Reformar
la democracia y el capital/
Gabriel Tortella, economista e historiador, es autor de Los orígenes del siglo XXI (Gadir), donde el lector puede encontrar apoyatura factual a muchas de las afirmaciones aquí contenidas.
El Mundo, 20 de abril de 2016..
En
el año 0 de nuestra era la población mundial era de unos 231 millones de
habitantes; la esperanza media de vida al nacer estaba ente 15 y 20 años. En el
año 1700 la población mundial no había llegado a triplicarse: era de unos 600
millones, y la esperanza de vida no se había doblado: era de 25 años. En 2011
la población mundial alcanzó los 7.000 millones, y la esperanza media de vida
era de 71 años. He tomado como puntos de comparación tres años que me parecen
significativos: el año 0 de nuestra era es un momento de apogeo del mundo
antiguo, con la constitución del Imperio Romano. El año 1700 lo tomo como el
del inicio de capitalismo; hay una cierta arbitrariedad en esta fecha, pero no
mucha: Inglaterra acababa de inventar el sistema parlamentario y de crear el Banco
de Inglaterra; décadas antes el Banco de Suecia había empezado a poner billetes
en circulación. En Ámsterdam, Londres y París había primitivos mercados de
capitales que pronto se convertirían en bolsas reguladas. Hacia 1710
aparecerían en Inglaterra las primeras versiones, muy primitivas, de la máquina
de vapor. El comercio mundial estaba en sus etapas iniciales.
En
los 1700 años anteriores al inicio del capitalismo, por tanto, la población
mundial creció a tasas anuales bajísimas (el 0,56 por 1000). En la era
capitalista, la población mundial se multiplicó por más de 11, lo cual implica
una tasa de crecimiento del 7,915 por 1000. Este enorme crecimiento demográfico
ha venido acompañado de algo más asombroso todavía: la esperanza de vida casi
se ha triplicado en la era capitalista, de 25 a 71 años. Esto, a escala
mundial, incluyendo los países más pobres. En España, por ejemplo, la esperanza
de vida hoy está unos 11 años por encima de la media mundial.
Yo
me pregunto si los que se llaman anticapitalistas tienen estas sencillas cifras
en mente. Yo les recomendaría, a este respecto, que leyeran un librito muy
breve de dos autores que no eran precisamente defensores del capitalismo, y de
los que muchos anticapitalistas habrán oído hablar: Karl Marx y Friedrich
Engels. El libro que les recomiendo se titula El manifiesto comunista y se
publicó en 1848, a medio camino entre 1700 y el presente. En el primer capítulo
puede leerse que «la burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los
medios de producción, con las facilidades increíbles de su red de
comunicaciones, lleva la civilización hasta a las naciones más salvajes […] En
el siglo corto que lleva de existencia como clase soberana, la burguesía ha
creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las
pasadas generaciones juntas». Sustitúyase «burguesía» por «capitalismo», que
para los autores eran casi sinónimas, y se verá que estos autores no sólo
interpretaban con gran acierto el pasado, sino que de su texto podría
extrapolarse una predicción bastante aceptable del futuro.
Es
verdad que ellos pensaban que el capitalismo llevaba en su seno las semillas de
su destrucción, porque el proletariado, obligado a vivir al nivel mínimo de
subsistencia por la «ley de bronce de los salarios», crecería en número con el
desarrollo capitalista y terminaría por hacer la revolución violenta para
romper sus cadenas.
Aquí,
sin embargo, se equivocaron: no había tal «ley de bronce». Al crecer las
economías capitalistas, las condiciones de vida de los trabajadores mejoraron;
y, con la implantación de la democracia, pudo llevarse a cabo la revolución
pacífica socialdemócrata, estableciendo la seguridad social y toda una serie de
medidas de protección de los trabajadores y las clases desfavorecidas. De esto
se dieron cuanta varios discípulos de Marx, entre otros los fabianos ingleses,
que concentraron su lucha en la consecución del sufragio universal para llevar
los partidos socialistas al poder y realizar esta revolución pacífica, que tuvo
lugar a partir de la Primera Guerra Mundial.
El
capitalismo, por tanto, no sólo creó «energías productivas mucho más grandiosas
y colosales que todas las pasadas generaciones juntas», sino que, gracias a ese
enorme crecimiento, dio lugar a -y permitió- la profunda reforma a que se vio
sujeto cuando los países adelantados pasaron, durante las décadas centrales del
siglo XX, del viejo sistema liberal al sistema socialdemócrata, con muchas
tensiones, pero sin derramamiento de sangre. Digo «sin derramamiento de sangre»
porque las dos guerras mundiales no fueron guerras de clase, sino contiendas
internacionales.
Quizá
sea útil definir ahora el capitalismo como el sistema económico donde las
principales decisiones de producción y de distribución se toman por las fuerzas
impersonales de los mercados y donde una parte mayoritaria de los medios de
producción está en manos privadas, lo cual no excluye que el Estado no solo
proporcione el marco jurídico y político en que se mueve la economía, sino que
también intervenga como actor económico, sobre todo en campos muy importantes
como los que se refieren al llamado Estado de Bienestar y a la política
económica.
El
capitalismo y la democracia están inextricablemente ligados. Él nació primero,
pero dependió mucho en sus albores de ese embrión de democracia que es el
sistema parlamentario. Luego, gracias a su desarrollo, como hemos visto, dio
lugar a la verdadera democracia, el sufragio universal de ambos sexos. Es muy
conocida la frase de Churchill en el Parlamento en 1947 diciendo que la
democracia «es el peor sistema de gobierno si se exceptúan los demás». Algo
parecido podría decirse del capitalismo: los distintos tipos de comunismo y de
fascismo (desde Rusia a Cuba, pasando por Albania, Venezuela, Argentina y
Zimbabwe) ofrecen una demostración palmaria de lo que son las alternativas al
capitalismo. Y el caso de China es como para dar qué pensar a los
anticapitalistas: después de 30 años de comunismo maoísta, que no trajeron sino
penalidades y estancamiento en la pobreza, los directivos postmaoístas
consultaron a Milton Friedman, el gran apóstol académico del capitalismo, que
les recomendó liberalizar los mercados y los medios de producción. Ellos le
hicieron caso; lo que siguió fueron unas décadas de crecimiento económico
espectacular que mejoró asombrosamente los niveles de vida y convirtió a China
en una gran potencia económica.
Pero
tanto el capitalismo como la democracia tienen graves defectos. Ninguno de los
dos funciona como predicen sus modelos, sino con graves desviaciones que los
hacen inaceptables para algunos. Ello es porque la ciencia social dista mucho
de ser exacta: una cosa es modelizar partículas subatómicas, que obedecen leyes
muy complicadas, pero las obedecen; y otra modelizar seres humanos, que no sólo
son mucho menos racionales de lo que ellos creen, sino que además cambian de
comportamiento a medida que cambia la sociedad en que se mueven. Pero eso no es
motivo suficiente para tirar por la borda la democracia y el capitalismo. La
revolución socialdemócrata del pasado siglo es una prueba de que ambos son
reformables. Requieren estudio, reflexión; requieren, sobre todo, un público
educado, inteligente, que comprenda las complejidades de uno y otro sistema y
elija a gobernantes capaces de llevar a cabo las reformas necesarias, desde la
de la ley electoral hasta la de los reguladores del mercado (y tantas otras).
Lo
que no se requiere es un anticapitalismo visceral que se comporte como el niño
tonto, mimado y torpe que tira por la ventana la play-station porque no la
entiende y no sabe hacerla funcionar.
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