Entre
cuerpos mutilados, ensangrentados.../ISRAEL FUGUEMANN, empleado de Pemex y licenciado en periodismo por la Escuela Carlos Septién García.
Proceso No 1893, 10 de
febrero de 2013
Una
dramática vorágine de historias, personajes y escenas bulle en el relato que un
empleado del complejo administrativo de Pemex escribió para Proceso con base en
su conocimiento de algunas de las víctimas y las circunstancias en que ocurrió
la explosión del 31 de enero en el edificio B-2 de la empresa paraestatal. Esta
es su crónica personal de la tragedia…
Son
las 15:40 horas del jueves 31 de enero. En el edificio B-2 del Complejo
Administrativo de Pemex, como de costumbre Conchita atiende el mostrador donde
se reciben los contratos de los trabajadores; Enrique Marín está absorto ante
su computadora mientras Irving Omar tiene tomada de la mano a su pequeña hija
Dafne Sherlyn, quien espera la entrega de la credencial del servicio médico.
En
la oficina de Recursos Humanos, en la planta baja del edificio B-2, por lo
menos un centenar de empleados labora con normalidad. Debajo de ellos, en el
sótano, donde se halla una parte del archivo, don Gus se prepara pues nada más
le faltan 20 minutos para checar tarjeta. Frente a su pequeña oficina está la
“cuadrilla de pulidores”, donde los trabajadores se cambian de ropa.
De
pronto el estruendo de una explosión dispara el caos, el pánico, la confusión y
la mirada absorta de toda una nación. Se han colapsado los primeros tres
niveles del edificio B-2 en el centro neurálgico de la empresa más importante
del país. Cientos de trabajadores huyen descontrolados mientras muchos otros
auxilian a sus compañeros atrapados entre los escombros.
Poco
a poco los heridos salen de la zona. Algunos pueden hacerlo sin ayuda, como Ana
Karen, una joven ingeniera química que en el momento de la explosión estaba
formada afuera de uno de los bancos aledaños al complejo, esperando para hacer
un pago. Los menos afortunados lo hacen en brazos de quienes acudieron en su
auxilio: son cuerpos ensangrentados, algunos de ellos mutilados, que emergen de
entre una nube inmensa de polvo y humo. Son muchos los heridos, y las manos que
en ese momento ayudan parecen insuficientes.
Entre
el desastre la gente corre sin saber a ciencia cierta qué pasó. Las llamadas de
los celulares se agolpan y provocan que la red sea para muchos inservible.
Madres que intentan encontrar a sus hijos; hijos en busca de sus padres. Más de
100 de ellos no volverán a sus casas esa noche porque están hospitalizados; 37
nunca más regresarán.
Alan
corre de puerta en puerta con su pesada mochila a la espalda; su uniforme lo
identifica como estudiante de secundaria. Sus dos grandes preocupaciones son su
pequeña hermana –que se encuentra en el Cendi, dentro del complejo– y su madre,
Carolina, quien trabajaba exactamente en el lugar de la explosión. Cuatro días
después su mamá se convertirá en la víctima número 37 y él llorará inconsolable
frente a su ataúd.
Las
instalaciones de Pemex son acordonadas. Llegan ambulancias, bomberos, la Cruz
Roja, policías, marinos y soldados, equipos de rescate, todos los que pueden
ayudar en una catástrofe como ésta. La ciudad vive la conmoción y las redes
sociales alimentan las primeras informaciones. También aparecen ahí algunos
medios, reporteros que intentan averiguar algo. Pero la zona es inaccesible y
las especulaciones crecen.
Comienza
la agonía de las horas más difíciles y largas, las de búsqueda y rescate de las
víctimas.
Los
afanes
“¡Silenciooooo
totaaaaal!
“Somos
el grupo de búsqueda y rescate; si hay alguien ahí, grite o pegue ahora…”
La
voz amplificada por un megáfono busca colarse entre los escombros y espera una
respuesta. Pero no. Nada pasa. Sólo silencio.
Las
imágenes son brutales: la losa del edificio se ha desplomado, las vigas de
acero están dobladas y el mobiliario de oficina está regado por doquier. La
“figura fantasmagórica” del terremoto de 1985 –que Carlos Monsiváis describe en
No sin nosotros– está más presente que nunca. Y con ella viene el miedo.
Uno
a uno van llegando los voluntarios y pese a la descoordinación reinante, los
topos, paramédicos y rescatistas con perros entrenados comienzan a sacar a las
primeras víctimas.
Enrique
Marín Mercado era un tipo atlético, alto, de tez blanca y un excelente pítcher.
Y precisamente sus lanzamientos de bolas rápidas lo llevaron a trabajar a
Pemex. Durante los últimos años lanzó desde el montículo para la selección de
beisbol de la Sección 34, a la que hizo campeona varias veces en los Juegos
Deportivos Nacionales Petroleros que se organizan cada año. Trabajaba en el
área de Recursos Humanos. Cuando hallaron su cuerpo entre los escombros, su
mano semidoblada daba la idea de que tomaba por última vez una pelota de
beisbol para lanzar sus famosas curvas y sliders.
Fue
el número 17 de la lista que el personal interno llevaba hasta ese momento.
Algunos de sus compañeros lo identificaron inmediatamente por la credencial que
fue recogida entre sus pertenencias. El día de su sepelio sus amigos le
brindaron un homenaje: Como si estuvieran en el diamante de juego todos se
pusieron los jerseys del equipo para despedirlo.
Los
trabajadores de Pemex que se afanan alrededor de la zona de desastre miran
anonadados la imagen funesta del edificio B-2. La de Recursos Humanos era un
área de mucho movimiento. Gente que entraba y salía a toda hora. Para muchos
era el corazón laboral del Centro Administrativo. En sus cubículos se
gestionaban muchas de las prestaciones del contrato colectivo de Petróleos
Mexicanos, uno de los más robustos del mundo.
Del
techo cuelga el cuerpo de un hombre que quedó incrustado ahí por la gran fuerza
de la explosión. Debajo de él los rescatistas maniobran sobre monitores,
impresoras, sillas y los restos de losa derrumbada para alcanzarlo. No pudieron
bajarlo sino hasta horas después. Llevaba un traje café, una camisa lila y una
corbata que se movía con el viento de la noche.
Dentro
de este mar de escombros un Diccionario de la lengua española, de la Real
Academia, sale intacto. Un soldado que busca entre las piedras lo halla y lo
hojea unos segundos. Parece como si entre todas esas palabras del castellano
quisiera encontrar las correctas para describir la escena que tiene ante sí.
Pero no encuentra las que describan tal horror y lo arroja, como ha botado la
madera, la losa y todo lo que cubre a quienes yacen bajo tierra.
Debajo
de los oficinistas se ubicaba la potabilizadora de agua, la que suministraba
garrafones para todas las dependencias. También trabajaban ahí los pulidores,
que tan necesarios serán en los próximos días para limpiar las huellas del
desastre. Y cuatro contratistas externos de los que sólo uno sobrevivirá y será
indispensable para identificar los cuerpos de sus compañeros extraviados, los
últimos en hallarse después de cuatro días.
En
la madrugada el número de cuerpos sin vida aumenta. Circulan historias que
desenmascaran la realidad. Se sabe que una pequeña de nombre Dafne, de nueve
años, está desaparecida junto con su padre.
Héctor
Pulido está tumbado en el suelo afuera de las oficinas de Contra Incendio.
Tiene el rostro desencajado. El abuelo y padre no acaba de creer lo que está
viviendo; sabe que su hijo y su nieta estaban en las oficinas cuando ocurrió la
explosión. Pocas horas después fueron hallados los cadáveres de ambos.
Armando
el rompecabezas
Después
de un día las autoridades resuelven que la etapa de “búsqueda y rescate ha
terminado”, pese a las protestas de muchos trabajadores que saben que debajo de
los escombros todavía hay gente, no saben si viva o muerta. Ellos quieren
seguir buscando, pero se los impiden por miedo a algo que no quieren compartir.
El heroísmo abunda, pero es infértil ante el hermetismo.
Los
trabajos pasan a otra etapa: El rescate de documentos. Las zonas destruidas
guardaban historias laborales completas. Años y años de esfuerzo y trabajo,
vidas enteras dedicadas a la empresa que sostiene económicamente al país.
Los
restos de la papelería se hallan desperdigados por el suelo y hasta en las copas
de algunos árboles. La Marina, el Ejército y las cuadrillas de Pemex forman una
cadena humana e intensifican la recolección de lo que quedó de los archivos.
Los documentos son depositados en decenas de bolsas de plástico que poco a poco
forman una gran montaña con trozos de historias de vida que tendrán que
volverse a unir.
Espontáneamente
cientos de manos llegan a ayudar. No lo hacen levantando cascajo, cortando
varillas o cargando muebles destruidos. Lo hacen de otra manera igual de
necesaria. Los petroleros deciden existir a través de la solidaridad: llegan
con un poco de pan, refresco o agua para los brigadistas que trabajan en la
“zona cero”.
Quienes
están dentro del complejo –fuertemente custodiado por cientos de armas– sólo
escuchan fragmentos de las versiones que se han dejado correr en los medios.
Poco a poco, conforme llegan las cuadrillas de relevo, la tragedia va tomando
forma, nombre y apellido; los petroleros informan acerca de quienes están
hospitalizados y de los que han fallecido. Entonces saben que otras tragedias
se están escribiendo en los hospitales y funerarias.
Una
de las historias que circula más es la de Concepción Salvador Millán, Conchita,
la mujer regordeta, bajita, de pelo corto que muchos vieron salir con vida,
pero en un estado crítico. La mayoría de los trabajadores la conocían porque
durante años ella fue la encargada de recibir y entregar los contratos en el
área de Recursos Humanos. Era una mujer amable pero de carácter fuerte que
siempre estuvo atendiendo a la gente.
Ahora
ella y sus compañeros han desaparecido junto con la tranquilidad colectiva.
Quienes trabajamos allí regresaremos con la zozobra de sentir un vacío que
nunca volverá a llenarse.
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