Un
hombre de Estado frente a las bayonetas/Juan Luis Cebrián es presidente de EL PAÍS y miembro de la Real Academia Española.
El
País |23 de marzo de 2014
La
decisión del Rey, a principios de julio de 1976, de encomendarle a Adolfo
Suárez la Jefatura del Gobierno causó una sorpresa mayúscula dentro y fuera de
España. Nadie esperaba que el elegido para la tarea de construir la democracia
fuera un falangista relacionado con el Opus Dei y antiguo favorito del
almirante Carrero Blanco, el delfín de Franco asesinado por ETA. Su designación
irritó a la derecha española: franquistas tradicionales, monárquicos de toda la
vida, democristianos y liberales hicieron cuanto pudieron para propiciar su
fracaso desde el primer momento. Solo los afectos al Movimiento, herederos del
antiguo partido fascista español, parecían mínimamente confortados. La
oposición de izquierdas, por su parte, recibió con amarga decepción el
nombramiento. Era impensable que una figura como aquella pudiera encabezar la
transformación democrática del país.
En
ese ambiente, las dificultades para Suárez comenzaron de inmediato, cuando se
percató de los serios problemas que tenía para formar Gobierno. Durante 48
horas parecía aquella una misión imposible y probablemente lo hubiera sido si
los democristianos, con Marcelino Oreja, Alfonso Osorio y Landelino Lavilla a
la cabeza, no hubieran cedido finalmente a las presiones y demandas del propio
Rey para incorporarse al gabinete. La aprobación semanas más tarde de una
amnistía limitada, pero que puso en la calle a varios cientos de presos
políticos, fue el primer signo de que las cosas podían estar empezando a
cambiar en nuestro país. Hasta el punto de que Santiago Carrillo, secretario
general del Partido Comunista y exiliado en París, declaró que constituía “…un
paso hacia la reconciliación de todos los españoles”.
Esa
era en realidad la cuestión fundamental: poner fin a la Guerra Civil que había
desangrado a España 40 años atrás y cuya memoria el dictador se había encargado
de mantener viva y actuante. Durante casi dos siglos los españoles habían soportado
la existencia de un país partido en dos, dividido hasta la exasperación entre
buenos y malos, gobernado por el odio, sometido al integrismo religioso y bajo
el ojo vigilante de la milicia. Comenzando por el Rey, quienes habían de
liderar la Transición política española, de la dictadura a la democracia,
tenían por delante una tarea ardua y nada sencilla. La elección de Suárez para
encabezar el proceso dejó por lo mismo perpleja a mucha gente. Su pragmatismo,
su lealtad a quien le nombró, su fe de converso a la democracia y su innegable
dedicación a la tarea por encima de cualquier otra consideración, lograron
vencer todas esas suspicacias e inaugurar un periodo brillante y prometedor en
la historia de nuestro país.
Durante
su etapa como presidente traté con frecuencia, al igual que tantos otros
periodistas, a Adolfo Suárez. Mantuve con él una relación personalmente
cordial, aunque no tanto como para que se decidiera a parar la actividad
frecuente del fiscal general del Estado contra mi persona y contra EL PAÍS.
Fruto de la misma fui procesado cinco veces y condenado a un año de cárcel por
las opiniones editoriales del periódico, sin que su gobierno se decidiera a
indultarme ante la oposición notoria del Tribunal Supremo de la época. Pero
también fui testigo privilegiado de muchas de sus dudas, de las numerosas
intrigas que sus propios compañeros de partido tejieron contra él y de la
batalla, nada soterrada, que libró durante años contra la presión de los
militares golpistas que le acusaban de traidor y acabaron por provocar su
dimisión. Desde la discrepancia política pudimos tejer una relación de amistad
creciente y de confianza mutua. Fue fructífera para ambos y, como es lógico, se
hizo más estrecha y distendida una vez que le descabalgaron del poder.
Relataré
tres anécdotas que reservaba para mis memorias, pero que la ocasión merece sean
puestas ahora de relieve. La primera se refiere a la primera entrevista que le
hice siendo ya presidente. De acuerdo con el libro de estilo y las normas
internas del periódico le entregué sus declaraciones para que las corrigiera en
caso de que yo hubiera tergiversado o recogido sin rigor sus palabras. La
norma, todavía imperante, establecía que las preguntas eran nuestras y las
respuestas del interpelado. Me invitó a comer en La Moncloa a fin de dar el
visto bueno al reportaje y, ya a los postres, me hizo con toda prudencia un
ruego: que eliminara mi última pregunta sobre si estaba dispuesto o no a
elaborar y aprobar una ley de divorcio. Había respondido de una manera anodina,
ininteresante, sin aclarar nada. “Sí voy a hacer la ley”, me dijo, “pero no lo
puedo anunciar en público porque los del Opus están todo el día sobre mí. Si
respondo afirmativamente será casi imposible que haya divorcio en España en el
corto plazo. Y desde luego no quiero decir que no lo habrá, o sea, que te ruego
elimines la pregunta”. Después de muchas dudas y de consultarlo con mis
colaboradores, accedí al ruego. La ley del Divorcio se aprobó años más tarde,
todavía con Suárez en el poder.
Pero
no solo el Opus le preocupaba. Desde que legalizara el Partido Comunista,
condición indispensable para celebrar las elecciones democráticas de 1977, la
cúpula militar no cesó de acusarle de mentiroso y traidor y de conspirar contra
él. En la madrugada del sábado 17 de noviembre de 1978 me encontraba yo leyendo
y oyendo música en mi domicilio, después de haber cerrado la edición de EL
PAÍS, cuando sonó el teléfono. Me llamaba el presidente en persona, sin
mediación de secretarias o gabinete alguno. Eran las dos de la mañana y le
pregunté cómo estaba despierto a esas horas. “¿Cómo estás despierto tu?”,
contrapreguntó. “Acabo de venir del periódico, es mi jornada habitual”,
respondí. “Pues yo ando como tu: trabajando”. A continuación, y sin solución de
continuidad comenzó a explicarme que habían descubierto una conspiración
militar encabezada por un jefe del Ejército, el coronel Sáenz de Ynestrillas.
Preparaban un golpe de Estado para ese mismo fin de semana. Fue prolijo en
detalles y nombres y tomé los apuntes que pude. “Te digo todo esto para que
veas cómo está la situación y cuán preocupado me encuentro”, señaló. “Bueno,
ahora ya lo sabes”, terminó por decir, “buenas noches”. Y colgó.
A
la mañana siguiente reuní a mi equipo y les conté lo sucedido. Hicimos cuantas comprobaciones
resultaron posibles de los datos que teníamos, y, en cualquier caso, decidimos
fiarnos de una fuente tan privilegiada como aquella. El domingo 18 publicamos
en exclusiva y en primera página las noticias sobre la Operación Galaxia, el
intento golpista que fue la antesala del 23-F.
Un
año después de aquello, con ocasión del secuestro por ETA de Javier Rupérez,
recibí a través de nuestro corresponsal en Bilbao, Javier Angulo, la oferta de
los terroristas vascos de hacer una entrevista epistolar a Javier durante su
secuestro, a cambio de entregarles tres millones de pesetas. Era aquel uno de
los primeros contactos que se tenía con los plagiarios, y pensé que aceptar su
sugerencia sería ante todo una buena manera de comprobar que Javier seguía vivo.
Consulté mi decisión, como siempre hacía en las ocasiones importantes, con mi
consejero delegado, Jesús Polanco, entre otras cosas porque él tenía que
facilitarme el dinero que solicitaban. Ante la preocupación de que fuera
utilizado para comprar armas y sostener a la banda, decidimos seguir adelante
con el proyecto pero informando del mismo al presidente. Llamé a Suárez pasadas
las diez de la noche para decirle en breves palabras de qué se trataba y nos
recibió de inmediato a Jesús y a mí en su despacho. Nos hizo entrar por la
puerta trasera de La Moncloa y aseguró que no quedaría registro de la visita.
Dedicamos un tiempo a analizar la cuestión de la entrevista y las pruebas que
debíamos exigir sobre el hecho de que Javier seguía con vida. Resuelto el plan
de actuación, pasamos a otros temas hasta que al hilo de una discusión que
emprendimos sobre la política exterior española me dijo abiertamente que la
gente desconfiaba de mí. “¿Qué gente?” Le pregunté. “El Gobierno”, me contestó
enseguida, “la policía, los militares…”. “¿Y a qué se debe?”. Medio balbuciente
confesó: “Dicen que eres agente de la KGB”.
Ante
mi sorpresa, no demasiado grande pues ya antes, también durante su gobierno, se
me aplicó la ley antiterrorista bajo sospecha de estar en connivencia con los
secuestradores de Antonio María de Oriol, Adolfo Suárez abrió el cajón de su
mesa y sacó una carpeta llena de documentos. Había dentro millonarios cheques
de Aeroflot, la compañía aérea soviética, a mi nombre; cartas con mi firma
falsificada en donde se daban diversas órdenes a bancos en el extranjero (la
banca Leumi de Tel Aviv y la de la Unión de Trabajadores en Luxemburgo) en los
que se suponía que tenía cuentas donde la inteligencia moscovita me abonaba los
servicios prestados; fotos, informes sobre mi vida privada y amorosa, que
demostrarían mis relaciones con el espionaje soviético, y cosas así. Ante
semejante patraña solo se me ocurrió preguntarle si él la creía. “Yo no”,
contestó categórico, “estoy seguro de que es un montaje”. “¿Y quién lo ha
hecho?”, le pregunté. “Los militares”, contestó sin pestañear. No me dejó copia
de ninguno de aquellos papeles y tardé meses, casi un año, en demostrar mi
inocencia y la falsedad de aquellas pruebas que nunca se me entregaron. No me
extrañaría que cualquier día uno de esos calumniadores profesionales que
circulan por la red las exhiba de nuevo contra mí.
Anécdotas
como esta ponen de relieve algunas de las dificultades mayores que hubimos de
encarar durante la Transición y hasta qué punto periodistas y políticos
trabajamos muchas veces de común acuerdo, desde sensibilidades y obligaciones
diferentes, en la construcción de una democracia amenazada entonces, sobre
todo, por el intervencionismo militar. Los exégetas y comentaristas de las
generaciones que no vivieron aquello tienden a olvidar con demasiada facilidad
el poder casi omnímodo que el Ejército tenía sobre la vida española y la
profundidad y peso de las fuerzas reaccionarias alimentadas por organizaciones
religiosas e integristas de todo género. Pese a que le hubiera gustado hacerlo,
Suárez no fue capaz de desmontar el imperio de las bayonetas, que se manifestó
en toda su audacia la noche del 23-F de 1981, y por lo mismo fue víctima de
ellas.
La
Transición, por lo demás, no tuvo nunca hoja de ruta ni un programa definido.
Todo el mundo sabía el punto de partida y cuál debía ser la meta, pero los
caminos para llegar a ella estaban plagados de amenazas. Pudo hacerse gracias a
la determinación del Rey, el pragmatismo de Adolfo Suárez, y el liderazgo de los
dos máximos representantes de los partidos de izquierda: Felipe González, que
encarnaba la esperanza de las nuevas generaciones, la modernidad del cambio y
el apoyo de la socialdemocracia internacional, y Santiago Carrillo,
protagonista del espíritu de reconciliación, quebrado más tarde por la
irrupción virulenta de José María Aznar en la política española.
La
contribución de Suárez a la instauración de la democracia fue monumental, y
tuvo su colofón épico cuando permaneció impasible ante los rifles de los
golpistas que le apuntaban en la sede del Parlamento el día que en principio
debía de ser el último de su mandato presidencial. Llevó a cabo, con instinto y
audacia considerables, la política de lo posible, a base de avances y renuncias
intermitentes. La división cainita de su partido, que le sacrificó en el altar
de las ambiciones de poder de unos cuantos, amenazó con sepultar su gestión en
el olvido. Muchos de los que hoy le lloran contribuyeron a su inmerecida y
brutal defenestración. En la hora de la despedida, cuando tantos le rinden
ahora el homenaje que le negaron en vida, a mí me place recordar su imagen un
poco chuleta y desenfadada, la de un español medio siempre soñando con la
revolución pendiente, que acabó convirtiéndose en un estadista de fuste y en
una figura irrepetible de nuestra democracia.
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