Teoría impertinente de la lectura/Luis García Montero, escritor
Publicado en EL PAÍS, 16/08/09;
Es agosto y la playa está llena de gente. Observo a mi hija mientras lee tumbada en una hamaca, en medio de los gritos, los bañistas, los paseantes, las cometas y los vendedores de patatas fritas. El acto de leer delimita para ella un espacio propio, un reino singular de soledad y absoluta pertenencia. Siento lo mismo que cuando veo a alguien leer en el metro, en los aeropuertos o en el banco de una plaza. Aunque soy de los que prefiere refugiarse en el ámbito de una butaca familiar, reconozco la sigilosa intimidad que traza las fronteras personales del lector callejero entre la multitud.
Mi hija está allí con una certeza impertinente, con una autoridad singular que desafía al mundo. Lo curioso es que también sé que no está allí. Como yo le he dejado el libro en el que ahora vive, estoy convencido de que se encuentra en Venecia, observando con ojos de persona mayor la belleza de un adolescente.
La verdad es que resulta curiosa la afortunada flexibilidad de los asuntos reales. Mis ojos de hombre maduro observan en una playa de Andalucía la belleza de una adolescente que reafirma con una misteriosa autoridad su presencia, su forma de estar aquí, mientras se encuentra muy lejos, en otro mar, observando con ojos de persona mayor los baños de un adolescente.
A veces siento que el ser humano no se caracteriza por su capacidad de pensar, sino por su capacidad de dividirse, de hacerse presente o de borrarse según las necesidades de su deseo y su conciencia. Por eso me parece decisiva la operación de leer como metáfora de una reivindicación decente de la modernidad. Copio unas palabras de Edward W. Said, de su libro Humanismo y crítica democrática (Debate, 2008): “La realidad de la lectura es, ante todo, un acto de emancipación e ilustración humana, quizá modesto, pero que transforma y realza nuestro conocimiento en aras de algo diferente del reduccionismo, el cinismo o el estéril mantenerse al margen”.
Las formas del dogmatismo actual, más allá de las ideologías totalitarias, tienen mucho que ver con la reducción de los matices del mundo a breves titulares que sirven para imponer opiniones y simplificar la realidad, haciendo imposible un verdadero uso de la conciencia individual. Los dogmas de hoy dependen con frecuencia de las nuevas velocidades de la información. La invitación al cinismo, el deseo de relativizarlo todo, suele ser el camino de las inteligencias que juegan a destruir las ilusiones colectivas.
Como hacía el poeta Campoamor contra el liberalismo romántico, los cínicos, más que defender sus ideas reaccionarias, se limitan a ridiculizar las apuestas optimistas. Confieso que el cinismo, como disfraz del pensamiento reaccionario, me molesta incluso más que la pretendida pureza de los que se mantienen al margen y se lavan las manos. A los puros, es decir, a los inquisidores actuales, no les preparan el terreno los sacerdotes, sino el cinismo.
No es, por tanto, asunto menor la reivindicación de la lectura si sirve para defender la emancipación humana en contra de los dogmáticos, los cínicos y los puros. Hay que tomarse en serio una pasión de entrega atenta a las palabras del otro, que tiene como resultado último la confirmación independiente de la realidad personal. Observo a mi hija mientras lee. Está aquí y en otro lugar, es ella más que nunca, porque descubre sus sentimientos, y es al mismo tiempo otro. Cada lector se ha formado gracias a las palabras de muchos autores, que también llegaron a conocerse a sí mismos cuando organizaron sus palabras, sus ideas y sus sentimientos para establecer un diálogo con sus lectores. ¿A qué se parecen las operaciones de leer y escribir? A ponerse en el lugar del otro, quiero decir, por ejemplo, a cuidar a una hija o a un familiar enfermo. Sólo descubrimos lo que hay en nosotros mismos cuando nos desdoblamos para cuidar al otro.
Bernhard Schlink contó en su novela El lector la historia de un adolescente alemán que vivió una historia apasionada de amor con una mujer madura. Todos los días, antes de ir a la cama, la mujer le pedía a su joven amante que leyese en voz alta algunas páginas de un libro. Rota la historia de amor y pasados los años, el protagonista de la novela, ya estudiante de Derecho, se reencuentra por sorpresa con su antigua amante en un juicio, acusada de haber participado en uno de los horrendos crímenes del nazismo. La práctica jurídica adquiere entonces para el estudiante otra dimensión. No justifica de ninguna manera un crimen que lo conmociona por dentro, pero tampoco puede limitarse a juzgar desde fuera. El lector necesita comprender lo ocurrido, meterse en el drama, ponerse en el lugar del otro.
Nos ponemos muy pesados con nuestras identidades. Parece que no hay términos medios. Cuando no pretendemos imponer nuestras identidades como marco único de la totalidad, nos vamos al extremo contrario y diluimos nuestra conciencia individual en el mar ideológico de un todo que fijan las consignas y las costumbres de los otros. Por eso es decisiva la metáfora en la lectura, el sigilo con el que mi hija aprende a borrarse un poco para estar en la ciudad de sus personajes, sin renunciar a ella misma, descubriendo su propio rostro en las aguas de Venecia. Ninguna operación me recuerda tanto a la apuesta del contrato social, la otra metáfora con la que el pensamiento moderno quiso organizar los intereses privado y los públicos, las identidades y los vínculos.
La pérdida de prestigio social de las humanidades ha provocado un sentimiento de culpa entre sus disciplinas y un deseo de imitar a las ciencias. Una sucesión de pretendidos métodos científicos marca desde hace años los rumbos de las teorías literarias. Los métodos nacen, crecen, se reproducen y mueren con la pretensión de aportar una verdad científica al conocimiento de la literatura. Se sienten fuertes al aplicar un protocolo y utilizar un vocabulario tecnológico de muy dudoso gusto.
Estoy convencido de la importancia de la teoría literaria, pero estoy convencido también de que ninguna pretensión científica es más importante que la capacidad personal de lectura, la solitaria pasión con la que Leo Spitzer, Roman Jakobson, Roland Barthes, Dámaso Alonso o Fernando Lázaro Carreter supieron leer. No los admiro por científicos objetivos, sino porque con una soledad cuidadosa supieron hacer en su despacho, ante una página de Garcilaso o Baudelaire, lo mismo que ahora hace mi hija con sus ojos adolescentes.
Ante la certeza de los dogmas y la homologación de las conciencias, tal vez haya que darle hoy su completo significado histórico a la emoción del lector. La soledad compartida de alguien que lee unos versos o una narración, alguien que pide tiempo para vivir cada palabra hasta hacerse dueño de sus propias opiniones, es la mayor ofensa que podemos hacerle a un economicismo desalmado que cuenta con poderosísimos mecanismos tecnológicos de control de las conciencias y que liquida los espacios públicos, suprimiendo los textos y las plazas, es decir, los lugares donde los individuos, sin renunciar a ser ellos mismos, borran un poco sus identidades concretas para convertirse en ciudadanos.
Oponerse al progreso de la ciencia y la tecnología es simplemente reaccionario. Pero eso no significa olvidar el sentido de las humanidades, o asumir una definición tecnológica del futuro. La ciencia no puede perder la raíz de su pacto humanista. Quizá ser moderno, más que llenar las costumbres de vocabulario desarrollista, consista es ser capaces de volver a formular un contrato social adaptado a los nuevos tiempos. Y para firmar un contrato conviene leerlo todo, hasta la letra pequeña de los documentos. Así lo siento cuando pienso en el futuro, mientras observo la impertinente soledad de mi hija que lee, rodeada de gente, en una playa del sur.
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