Revista
Proceso
2058, a 9 de abril de 2016.
Legalizar
el estado de excepción/JAVIER
SICILIA
El
pasado 30 de marzo, la Cámara de Diputados aprobó el dictamen de la minuta de
la Ley Reglamentaria del Artículo 29 constitucional, que se refiere a las
condiciones en que un gobierno puede decretar la restricción o suspensión de
garantías. Este tipo de artículos, que se encuentran en casi todas las
constituciones, no sólo son una contradicción, en el sentido de que dan forma
legal a lo que, al destruir cualquier legalidad, no puede tener forma legal,
sino que ha permitido también la instauración de Estados totalitarios. El caso
más conocido es el de la Alemania nazi. Antes del ascenso de Hitler al poder,
el Artículo 48 de la Constitución de la República de Weimar, semejante al 29 de
la mexicana, decía que “cuando en el Reich alemán se hayan alterado gravemente
o estén en peligro la seguridad y el orden público, el presidente del Reich
puede adoptar las medidas necesarias para el restablecimiento de dicha
seguridad y orden público”, usando incluso “a las fuerzas armadas” y
suspendiendo “en todo o en parte los derechos fundamentales”.
En 250 ocasiones
los gobiernos de esa República (1918-1933) proclamaron el estado de excepción,
entre otras cosas para encarcelar a miles de militantes comunistas e instituir
tribunales facultados para aplicar la pena capital. En 1929 utilizaron,
incluso, el artículo para –es una de las atribuciones que le otorga también al
presidente la reglamentación del 29 en relación con la economía– hacer frente a
la caída del marco.
Inmediatamente
después de que esa República entregó el poder a los nazis, Hitler, haciéndose
eco del mismo artículo, proclamó el Decreto para la protección del pueblo y del
Estado, que suspendía los artículos de la Constitución de Weimar referentes a
las libertades personales y que nunca, durante los 12 años del nazismo, fue
revocado. Tanto en la República democrática de Weimar como en la dictadura
nazi, ese tipo de artículos posibilitaron una realidad totalitaria, entendida
–dice Giorgio Agamben, de quien tomo estas referencias– “como la instauración,
mediante el estado de excepción, de una guerra civil legal que permite la
eliminación física no sólo de los adversarios políticos, sino de categorías
enteras de ciudadanos que por cualquier razón no sean integrables en el sistema
político”.
El
caso de México es, sin embargo, distinto e inédito en la historia moderna.
Aunque el Artículo 29 y su reciente reglamentación está en consonancia con la
tradición de las constituciones desde que, después de la Revolución Francesa,
la Asamblea Constituyente del 8 de julio creó la figura jurídica de l’état de
siége (estado de sitio), el estado de excepción al que ese artículo se refiere
no es algo que pueda suceder, sino que 1) está sucediendo de facto, y sin
decreto alguno, desde 2006, cuando Felipe Calderón declaró la guerra contra el
narcotráfico y sacó a las fuerzas armadas a la calle; 2) se ha recrudecido con
la administración de Enrique Peña Nieto; 3) no se ha dirigido, como lo muestra
el ejemplo alemán, únicamente contra adversarios políticos y categorías enteras
de ciudadanos contrarias o no asimilables a los intereses del sistema político.
Por el contrario, está dirigido contra la población entera.
Si
bien el Artículo 29 no se ha utilizado en México y, por lo mismo, en el orden
jurídico nuestras garantías constitucionales están intactas, en los hechos no
existen. El Estado no garantiza nuestra seguridad ni, en consecuencia, nuestros
derechos. Se nos puede detener, torturar, asesinar y desaparecer, y los
aparatos dedicados a impartir justicia no harán nada por nosotros o fingirán
que lo hacen o harán lo mínimo. Se nos puede también calumniar e incluso, como
en el caso emblemático de Emilio Álvarez Icaza, fabricar delitos y, al mismo
tiempo, mantener en la impunidad a los verdaderos criminales. Todos, de una u
otra forma, nos hemos vuelto, como en los estados de excepción, seres
prescindibles para el Estado y susceptibles de ser sus enemigos. Somos, en este
sentido y de manera general, los comunistas contra los que la República de
Weimar utilizaba el Artículo 48. Pero también los judíos, los gitanos, los
enfermos mentales y los católicos y protestantes contrarios a los intereses del
Estado nazi. Nada ni nadie escapamos al estado de excepción en el que el Estado
mexicano y sus partidocracias, coludidos con los intereses del mercado –sean
del crimen organizado o de las grandes trasnacionales depredadoras–, pretenden
no salvar la democracia, no instaurar la hegemonía de una raza o la dictadura
del proletariado –eso pertenece a un pasado que ya no existe–, sino maximizar
capitales y hacer negocio con nuestras vidas y nuestro territorio.
Este
estado de excepción factual y disfrazado de estado de derecho y libertades
democráticas es, por lo mismo –no he dejado de repetirlo– una nueva forma del
totalitarismo, o su antecedente, que busca, mediante la Ley de Reglamentación,
darle un carácter jurídico para hacerlo necesario y, en consecuencia, más
espantoso. En México, como lo señalaba Walter Benjamin en su octava tesis, la
tradición de los oprimidos vuelve a enseñarnos que el estado de excepción en el
que vivimos es la norma y estamos obligados a combatirlo.
Además
opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra,
liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos
políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores
y funcionarios criminales, boicotear las elecciones, devolverle su programa a Carmen
Aristegui y exhumar los cuerpos de las fosas de Tetelcingo. l
No hay comentarios.:
Publicar un comentario