Guerrero:
el riesgo de ser sacerdote/Rodrigo Vera
Revista Proceso No. 1995, 24 de enero de 2015
En
Ciudad Altamirano las bandas criminales se han ensañado con el clero, igual que
con el resto de la gente. Tras el asesinato de cuatro sacerdotes, sus
compañeros ya consideran la zona como una “tierra de misión”, donde su prédica
puede tener consecuencias fatales. El vocero de la diócesis correspondiente,
Fidencio Avellaneda, considera que la razón es simple: los delincuentes “no
tienen ningún respeto por la Iglesia”. Pero el obispo Maximino Martínez no duda
en definir esa ciega violencia: “¡Es el mal! ¡El mal!”.
Triste
por los recientes asesinatos de cuatro sacerdotes de su diócesis, Maximino
Martínez, obispo de Ciudad Altamirano, comenta: “Esos crímenes me duelen
profundamente. Son golpes muy duros, durísimos, pues mis sacerdotes son como
mis hijos o mis hermanos. Pero debo hacerme fuerte y reponerme. Ni modo, me
tocó desempeñar mi ministerio en esta violenta zona de Guerrero”.
–Los
informes señalan que a escala mundial su diócesis es la más peligrosa para
ejercer el sacerdocio. ¿Es cierto?
–Al
menos en los últimos meses no conozco otra donde se haya dado tanto crimen y
tanta violencia contra el clero. ¡No la conozco! Quizás en algunos lugares
convulsos del oriente islámico exista una violencia parecida, pero no en el
mundo católico.
En
su reporte de 2014, El riesgo de ser sacerdote en México, el Centro Católico
Multimedial asegura que, por lo menos en América, el país más peligroso para la
Iglesia Católica es México, donde “la tendencia de atentados contra sacerdotes
sigue al alza”. Sólo en los dos primeros años del sexenio de Enrique Peña
Nieto, ejemplifica, los ataques aumentaron 100% respecto del mismo periodo del
sexenio anterior.
El
informe ubica a Guerrero como la entidad más violenta de México; y entre las
cuatro diócesis guerrerenses, a Ciudad Altamirano como la más peligrosa.
Acababa
de salir ese documento cuando un nuevo crimen en Ciudad Altamirano sacudió a la
opinión pública internacional: el del joven sacerdote Gregorio López
Gorostieta, levantado el pasado 22 de diciembre y tres días después localizado
muerto, con un balazo en la cabeza.
El
Vaticano encendió los focos rojos. El Papa Francisco dijo que el padre Gregorio
fue “víctima de una injustificable violencia”, y el secretario de Estado de la
Santa Sede, el cardenal Pietro Parolin, lanzó en nombre del pontífice la
siguiente recomendación por escrito: “Su santidad, al expresar una vez más su
firme reprobación de todo atentado a la vida y dignidad de las personas,
exhorta a los sacerdotes y demás evangelizadores de la diócesis a proseguir con
ardor su misión eclesial, a pesar de las dificultades”.
En
el corredor de la casa obispal, sentado en un macizo sillón de madera tras
oficiar una misa en catedral, el obispo Martínez se dice “fortalecido” por este
apoyo de Bergoglio: “En estos momentos tan difíciles, el Papa Francisco me
acompaña y me da fortaleza. Él conoce muy bien la situación en la diócesis,
donde la violencia a veces aflora más y a veces parece que se aplaca un poco”.
–¿Usted
le ha informado personalmente al Papa sobre el asunto?
–Sí,
lo hice durante la visita Ad limina que tuvimos los obispos mexicanos en mayo
pasado. También les informé entonces a los encargados de los distintos
dicasterios de la Curia Romana. Todos ellos tienen el informe escrito que les
entregué sobre la diócesis.
El
obispo mueve apesadumbrado la cabeza cana, que contrasta con su tez oscura, y
dice: “Tenía muchas esperanzas puestas en Goyito. Fue el último de mis
sacerdotes a quien mandé a estudiar a Roma. Allá estudió liturgia durante tres
años en la Universidad Anselmiana. Estuve pendiente de sus estudios. Cuando
regresó a la diócesis yo me dije, muy satisfecho: ‘Ya tengo otro sacerdote
preparado para formar a mis seminaristas’. Y mire lo que pasó, me lo mataron”.
Comenta
que hasta el momento no se ha aclarado el crimen ni dado con los asesinos,
aunque el fiscal del caso supone que el móvil fue el robo, pues el padre
Gregorio había encabezado, un día antes de su secuestro, la colecta anual a
favor del seminario. Pero no llevaba el dinero cuando fue atacado.
Sus
restos se encontraron el 25 de diciembre en un paraje del municipio de
Tlapehuala. El reporte del forense señala que recibió un impacto de bala en el
cráneo, pero era de bajo calibre y no lo mató; luego los asesinos le pusieron
cinta canela en nariz y boca, asfixiándolo hasta la muerte.
Hubo
una misa de cuerpo presente en la austera catedral, en cuyo altar aún permanece
una foto de Gregorio adornada con flores.
“No
respetan a la Iglesia”
Ante
la ola de agresiones, la diócesis acaba de elaborar el informe La historia de
violencia que hemos vivido recientemente en nuestra diócesis de Ciudad
Altamirano. Incluye, además del asesinato de Goyito, los crímenes anteriores
contra otros tres sacerdotes del obispo Martínez: Habacuc Hernández Benítez, Joel
Román Salazar y Ascensión Acuña Osorio.
El
13 de junio de 2009, en un paraje solitario del municipio de Arcelia fue
asesinado el sacerdote Habacuc, junto con dos jóvenes preseminaristas: Eduardo
Oregón y Silvestre González. Los tres viajaban en una camioneta pick up. Un
grupo de matones los acribilló con armas de alto poder.
Se
dijo que la causa del crimen fue que el sacerdote instaba a sus feligreses a
alejarse de la delincuencia organizada. Aunque también se manejó la hipótesis
de la confusión. Nunca se esclareció nada.
Este
multihomicidio provocó consternación en el Vaticano, al grado de que la agencia
televisiva italiana Rome Reports, especializada en asuntos eclesiásticos y de
la Santa Sede, lo incluyó como caso ilustrativo en un reportaje sobre violencia
contra sacerdotes. Ahí se dijo que el entonces Papa, Benedicto XVI, estaba
“cada vez más preocupado” por lo peligroso que resulta ejercer el ministerio
sacerdotal en México ( 1713).
Y
sobre la muerte del sacerdote Joel Román, el informe diocesano señala que éste,
durante una reunión en junio de 2012, reveló a sus compañeros que había sido
secuestrado por un grupo armado que lo mantuvo cautivo toda una noche con los
ojos vendados y sufriendo agresiones verbales. Salió con vida del percance.
Pero después se quejaba de tener constantes amenazas de muerte. Vivía
atemorizado. Hasta que el 9 de diciembre de 2013 su automóvil apareció
accidentado… y su cadáver colocado cerca de su parroquia. Nunca se investigó
esta muerte.
José
Ascensión Acuña, párroco del templo de San Miguel Totolapan, fue levantado el
21 de septiembre de 2014. Dos días después se encontró su cadáver flotando en
el río Balsas, cerca de la comunidad de Santa Cruz de las Tinajas. La necropsia
determinó que primero fue torturado y después fue ahogado en el río.
El
crimen organizado ya lo había extorsionado. Le pidió 300 mil pesos, pero él
sólo pudo entregar 50 mil. Corre la versión de que lo mataron por no dar la
suma completa. Pero también hay otra hipótesis: que una vez hospedó en su parroquia
a un grupo de personas sin saber que eran delincuentes, el grupo contrario se
enteró y en represalia mató al párroco.
El
reporte de la diócesis menciona más casos de secuestros y extorsiones contra el
clero local. Resalta el caso del Colegio Tepeyac, escuela manejada por
religiosas. El crimen organizado empezó a pedirles “cuotas” cada vez más
onerosas, hasta que el colegio tuvo que cerrar. Hace poco las monjas se
atrevieron a reabrirlo parcialmente, a sabiendas de que arriesgan la vida.
El
autor de la investigación y vocero de la diócesis, Fidencio Avellaneda, afirma:
“La violencia y los crímenes contra nuestros sacerdotes no se deben a una
persecución religiosa. No puede decirse que sea un ataque directo y abierto
contra la diócesis por parte del crimen organizado”.
–Tampoco
son muertes accidentales…
–No
lo son. Creo que estos crímenes a veces se deben a que nuestra predicación es
contraria a los intereses de los delincuentes; les afecta, obstaculiza sus
acciones. Los criminales saben muy bien que están matando, secuestrando y
extorsionando sacerdotes. Simplemente no le tienen ningún respeto a la
Iglesia. Así de simple.
“Yo
mismo he sufrido intentos de extorsión. Hasta el obispo ha sufrido agresiones.
En ese sentido, compartimos con el pueblo la misma realidad violenta. Incluso
los crímenes contra nuestros sacerdotes han quedado impunes, como suele ocurrir
en estos lugares.”
–¿Qué
cárteles operan en la zona?
–A
esta región de Tierra Caliente, aislada y rodeada de montañas, se la disputan
Los Zetas, Los Pelones, Los Templarios, La Familia Michoacana y Generación
2000. Según se dice, los dos primeros grupos ya fueron desplazados. Aquí la
principal actividad delictiva es el tráfico de droga.
Por
su parte, el sacerdote Javier Castrejón, a cargo de la catedral de la diócesis,
lamenta: “La violencia vino a agravar todavía más la situación de esta región,
ya de por sí abandonada. Aquí la evangelización es muy dura por las largas
distancias que se deben recorrer y por los accidentados caminos. A muchos lugares
sólo se llega a caballo. Es muy común hacer nueve horas de recorrido para ir de
Ciudad Altamirano a alguna parroquia. Y en tiempo de lluvias, en muchos lugares
se suspende la evangelización porque ya no es posible llegar a ellos.
“Por
lo mismo, la fe no está muy arraigada en el pueblo, a diferencia de las
regiones del centro el país. Aquí algunas personas van a misa los domingos,
celebran en la iglesia sus bautizos y matrimonios… y se acabó. Es una región
calurosa, áspera, árida, pobre y alejada de la mano de Dios. Nosotros en la
Iglesia siempre la hemos considerado una tierra de misión.”
La
diócesis de Ciudad Altamirano –con sus 16 mil kilómetros cuadrados– fue fundada
en 1965 y cuenta actualmente con 75 sacerdotes y 35 parroquias. Tiene el apoyo de
12 congregaciones de religiosas que trabajan en el área educativa y de
catequesis en condiciones también muy riesgosas.
Andarse
con tiento
Para
debatir el problema de la violencia en Guerrero, se realizó un encuentro en
Acapulco del martes 13 al jueves 15 de enero. Participaron varios sacerdotes y
los obispos de las cuatro diócesis, aglutinadas en lo que se llama la Provincia
Eclesiástica de Acapulco: Ciudad Altamirano, Acapulco, Chilpancingo-Chilapa y
Tlapa.
Cuenta
el sacerdote Javier Castrejón que ahí se acordó aplicar un protocolo de
seguridad para el clero: “Traer rotulados nuestros vehículos, comunicarnos
constantemente para saber dónde andamos, evitar salidas a altas horas de la
noche. En fin, tomar todas las precauciones posibles”.
–¿Los
obispos y algunos sacerdotes traerán guardaespaldas?
–¡No!
¡No! ¡Nada de guardaespaldas! Eso no es lo nuestro. Se miraría mal traer
guardaespaldas cuando el pueblo no puede tener esos privilegios.
El
obispo Martínez rechaza también el uso de guaruras. “Uno debe confiar en la
voluntad de Dios y estar dispuesto al martirio”, dice.
Cuenta
que él ha estado expuesto a la violencia desde el día que tomó las riendas del
obispado, el 31 de agosto de 2006:
“Ese
día celebrábamos en el seminario mi ordenación episcopal. Cuando regresé a esta
casa del obispado voy viendo la fachada tiroteada. Acababa de ocurrir una
balacera justo enfrente. Fue un aviso de que debía andarme con mucho tiento.”
–¿Y
nunca ha sufrido amenazas de muerte?
–Por
supuesto. Varias veces. Sobre todo cuando ando visitando mis parroquias y en
los caminos me paran los narcotraficantes. Pero me identifico y me dicen:
“Sígale”. Le relato un percance: en enero de 2013, cuatro sacerdotes y yo
viajábamos en una camioneta rumbo a Acapulco. De pronto nos cierra el paso un
grupo de delincuentes armados y nos baja del vehículo.
=“Vi
a los ojos al jefe de la banda y le dije: ‘Tu rostro no se ve tan maldito, no
creo que tu familia sea mala, tal vez las circunstancias te orillaron a esto’.
Él respondió que mi observación era cierta, pero que estaba obligado a quitarme
el vehículo porque de lo contrario lo matarían a él… Y nos robaron la
camioneta.”
–¿Nunca
lo han tratado de extorsionar?
–Sí,
también. En una ocasión un delincuente me telefoneó para que le depositara 100
mil pesos en una cuenta bancaria. Pero me llamaba “monseñor Garfias” y
“monseñor Garfias”. Me di cuenta que se había equivocado de teléfono y me
estaba confundiendo con el arzobispo de Acapulco, Carlos Garfias. Le colgué.
–¿Y
no siente usted miedo?
El
obispo acaricia con sus dedos la cruz metálica que le cuelga del pecho, como
para darse valor. Luego responde: “Siento el mismo miedo que cualquier humano
que está sufriendo esta situación de peligro. Pero debemos ser firmes y
combatir al mal que se ha metido mucho en esta región. El Papa acaba de
recordarnos que el diablo de pronto anda como león rugiente buscando a quien
devorar. Eso pasa aquí… ¡Es el mal!… ¡El mal!”.
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