Racionalidad en tiempos de Trump/Ana Palacio, a former Spanish foreign minister and former Senior Vice President of the World Bank, is a member of the Spanish Council of State, a visiting lecturer at Georgetown University, and a member of the World Economic Forum’s Global Agenda Council on the United States.
En la tragedia clásica griega Las Bacantes, el dios Dionisos, motivado
por la sed de venganza y decidido a reconquistar el alma de la ciudad de Tebas,
se enfrenta al inflexible e intolerante rey Penteo, cuya rigidez –su voluntad
de neutralizar, en lugar de entender o encajar, las emociones avivadas por el
apasionado y poco convencional Dionisos– acaba por suponer su ruina. Dionisos sale
victorioso y Penteo sucumbe.
Fantasear con deus ex machina resulta tentador, pero no contribuirá a la
resolución de ningún problema. Líderes de la índole de Trump no hacen sino
empeorar gravemente la situación, en la medida en que ponen en peligro el
sistema fundado en normas que tanta prosperidad y seguridad nos ha
proporcionado a lo largo de las últimas siete décadas.
Hace un siglo, el sociólogo Max Weber distinguió tres tipos de
legitimidad sobre las que puede reposar la autoridad de un gobierno: tradicional
(un sistema heredado), carismática (ligada a la fuerza de la personalidad de un
líder), y legal (conjunto de normas racionales aplicadas de forma justa). Para
Weber, el Estado moderno descansa con toda claridad sobre la legitimidad legal.
Pero, en contra de la presunción de Weber, cada vez más occidentales
consideran que ni la lógica ni la equidad de estas reglas son evidentes. Se
crea de este modo un vacío que tratan de ocupar nuevos líderes sobre la base de
su carisma personal y apelando a la tradición para ganar adeptos. Esta fórmula
ha proliferado, desde los populistas occidentales de extrema derecha, hasta las
células de captación del ISIS.
Sin duda, el sistema actual tiene graves deficiencias, y en nuestras
democracias abundan los ejemplos de reglamentaciones descontroladas o de normas
que se aplican de manera desigual. La frustración en torno al sistema presente
no debería sorprender si a lo anterior se suman las diferencias de ingresos y
la discriminación étnica o de género.
Lo sensato sería reformar el sistema, y no avivar esta huida en masa que
cada vez apoyan más individuos. La clave para salvar un orden fundado en
derecho no estriba únicamente en demostrar su indiscutible superioridad, sino
también en reconocer y resolver sus flaquezas. Es el único camino para que los
ciudadanos vean de nuevo las normas como fuente de protección, no de opresión.
La reforma no será sencilla. En política, resulta mucho más fácil –y,
desde un punto de vista electoral, más rentable– criticar un sistema por sus
imperfecciones, que defenderlo. Pero debemos defenderlo, y los dirigentes
deberán explicar con contundencia por qué son necesarias las normas, y
sensibilizar a la opinión pública sobre las razones por las que el sistema
funciona como funciona.
También corresponde a los dirigentes analizar nuestro modelo en
profundidad para realizar cambios esenciales, como revisar los procedimientos
de elaboración de las normas, para que el resultado se ajuste mejor a la
realidad del mundo moderno.
Ante la inminencia de los cambios actuales, existe la percepción de que
el proceso de legislación formal es demasiado lento para mantenerse al día.
Pero la seguridad jurídica que se deriva de estos procesos formales es crítica
para reforzar la estabilidad que exige la senda de la prosperidad sostenida. Se
necesita un enfoque actualizado que permita la evolución legislativa en un
contexto de constante mutación, y con ello asegure que las normas respondan
mejor a las necesidades de los ciudadanos.
El último paso para revitalizar el orden basado en normas y vencer al
Dionisos destructivo de este mundo es a la vez el más exigente: reforzar las
comunidades fundadas en derecho. Desarticulado por la modernidad, Occidente
experimenta una vuelta a las identidades del pasado –nacionalismo, tribalismo,
sectarismo– cuya fascinación reposa sobre su familiaridad y su permanencia.
Pero, es bien sabido que las políticas identitarias pueden ser muy
destructivas. Por ello, resulta vital que las comunidades fundadas en derecho,
como el Estado moderno, se erijan en amarre para los individuos, rebasados por
las turbulencias del mundo actual. Dicho requisito implica superar la razón
pura y establecer una conexión emocional con y entre los ciudadanos.
Este planteamiento puede parecer contraintuitivo. Por principio, la ley
ha de ser racional e imparcial; ahí estriba su fuerza. Pero si queremos que el
orden fundado en derecho sobreviva, éste deberá resonar tanto en las mentes
como en los corazones de las personas.
No está claro cómo abordar este proceso, pero sí que requerirá una base
de valores comunes, y líderes que trabajen activa y consistentemente para ganar
en credibilidad y cosechar la confianza de un público escéptico. De otro modo,
veremos culminar el giro hacia un mundo ingobernable y moldeado por la pasión y
las usurpaciones de poder.
El creciente atractivo de la irracionalidad debería servir de señal de
alarma para los líderes racionales del mundo entero. Si queremos evitar que
nuestras sociedades se precipiten contra las rocas atraídas por los cantos de
sirena del carisma y la nostalgia, debemos comprometernos con la defensa del
ordenamiento jurídico y liberarlo de su rigidez actual. Después de todo, no
lograrlo llevó a Penteo a la muerte.
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