Fortuna
y epitafio de Adolfo Suárez/ Santos Juliá es profesor emérito de la UNED
El
País | 23 de marzo de 2014
De
él admiraban, quienes le habían tratado, su pasión por la política y su
ambición de poder y no faltaban periodistas que se hacían lenguas de su
simpatía arrolladora y de su contagioso entusiasmo. Hablaban otros de su
juventud católica, de su notoria aversión a los libros, de su paso por niveles
secundarios del Movimiento, del servicio casi filial a esa especie de segundo
padre que fue para él Herrero Tejedor, y de las buenas migas que supo hacer con
el almirante Carrero, con López Rodó y con el Príncipe de España. Pero nadie
llegó nunca a saber en qué consistía su programa político, si tenía alguno,
salvo que predicaba una evolución ordenada del régimen hacia una apertura que
permitiera salir al terreno de juego a unas asociaciones en todo conformes a lo
que consideraba auténtica Constitución que, faltaría más, andaba necesitada de
ciertas reformas siempre que se acometieran desde el poder.
Muy
ligero equipaje era aquel para la ardua empresa planteada por la acuciante
pregunta que políticos españoles y teóricos extranjeros repetían desde hacia
años: después de Franco, qué. A Adolfo Suárez, en verdad, no le preocupaba
tanto la respuesta como el lugar que en el entramado político del régimen
llegaría a ocupar cuando se produjera el llamado hecho biológico. Y no cabe
duda de que desarrolló todas sus artes de seducción, que no eran pocas, para
que el acontecimiento le pillara sentado a la mesa del consejo de ministros.
Solo que, desde 1969, los caminos para alcanzar tan elevada posición se habían
complicado por efecto de la descomposición que acabó convirtiendo a la
dictadura en un conglomerado de personalidades cada cual rodeada de lo que Max
Weber llamaba séquito y Manuel Azaña secuaces. Ya se mire a las gentes del
búnker, a las nuevas generaciones del Movimiento, a los cuerpos superiores de
funcionarios, a los tecnócratas del Opus Dei, a la democracia cristiana, todos,
se encontraban divididos entre sí y enfrentados unos con otros, llevando cada
cual la cuenta de los agravios mutuamente infligidos en las largas esperas por
los pasillos del poder.
Suárez
sufrió las consecuencias de esta atomización grupuscular de las fuerzas del
régimen cuando, por la muerte de su patrón y guía, se vio arrojado desde la
vicesecretaria general del Movimiento –pista de su vuelo al Gobierno- a los
márgenes exteriores del sistema. Y entonces, con 42 años cumplidos, tomó una
decisión en la que, jugándose a una carta su presente, se convirtió en promesa de
futuro: fortalecer y expandir una de las pocas asociaciones acogidas al nuevo
registro del Movimiento, la Unión del Pueblo Español. Nadie, ni las gentes del
régimen, daban una perra gorda por las asociaciones, pero a Suárez le permitió
la suya, de la que pronto fue presidente, subir al rango de personalidad
política.
Y
así, al sonar la hora de Franco y hacerse el después ahora, fue lo más natural
que se cumpliera por fin su sueño y se viera aupado, con otras personalidades
de mayor solera y rimbombancia, a un puesto en el consejo de ministros. Pudo
haberle llevado a la ruina, ya que el ministerio era la secretaría general del
Movimiento, pero la mezcla de fortuna y audacia que acompaña a los triunfadores
multiplicó su capital político ciento por uno tras el fracaso de Arias y el
simultáneo naufragio de las más sobresalientes personalidades reformistas del
régimen, empezando por los dos presidentes siempre a la espera, Fraga y
Areilza, aspirantes a edificar sobre sus hombros una democracia a la española.
De
modo que, cuando fue llamado de lo alto, Suárez tenía claro que el tiempo y la
ocasión de las personalidades había terminado; que lo exigido por la nueva
coyuntura era la formación de un equipo de gobierno en torno a un presidente
sin séquito ni secuaces. Los aspavientos de Fraga, Areilza y otros Lópeces
facilitaron las cosas. Era preciso seguir la senda italiana, aunque con otro
nombre. Y en efecto, Suárez se propuso crear una nueva fuerza política que
desempeñara en España el papel jugado por la democracia cristiana en Italia
tras la derrota del fascismo: facilitar a los comunistas, desde el poder, la
ocupación de un espacio propio que dividiera a la izquierda en dos partidos con
similar fuerza electoral, destinados, por tanto, a una perenne oposición; y, al
tiempo, idear un sistema electoral con el objetivo, no para crear un sistema
bipartidista, sino de garantizar a su partido una hegemonía de décadas, también
al modo italiano. Incorporó, por eso, a su primer Gobierno a destacados
miembros de la democracia cristiana en posiciones clave, flanqueados por
quienes recién habían colgado la camisa azul en el fondo del armario.
Si
el marco en que habría de producirse la transición de una política de
personalidades a una política de partidos estuvo más o menos claro desde el
principio –de ahí el primer decreto-ley de amnistía que legalizó en la práctica
a los partidos de la oposición- no lo estaba, sin embargo, el ritmo y el
contenido de las iniciativas necesarias para celebrar elecciones generales que
devolvieran la soberanía al pueblo español. Y fue en este punto donde brilló el
genio político de Suárez al convocar unas elecciones por medio de una ley que
siendo para la reforma no era de reforma puesto que no reformaba nada: un
fraude de ley, como habían imaginado el sibilino Fernández Miranda o el más
barroco Carlos Ollero. Al cabo, eso era lo que exigía la oposición:
convocatoria de unas elecciones que abrieran la senda a un proceso
constituyente; y eso fue lo que decidió el gobierno sin previa negociación y sin
necesidad de consenso alguno.
Como
resultado de este golpe audaz, Suárez liquidaba sin mayor obstáculo las
instituciones políticas de la dictadura –Cortes y Movimiento-, cerraba el
Tribunal de Orden Público y licenciaba a la burocracia sindical. Quedaba por
ver hasta dónde permitirían las Fuerzas Armadas abrir el terreno de juego a la
oposición. Y de nuevo en este punto, la fortuna y la audacia se aliaron en su
decisión de legalizar al Partido Comunista arrebatando de golpe a los
militares, también divididos, su tácito derecho de veto sobre el alcance de las
políticas adoptadas por el Gobierno. Una vez logrado lo más, fue coser y cantar
la liberación de un puñado de presos de ETA recurriendo a la arcaica figura del
extrañamiento. Las elecciones pudieron celebrarse sin que nada turbara la
soleada placidez de aquel día de junio inolvidable.
Pero
el pasado juega en ocasiones malas pasadas. Y es curioso que Suárez que se hizo
político en el sentido más noble del término, o sea, alguien que vivía para la
política, y no de la política, en el marco de un sistema de
personalidades-cum-séquito, no fuera capaz de culminar su trabajo creando un
verdadero partido político. Si hubo un error Suárez, su semilla se plantó el
día en que, después de ganar sin mayoría las primeras elecciones, decidió
formar gobierno procediendo al reparto de esferas de poder entre los cabecillas
de los variopintos grupos coligados en la UCD, llamados, no sin razón, barones.
Cierto, la unión electoral se mudó formalmente en partido político, pero la
forma no modificó el fondo: UCD permaneció como cueva de barones que compartían
un rasgo común, su desprecio a aquel político que se había encaramado al poder
como por arte de birlibirloque. Sin lecturas, sin bagaje intelectual, sin
idiomas, sin pedigrí alguno, todo lo que antes fue motivo de admiración ahora
se convertía en causa de desprecio.
Y
fue, al cabo, la revancha de la política de personalidades transmutada en
rencillas de barones la que acabó por provocar un boquete en la línea de
flotación del mismo partido que les había llevado al Gobierno. Suárez nunca
volvió a ser lo que había sido desde junio de 1976 hasta, alargando mucho,
marzo de 1979. Luego, la fortuna se convirtió en extravío, las palmadas en el
hombro en puñetazos al estómago, los parabienes en desdenes. Subió en la
política de la mano de personalidades y murió a la política víctima de barones.
Descanse en paz.
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