la segunda, un estadista. Este esquema, que los más avisados
atribuyen a Fernández-Miranda, había quedado obsoleto por los éxitos de Suárez
y su rápida consolidación como presidente del gobierno, pero tal vez algunos
pensaban que seguía vigente. Al menos eso se temía Adolfo Suárez, y de ahí sus
palabras al rey: “O Torcuato o yo”.
Unos meses después, en junio de 1977, ganaba
al frente de UCD las primeras elecciones generales e iniciaba, reforzado
por su victoria, una nueva etapa política. Su victoria en las urnas le liberaba
en parte de su dependencia de la Corona, única fuente de legitimidad hasta
entonces y principal apoyo ante la adversidad. En todo caso, la compenetración
entre los dos viejos amigos seguía siendo absoluta, aunque algo descompensada,
porque el rey aspiraba a una autonomía personal que Adolfo veía con recelo. No
es casualidad que, poco después de las elecciones del 15-J, exigiera -y
consiguiera- el relevo de Alfonso Armada como secretario de la Casa Real.
La incompatibilidad entre Armada y Suárez venía
de lejos y el presidente del gobierno decidió cortar por lo sano. En realidad,
por grandes que fueran sus diferencias políticas -que lo eran-, en el fondo
Armada y él compartían la idea de que al rey había que atarle corto,
aunque discreparan abiertamente sobre los peligros y las personas que, según
ellos, ponían en riesgo a la Corona. Con Sabino Fernández Campo, el nuevo
secretario de la Casa Real, las cosas irían mucho mejor. Tras el éxito del
proceso constituyente, culminado con el referéndum constitucional de diciembre
de 1978, Suárez anunció la disolución de las Cortes y la convocatoria de
elecciones anticipadas.
Era una decisión de alto riesgo, cuestionada por
algunos de sus colaboradores, que el presidente tenía tomada desde hacía meses.
Su nuevo triunfo en las urnas en marzo de 1979, contra lo que indicaban poco
antes las encuestas, pareció afianzarle ante la oposición y ante su propio
partido, pero ocurrió todo lo contrario. La pésima puesta en escena de
la sesión de investidura fue como un mal presagio de lo que le esperaba a
partir de entonces. Al menos, el mal trago que pasó Suárez en las Cortes sirvió
para que el rey le renovara su aprecio y su respaldo en una carta manuscrita
que le hizo llegar veinticuatro horas después de su tormentosa investidura. ¿Amigos
para siempre? De momento, sí.
Un Rey frío y
distante
Pero tampoco don Juan Carlos fue inmune a la
sensación que se fue apoderando de todos los sectores políticos y de opinión
desde marzo de 1979: que Adolfo no era el mismo; que la situación, ciertamente
complicada -terrorismo, crisis económica, “ruido de sables”-, se le había ido
de las manos; que estaba perdiendo su empuje y su “toque”, como diría años
después su amigo Eduardo Navarro, y que empezaba a desconfiar de todo el mundo,
sobre todo, de los suyos. “Nunca olvidaré el año ochenta“, declaró
Adolfo Suárez, víctima además de una grave dolencia en la boca que agrió su
carácter y mermó seriamente su capacidad de trabajo. La moción de censura
socialista del mes de mayo, la escalada terrorista de aquellos meses, las
crecientes desavenencias con su propio partido, pese a sus exhortaciones a
“quererse mucho” -”Adolfo”, le replicó un día Miguel Herrero, “yo no estoy en
política para querer y ser querido”-, y el recrudecimiento del problema militar
convirtieron aquel año en un auténtico calvario.
Por si eso fuera poco, sus relaciones con el rey
se habían deteriorado gravemente, como pudieron comprobar aquellos con los que
el monarca compartió su preocupación por los derroteros que seguía el
presidente en los últimos tiempos. “Adolfo tiene que cambiar”: ése era el
mensaje que pretendía hacerle llegar a través de sus amigos, sin que él se
acabara de dar por enterado. En una ocasión, Suárez le confesó a Sabino
Fernández Campo su extrañeza por la nueva actitud del monarca, antes siempre
pródigo en abrazos y carantoñas; ahora, frío y distante. En julio de 1980,
don Juan Carlos le confesó a alguien de su confianza su malestar con Adolfo,
tanto por su escaso tacto para la política internacional, por ejemplo, en las
relaciones con Francia, como por su obsesión por tenerle controlado, como
cuando le reprochó haber recibido en la Zarzuela a un ministro francés sin
conocimiento suyo. “El rey recibe a quien le sale de los cojones”, fue su
respuesta al presidente del gobierno.
Aquello iba de mal en peor, y el empeño de Su
Majestad en traer a Madrid a Alfonso Armada, a quien Suárez consideraba un
peligro público, creó entre ellos una tensión extrema, de consecuencias
irreparables. En diciembre, Santiago Carrillo salió de una audiencia en la
Zarzuela convencido de que Suárez había perdido la confianza regia. A esa misma
conclusión llegó el propio presidente cuando, por esas fechas, recibió de la
Casa Real el texto del mensaje que el rey pensaba dirigir a los españoles en
Nochebuena, con recriminaciones, más o menos explícitas, al gobierno que Suárez
consideró intolerables. A pesar de los cambios introducidos en el original, la
emisión del mensaje produjo en él una sensación desoladora, de humillación y
desamparo al mismo tiempo.
Unos días después, el 4 de enero de 1981, se
entrevistaba en secreto con el rey en Baqueira Beret, acudiendo seguramente a
una misteriosa e imperativa llamada suya para verse de inmediato. Tal vez pensó
que don Juan Carlos quería tener un gesto conciliador con él después de su
distanciamiento de los últimos tiempos. O más probablemente relacionó todo
aquello con la presencia por allí de Alfonso Armada en su condición de
gobernador militar de Lérida, cargo con el que Suárez había intentado apartarle
del entorno de don Juan Carlos, ya se ve que sin mucho éxito. Sabemos que
Armada tuvo la víspera una conversación con el rey que dejó a éste
profundamente preocupado. Y que Adolfo volvió de su entrevista en Baqueira
“roto (…), moralmente destrozado”.
¿Fue ésta la razón de su dimisión tres semanas
después? No es probable. Ni las relaciones con el titular de la Corona,
ciertamente maltrechas, ni la difícil
situación militar, que, pese a todo, creía tener
controlada, parecen haber sido el detonante de su decisión. La principal causa
fue la crisis de UCD, que se había trasladado peligrosamente al grupo
parlamentario, hasta el punto de que Suárez dudara de su lealtad al gobierno.
Pero es indudable que la pérdida del apoyo del rey y su frialdad personal con
él en un momento tan difícil acentuaron una sensación de soledad que finalmente
le resultó insoportable.
Don Juan Carlos y el expresidente, convertido
después de su dimisión en duque de Suárez, mantuvieron durante años una
relación correcta, pero distante. Adolfo estaba convencido de que el
monarca desaprobaba su nueva aventura con el CDS y de que, en el fondo, quería
verle fuera de la política activa. De vez en cuando resurgía, sin embargo, el
afecto de los viejos tiempos, que se plasmaba en algún gesto cariñoso entre
ellos, en alguna imagen que mostraba el regreso de la vieja camaradería. La
iniciativa solía partir de don Juan Carlos, como si el expresidente siguiera a
la defensiva y no se acabara de fiar del todo. Pero sensible como era a la
“retórica de las cordialidades”, como dijo de él Calvo-Sotelo, en cuanto el rey
le hacía sentir su antiguo afecto Adolfo actuaba como si nada hubiera pasado
entre ellos. En una entrevista en televisión emitida en 1995 -una de las pocas
que concedió desde su salida del gobierno-, surgió el tema de sus relaciones
con don Juan Carlos: “Hablar del rey”, confesó emocionado, “me cuesta mucho
trabajo, porque le quiero mucho”. Tal vez por eso llegó a decir que a veces había
que protegerle de sí mismo.
En julio de 2008, aquejado ya de la enfermedad
que le llevó a perder la memoria, el duque de Suárez recibía en su casa a don
Juan Carlos, que quiso entregarle el toisón de oro que le había concedido en
reconocimiento a sus servicios a la Corona y a España. “¿Quién es usted?”,
parece que le preguntó al verle después de tanto tiempo. “Adolfo, soy tu
amigo”, le respondió el rey, al cabo de casi cuarenta años de aquel encuentro
en Segovia en el que, entre pruebas de amistad, el gobernador civil de la
provincia y el joven príncipe empezaron a hacer planes para el futuro.
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