Dirección: Dinamarca/Luis Fernández-Galiano es arquitecto.
El
País | 24 de enero de 2015
¿Cómo
se llega a Dinamarca? Tal es la pregunta que impulsa la colosal obra de Francis
Fukuyama, Political Order and Political Decay. Culminación de un empeño
iniciado en 2011 con The Origins of Political Order —que exploraba el
desarrollo de las instituciones desde la jerarquía en los primates hasta la
Revolución Francesa—, el volumen recientemente publicado describe ese proceso
de evolución política desde la revolución industrial hasta la globalización de
la democracia, y las 1.300 páginas de la obra completa están enhebradas por el
empeño en desentrañar de qué forma podemos aproximarnos a esa Dinamarca que
emplea como símbolo de una sociedad “próspera, democrática, segura, bien
gobernada y con bajos índices de corrupción”. Y aunque advierte que no se
refiere tanto al país de ese nombre como a una comunidad ideal con esos rasgos,
explica que Dinamarca llegó a ser Dinamarca cuando su sistema político —con el
que hoy estamos familiarizados a través de la serie televisiva Borgen— efectuó
la transición de un Estado patrimonial a otro moderno. Un proceso complejo y
difícil que no es sensato intentar reproducir, siguiendo las pautas de los
organismos internacionales, en países como Afganistán, Somalia, Libia o Haití.
Fukuyama
se hizo popular hace 25 años con un ensayo, The End of History? (publicado
originalmente en 1989, y como libro en 1992 con el título The End of History
and the Last Man), donde valoraba la victoria del capitalismo y la democracia
liberal en la Guerra Fría como un fenómeno irreversible, al juzgar esta forma
de organización económico-política como la única compatible con las sociedades
desarrolladas y prósperas. Muchos lo juzgaron entonces triunfalista, si bien
—como ha subrayado Michael Ignatieff— el texto no estaba exento de melancolía,
al expresar su temor de que esta inflexión histórica trajera como consecuencia
la pérdida en Occidente de su fibra moral. Considerado durante un tiempo
expresión de los valores neoconservadores —y criticado por ello en el famoso
discurso sulfúrico de Hugo Chávez ante Naciones Unidas en 2006, donde
contrapuso a Noam Chomsky con un falaz final de la historia—, su pensamiento se
fue distanciando progresivamente de estos. El politólogo censuró ásperamente
las malhadadas intervenciones de Estados Unidos en Oriente Próximo, con obras
como America at the Crossroads de 2006, donde analiza los orígenes judíos y
trotskistas de los neocon encabezados por Irving Kristol, deplora su
identificación con la política exterior de George W. Bush y refuta la
responsabilidad ideológica del filósofo Leo Strauss en la guerra de Irak. Y ha
manifestado repetidas veces su frustración ante las disfunciones de la
organización institucional del país, sumido hoy en una crisis de legitimidad
que a su juicio evidencia una auténtica decadencia política.
Pero
sus convicciones de hace un cuarto de siglo sobre el modelo político deseable
permanecen intactas. Un Estado fuerte y eficaz, constreñido por el imperio de
la ley y por la vigilancia democrática. Fiel al idealismo hegeliano que
aprendió de Alexandre Kojève, pero ahora reemplazando el militarismo
estadounidense por el imperio transnacional de la ley que promueve la Unión
Europea como la mejor representación de un mundo posthistórico, Fukuyama
defiende la democracia liberal frente al capitalismo autoritario chino o las
teocracias islamistas, aunque advierte que el fundamentalismo islámico es “el
único competidor genuino de la democracia en el reino de las ideas”. Más
templado en su visión teleológica de la historia, criticada en su día por
Jacques Derrida como “sustancialmente, una escatología cristiana”, el
politólogo estadounidense analiza aquí el origen y desarrollo de las
instituciones políticas, pero también su decadencia, en el marco de la pugna
universal por crear Estados modernos y eficaces.
La
actual obra, que sus editores describen como “el más importante trabajo de
pensamiento político de esta generación”, y que The Wall Street Journal
califica de “magistral en su erudición y admirablemente inmodesto en su
ambición”, quiere poner al día el libro que Samuel Huntington publicó en 1968,
Political Order in Changing Societies. Fukuyama aborda el desafío con una
copiosa acumulación de fuentes, extraordinaria amplitud geográfica y un inglés más
limpio y claro que el de su mentor. Desde luego, su esperanza optimista de que
la democracia liberal resulte finalmente victoriosa (socavada por el propio
Huntington, que en The Clash of Civilizations de 1996 argumentó que el
conflicto ideológico sería sustituido por el conflicto entre civilizaciones),
se ha visto empañada por el desarrollo del capitalismo en Estados autoritarios
como Rusia y China, sin que la mayor prosperidad haya generado mayor seguridad
jurídica o más amplia participación democrática. Pero Fukuyama argumenta
convincentemente que, antes de que un Estado pueda ser constreñido por la ley o
la democracia, tiene que existir, algo que por desgracia no se produce en
muchos países donde Occidente ha querido implantar sus modelos institucionales,
con los fracasos subsiguientes.
Polemizando
con el determinismo geográfico y técnico de Jeffrey Sachs o Jared Diamond, pero
discrepando también con economistas como Daron Acemoglu o James Robinson, que
atribuyen un papel central a las instituciones sin dejar de hacer estas
dependientes de factores climáticos o de geografía física, Fukuyama atribuye el
desarrollo económico y la evolución política a un cúmulo de circunstancias.
Entre ellas, la rivalidad entre naciones y los conflictos bélicos como estímulo
para el surgimiento de Estados eficaces, y la extensión de las clases medias
como soporte esencial de la democracia. Muchos leerán el libro como una defensa
del Estado frente a los controles jurídicos y la transparencia democrática
—movido por la exasperación de su autor ante lo que llama la vetocracia y la
parálisis de la Administración estadounidense, incapaz de reformarse mientras
segrega desigualdad económica y deslegitimación política—; pero Fukuyama razona
persuasivamente que nada es posible sin un Ejecutivo centralizado y una
burocracia competente, que tendrán inicialmente un carácter patrimonial y
extractivo antes de lograr la neutralidad moderna, garantizada por el respeto a
la ley y los controles democráticos.
Ahora
bien, “las burocracias contemporáneas más modernas fueron las establecidas por
Estados autoritarios en su búsqueda de seguridad nacional”, y es en ellas donde
el crecimiento económico y la extensión de las clases medias acabaron generando
estructuras democráticas, hoy amenazadas por dos procesos convergentes: el
declive de las clases medias producido por la globalización y el cambio
técnico; y la decadencia política de las democracias liberales,
repatrimonializadas por élites poderosas, lo que conduce “bien a un lento
incremento de los niveles de corrupción y la consiguiente menor efectividad del
Gobierno, bien a violentas reacciones populistas ante lo que se percibe como
manipulación de las élites”.
Es
difícil evitar el comentario de que parecen palabras escritas para la España de
hoy, que todavía no ha encontrado su camino hacia Dinamarca. Nuestro país, en
opinión de Fukuyama, tuvo un comportamiento fiscal —a diferencia de Grecia o
Italia—, “relativamente responsable” en los años previos a la crisis, de la que
“han salido con más éxito los países que, como Alemania y las naciones
escandinavas, eligieron un camino intermedio entre el laissez faire de Estados
Unidos y Gran Bretaña, y los rígidos sistemas regulatorios de Francia e
Italia”. Pero la crisis económica se ha doblado aquí con otra institucional, y
no sabemos si el laberinto de senderos que se bifurcan nos lleva a Copenhague o
a Caracas.
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