Nadadores
a contracorriente/Juan Manuel de Prada
Publicado
en ABC, 17/10/09):
Escribía
Chesterton que
sólo quien nada a contracorriente sabe con certeza que está vivo. Se trata,
desde luego, de un ejercicio nada plácido, pues la energía que el nadador a
contracorriente emplea en cada brazada no se corresponde con un avance
proporcional; y basta con que flojee en su ímpetu para que la tentación del
desistimiento haga mella en él. Quien
nada a favor de la corriente, en cambio, no tiene que molestarse en bracear; y ni siquiera es preciso que esté vivo,
pues la corriente seguiría arrastrándolo como si tal cosa. Las grandes batallas
del pensamiento, las conquistas que han
ensanchado el horizonte humano, siempre se han librado a contracorriente;
y, con frecuencia, quienes se atrevieron a protagonizarlas fueron contemplados
por sus contemporáneos como retrógrados, incluso como peligrosos delincuentes.
Pero, junto al rechazo o incomprensión de su época, estos pioneros que osaron
contrariar el «espíritu de los tiempos» pudieron proclamar con orgullo que
estaban vivos; y con su sacrificio irradiaron vida en un mundo acechado por la
muerte, convocaron a la vida a quienes por cobardía, por estolidez, por
conformidad con las ideas establecidas nadaban a favor de la corriente.
Así
debió ocurrir con los primeros patricios que, en la época de máximo esplendor
del Imperio Romano, empezaron a manumitir esclavos, como aquel Filemón que,
siguiendo las instrucciones de San Pablo, decidió acoger a su esclavo Onésimo
como si de un «hermano querido» se tratase. Cuando Filemón manumite a Onésimo,
la esclavitud no era tan sólo una institución jurídica plenamente reconocida,
auspiciada y protegida por la ley; era también el cimiento de la organización
económica romana. Según establecía el derecho de gentes de la época, los
esclavos eran individuos que, aun perteneciendo a la especie humana, no eran
«personas» en el sentido jurídico de la palabra, sino «bienes» sobre los que
sus amos podían ejercer un «derecho» de libre disposición. Los nadadores a
contracorriente como Filemón alegaron entonces que, más allá de los preceptos
legales, existía un estado de naturaleza que permitía reconocer en cualquier
ser humano una dignidad inalienable; y que tal dignidad era previa a su
consideración de ciudadano romano. Aquella subversión del sistema legal
establecido ponía en peligro el progreso material de Roma; y quienes entonces
nadaban a favor de la corriente se emplearon a fondo en el mantenimiento de un
orden legal que favorecía sus intereses. Tan a fondo se emplearon que la
abolición de la esclavitud aún tardaría muchos siglos en imponerse; y no lo
hizo hasta que el ímpetu pionero de nadadores a contracorriente como Filemón propició
una metanoia social, un cambio de mente que antepuso ese meollo irrenunciable
de humanidad que nos permite distinguir la dignidad inalienable de cualquier
persona sobre los indudables beneficios económicos de la esclavitud. Y en el
largo camino que condujo a esa conquista muchos Filemones fueron señalados como
retrógrados, perseguidos y condenados al ostracismo.
Como
ocurriera hace dos mil años a los primeros patricios romanos que empezaron a
manumitir esclavos, ocurre hoy a quienes se oponen al aborto. Los nadadores a
favor de la corriente los anatemizan y escarnecen, los calumnian presentándolos
como detractores de los «derechos de la mujer», los caracterizan como sombríos
«retrógrados» que amenazan el progreso social. Pero, como aquellos primeros patricios
romanos que reconocieron en cualquier persona una dignidad inalienable, quienes
hoy se oponen al aborto no hacen sino velar por ese meollo irrenunciable de
humanidad que nos constituye, que nos permite reconocer como miembro de la
familia humana a quien aún no tiene voz para proclamarlo, que nos impone
proteger la vida gestante, la más desvalida e inerme, como garantía de nuestra
propia supervivencia moral, para que no nos ocurra lo que Marcel Proust
denunciaba, al describir el clima de corrupción en el que se desenvolvían sus
personajes: «Desde hacía tiempo ya no se daban cuenta de lo que podía tener de
moral o inmoral la vida que llevaban, porque era la de su ambiente. Nuestra
época, para quien lea su historia dentro de dos mil años, parecerá que hubiese
hundido estas conciencias tiernas y puras en un ambiente vital que se mostrará
entonces como monstruosamente pernicioso y donde, sin embargo, ellas se
encontraban a gusto».
El
día en que nos encontremos a gusto en un ambiente vital que consagra el aborto
como «derecho» habremos dejado de merecer el calificativo de humanos; porque
simplemente habremos dimitido de la razón, que es -según nos enseñaba
Aristóteles- capacidad de discernimiento sobre lo que es justo y lo que es
injusto. Y cuando el hombre se desprende de la razón es como cuando las ramas
se desprenden del árbol, que no les aguarda otro destino sino amustiarse.
Cuando el aborto se acepta como una conquista de la libertad o del progreso,
cuando se niega o restringe el derecho a la vida de las generaciones venideras,
nuestra propia condición humana se debilita hasta perecer; y entonces nos
convertimos, irrevocablemente, en esos nadadores a favor de la corriente que,
sin advertirlo, aceptan su propia muerte con tal de no bracear. Porque muertos están
quienes por cobardía, por estolidez, por conformidad con las ideas establecidas
defienden el aborto; y también quienes con su silencio o indiferencia lo
amparan, quienes con su anuencia sorda respiran sus miasmas, fingiendo que no
les contagian.
A
los soldados aliados que, en su avance hacia Berlín, liberaban los campos de
concentración donde durante años se habían hacinado prisioneros famélicos,
puras radiografías de hombre despojadas de su dignidad, no les estremecía tanto
el espectáculo dantesco que se desplegaba ante sus ojos como la pretendida
ignorancia de los lugareños vecinos, que habían visto llegar trenes abarrotados
de presos al apeadero de su pueblo, que habían visto humear las chimeneas de
los hornos crematorios, que habían visto descender la ceniza de los cadáveres
incinerados sobre sus tierras de labranza y, sin embargo, habían fingido no
enterarse de lo que estaba sucediendo ante sus narices. Con esta nueva forma de
holocausto que es el aborto ocurre lo mismo: llegará el día en que las generaciones
venideras, al asomarse a los cementerios del aborto, se estremezcan de horror,
como hoy nos estremecemos ante las matanzas que ampararon los totalitarismos de
hace un siglo (sólo que, para entonces, las cifras del aborto serán mucho más
abultadas, vertiginosas de tan abultadas); pero se estremecerán, sobre todo,
ante la complicidad tácita de una sociedad que, dimitiendo de su humanidad,
prefirió volver el rostro hacia otro lado cuando se trataba de defender la vida
más inerme, que incluso aceptó el aborto como un instrumento benéfico,
entronizándolo en la categoría de «derecho». A esas generaciones futuras les
consolará, sin embargo, saber que, mientras muchos de sus antepasados renegaba
de su condición humana, acatando la barbarie y bendiciéndola legalmente, hubo
unos cientos de miles de españoles que el sábado 17 de octubre de 2009 salieron
a la calle para gritarle a una sociedad que yacía agusanada en la tumba:
«Levántate y anda». Y, agradecidos, comprobarán que, con su gustoso sacrificio
de nadadores a contracorriente, aquellos cientos de miles de españoles
irradiaron vida en un mundo acechado por la muerte.
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