La
España evaporada/Pedro J. Ramírez, exdirector de El Mundo.
El
Mundo |23 de marzo de 2014
Hoy
es el día. Y con lo de Adolfo Suárez más. Prometí al hombre del canotier, el
bigotito y el ejemplar de El Imparcial que el 23 de marzo del 14 acudiría al
Teatro de la Comedia y aquí estoy, como un solo hombre, con los ojos y oídos
bien abiertos, en la Sala de las Ballenas del Museo de Historia Natural de
Londres, cogiendo sitio desde el martes.
El
orador me anticipó que hablaría de cómo hacer «normal en la política, lo que a
nivel de calle es normal». Tal vez utilizó palabras similares pero esas son las
que siguen en mi memoria. Puesto que la convocatoria era por estricta
invitación, me pareció lógico que me indicara también cuál debía ser mi sitio.
-Ya
que va a estar usted en Londres siga el acto desde ahí. No puede haber mejor
asiento de platea que esa sala del Museo. Cuando yo empiece a hablar entenderá
por qué.
Para
mí era una manera de intentar cazar dos cetáceos con un solo arpón. Con Teatro
de la Comedia o sin Teatro de la Comedia, yo habría venido en todo caso a este
lugar pues no hay mejor antídoto contra el síndrome de Estocolmo que conocer
bien al enemigo que te tiene secuestrado.
Tan
bullicioso es el amontonamiento de escolares en la puerta principal de la calle
Cromwell que la ruta más aconsejable para acceder a la Sala de las Ballenas es
a través de la discreta entrada lateral de Exhibition Road. Eso implica cruzar
un sinfín de vitrinas atiborradas de pájaros exóticos, reptiles insinuantes y
roedores de diversos pelajes pero permite adquirir a la vez conciencia de la
supremacía del Leviatán.
No
es sólo una cuestión de tamaño. También de la perfección de su sofisticada
morfología, sin par entre los mamíferos. Aquí, en las galerías superiores que
rodean el recinto, están perfectamente explicados mediante fotos, vídeos y
diagramas los hábitos alimenticios, las costumbres reproductivas o los sistemas
de desplazamiento de este monstruo político que un chusquero de Cebreros tuvo
el valor de arponear. También sus variedades.
Pero
lo que más impresiona son los dos enormes artefactos que ocupan el espacio
central de la sala como si fueran sendos jumbos en el vestíbulo de la terminal
de un aeropuerto. La mayoría de los visitantes quedan extasiados ante la
envergadura de la Balaenoptera Musculus con sus 30 metros de eslora, su silueta
abrumadora y un rictus burlón en el hocico. Sin embargo, a diferencia del resto
de las especies exhibidas, lo que contemplamos no es una ballena disecada, sino
una simple maqueta. O sea yeso, alambre y madera. No es la bestia sino su
representación.
Lo
que a mí sí me subyuga e intimida es el esqueleto real que, ensamblado hueso a
hueso, cuelga justo encima de la ballena de cartón piedra. En él reconozco la
inmensa mazmorra que albergan sus costillas, los barrotes óseos imposibles de
abarcar en un abrazo, las falanges interminables que mueven sus omnipotentes
aletas, las rejas calcáreas que cierran el chasis cual bastión amurallado. Aquí
anidan los terrores infantiles del castillo de irás y no volverás.
De
repente se ilumina la gran pantalla de plasma y, como si del más perfecto sistema
de videoconferencia se tratara, el museo londinense queda incorporado al patio
de butacas del teatro de la calle del Príncipe. Menudo ambientazo. Es como para
no perder ripio. Se atisban ya unos cuantos diputados prestos a ser flagelados.
La gente va bien vestida y abundan los abrigos como si la primavera del 14
estuviera haciéndose la remolona entre los fríos de Madrid.
Un
acomodador reparte un manifiesto. Conviene leerlo antes de que comience el
acto. Se titula Prospecto de la Liga de Educación Política Española y en su
segundo párrafo afirma: «El hecho más evidente y grave de nuestra vida nacional
en los meses que corren es la manifiesta incapacidad de los viejos partidos, de
las instituciones antiguas, de las ideas tópicas para prolongar su existencia
aparente… Sólo conservan la aptitud de los escombros para ahogar bajo su
gravamen nuevas germinaciones». Caray: eso es lo que hace 35 años me decía de
madrugada, paseando ante la puerta de casa y refiriéndose a Alianza Popular, el
presidente Suárez.
Mi
asentimiento se acentúa a medida que sigo leyendo: «El partido que ahora
gobierna patrocina la incompetencia, fabrica inercias y discute jefaturas. Como
españoles sólo podemos desearle una muerte feliz». O una resurrección gloriosa
con otros cuerpos y ropajes.
Al
final la receta es hágase la «democracia» y surja entre nosotros «España».
Liberalismo radical y Nación europea. Muy del CDS pero con intelectuales al
timón. Entre el centenar de firmas que avalan el documento distingo las de
Manuel Azaña, Américo Castro, Salvador de Madariaga, Ramiro de Maeztu, Antonio
Machado, Ramón Pérez de Ayala, Fernando de los Ríos, Pedro Salinas y, por
supuesto, la del hombre del canotier, mi cicerone en estas primeras semanas en
las que los engullidos aún permanecemos dentro de los círculos del Purgatorio,
el aprendiz de filósofo que ha decidido «darse de alta» en la política, el
joven José Ortega y Gasset que va a hacer de portavoz de los demás.
¿Dónde
hay que firmar? Escudriñando quién asiste y quién no, identifico de repente a
un anciano enjuto de cráneo reluciente y barba y bigote blancos, cuidadamente
recortados. Al reconocerle -¡es don Francisco Giner de los Ríos!- me doy cuenta
de la trascendencia del acto de hoy. La generación del fundador de la
Institución Libre de Enseñanza está entregando el testigo del regeneracionismo
a este embrión de nuevo «partido educador».
Sólo
faltaba el adiós de Adolfo Suárez, el único político al que hemos visto
quitarle poder a la ballena para devolvérselo al pueblo, para realzar la mística
de la efeméride.
Ahora
entiendo la expectación del público cuando Ortega, «mano izquierda sobre el
atril, mano derecha presta al revoloteo gestual» -la descripción es de Menéndez
Alzamora-, prorrumpe a hablar, presentándose «como una voz anónima y sin timbre
individual que viniera a sonar entre vosotros». Resulta que alguien tiene que
tomar la palabra. «Por ejemplo, yo». ¿Por qué? Porque ha llegado a la
conclusión de que para «salvarse» él, tendrá que salvar también a «su
circunstancia», es decir a su país. Y lo que ve alrededor es el mismo divorcio
de los tiempos previos al «puedo prometer y prometo»: «Hablemos con toda
claridad. La España oficial y la España nueva no nos entendemos… Todos esos
organismos de nuestra sociedad que, aunándolos en un nombre llamaremos la
España oficial, son el inmenso esqueleto de un organismo evaporado,
desvanecido, que queda en pie por el equilibrio material de su mole, como dicen
que después de muertos quedan en pie los elefantes».
En
un instante lo he comprendido todo. Lo tengo delante de mis ojos. Por eso mi
gentil cicerone quería que siguiera el acto desde aquí. Para que viera que la
ballena ya sólo es un esqueleto. Como lo vio Adolfo Suárez al final del
franquismo, como lo vieron los asistentes a este acto en la Comedia al final de
la Restauración, como lo vieron los desdichados protagonistas de mi nuevo libro
al final del absolutismo fernandino…
Pero
aún queda mucho por oír: «La España oficial consiste, pues, en una especie de
partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados
por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos Ministerios de
alucinación… Toda una España con sus gobernantes y gobernados, con sus abusos y
usos está acabando de morir…». Porque con Adolfo Suárez agoniza también un
legado democrático que antepone el interés general al partidista y por eso
incluye el verbo dimitir.
El
joven Ortega está hablando para su generación pero es imposible no constatar
los guiños y alusiones que dirige a la nuestra: «Hemos visto el turno de los
partidos como manivela de este sistema de corrupción… Lo que emana de todos
estos años oscuros y terribles es una omnímoda, horrible, densísima
incompetencia… No nos preocupa la posesión de esas ganzúas de Gobierno que
algunos llaman programas». Menudo traje les está haciendo a don Alfredo y don
Mariano.
Y
no sólo a ellos. Ahora nos pregunta «si ser monárquico va a seguir significando
lo que ha significado hasta aquí». Es decir si debe suponer, como pretenden
quienes rodean, asesoran e instigan a Don Juan Carlos, «estar con la Monarquía
sin condiciones, de todas maneras, bien o mal, como la Monarquía se conduzca,
de todas suertes apegado a ella». Porque en ese caso… convendría ir agrupándose
al servicio de otra cosa.
Pero
lo más importante de cuanto está diciendo hoy Ortega es lo que llega al corazón
de cada oyente, dentro y fuera del teatro, dentro y fuera de la ballena. Lo que
toca la fibra de nuestra melancolía personal, lo que radiografía nuestras
decepciones, lo que levanta acta del naufragio de las grandes esperanzas de la
Transición: «Todo español lleva dentro como un hombre muerto, un hombre que
pudo nacer y no nació, y vendrá un día, no nos importa cual, en que esos
hombres muertos escogerán una hora para levantarse y pediros cuenta sañudamente
de vuestro innumerable asesinato».
Rajoy
y Rubalcaba deberían constatar que Ortega se refiere a cuanto ellos
representan. Que es su egoísmo de partido el que nos impone «este vivir el
hueco de la propia vida», como si fuéramos todos, y no sólo el amado Rey Lear
que ahora nos deja, quienes hubiéramos perdido de uno en uno la memoria; que es
la dictadura de su casta la que nos arruina, aliena y evapora en medio de «las
fórmulas de uso mostrenco que flotan en el aire público»; que es su cinismo
imperturbable el que «va depositando sobre el haz de nuestra personalidad una
costra de opiniones muertas»; que son ellos y toda la patulea de zánganos
apandadores, aferrados a sus poltronas, los que han convertido a España en una
maqueta de sí misma, en cuyas oquedades sólo hay paro o subempleo para los
jóvenes, saqueo fiscal para los adultos con trabajo y automoribundia para
todos. No es ya la España invertebrada -aquí está el esqueleto- pero sí la
España evaporada junto a su mejor caballero.
«¿En
qué siglo suceden las cosas de ahora mismo?», requiere Antonio Lucas desde el
verso clave de Los Desengaños. Ay, amigo, quién tuviera tus años por delante
como periodista y tu talento de poeta… Pero no hace falta venir al Museo de
Historia Natural de Londres. La respuesta está en el paseo de Recoletos, en la
exposición de la Biblioteca Nacional sobre la Generación del 14, al alcance de
cuantos quieran percibirla: en el siglo de Adolfo Suárez.
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