Uyoya: la
matanza, paso a paso/MARCO APPEL
Revista
Proceso
No. 1928, 12 de octubre de 2013;
Sin
asomo de duda o compasión, el ultraderechista Anders Behring Breivik mató a 69
niños y adolescentes que el 22 de julio de 2011 acampaban en la isla noruega de
Utoya. “Eran marxistas”, dijo para justificar sus crímenes. Con base en
testimonios de sobrevivientes y en el expediente judicial del caso, en su libro
Utoya –aún no traducido al español– el periodista francés Laurent Obertone
describe cómo Breivik perpetró esta matanza que cimbró a la sociedad de
Noruega.
BRUSELAS.-
El 22 de julio de 2011, a las 17:18 horas, el ultraderechista de 32 años Anders
Behring Breivik desembarca en la pequeña isla de Utoya, a 40 kilómetros de la
capital noruega, Oslo, donde horas antes había hecho estallar un coche-bomba
afuera de un edificio gubernamental, causando la muerte de ocho personas.
Vestido
con el uniforme oscuro del servicio de policía, Breivik se presenta a la
coordinadora del lugar y al vigilante –quienes lo reciben en el embarcadero–
como el oficial Martin Nilsen, cuya misión, tras el atentado de Oslo, dice, es
la de ocuparse de la seguridad de Utoya, donde en ese momento se realizaba un
campamento de verano con 560 jóvenes y adolescentes de la sección juvenil del
Partido Laborista Noruego.
Breivik
porta una pistola semiautomática Glock 34 y, en bandolera, un fusil de asalto
Ruger Mini 14 calibre .223 Remington, disimulado bajo dos bolsas de plástico
negras y equipado con miras láser y telescópica y bayoneta; además lleva un
chaleco de operaciones tácticas atiborrado de municiones y cargadores, una
mochila con un litro y medio de agua, una pistola Parabellum 9 milímetros,
también con objetivo láser, y un Ipod.
En
una voluminosa maleta negra, la cual el capitán de la embarcación le ayuda a
descargar, lleva más de mil 500 balas, cargadores, una máscara antigás, guantes
de látex, esposas, bombas de humo, bidones con combustible, material de
primeros auxilios y alimento en barras. De su cuello cuelga una credencial
falsa de policía y una cruz de San Jorge, roja y blanca, coronada con un yelmo
y asentada en una calavera, la cual lo identifica como miembro de los Caballeros
Templarios, su organización de extrema derecha.
Así
comienza el relato que en el libro Utoya, publicado en agosto pasado, ofrece el
periodista francés Laurent Obertone sobre la matanza de 69 jóvenes, casi todos
ejecutados con disparos al rostro, cabeza y nuca.
Con
base en testimonios de sobrevivientes y en una vasta documentación oficial
–como el acta de acusación, el expediente de la investigación policiaca y las
transcripciones de las audiencias de Breivik–, Obertone describe con toda
crudeza y un estilo novelado cómo se desarrolló la matanza desde la perspectiva
del multiasesino, condenado a 21 años de cárcel por tales crímenes.
En
la narración de Obertone, Breivik decide actuar de inmediato porque teme ser
descubierto cuando el vigilante, desconfiando de él, comienza a preguntarle por
su distrito y el nombre de sus superiores en la policía. Breivik le dispara
cinco balas por la espalda cuando se dirigían a la recepción, donde había
prometido responder a los cuestionamientos.
Los
hechos se encadenan velozmente. La mujer que iba con ellos intenta meterse al
inmueble, pero antes recibe un balazo en la espalda. Breivik la remata. Dispara
luego a otro vigilante desarmado, quien huía con los jóvenes por un camino de
grava hacia el campamento principal. Se acerca a él y lo ejecuta.
Breivik
se enfila al campamento en lugar de esperar en el embarcadero, como era su plan
inicial. Afuera de una cafetería, al intentar huir, dos jóvenes y una mujer de
53 años son acribillados y después rematados.
–¿Qué
estás haciendo? ¡Lo mataste! ¡Le disparaste! –le grita alguien, aterrado,
asomado por la ventana de la cafetería.
Breivik
explica que está ahí para protegerlos. Dispara en varias ocasiones contra las
ventanas. No entra para no exponerse a un ataque colectivo y decide aproximarse
al campamento colindante, donde lo observan unos 40 jovencitos, parados entre
sus tiendas de campaña, paralizados y en silencio.
Le
dispara en la cara a una joven de 17 años que se intentó acercar. La remata,
como también lo hace con un muchacho de 16 años que intentó escapar de la
cafetería y a quien primero le dio un balazo en el pulmón.
El
ultraderechista comienza a disparar indiscriminadamente contra los campistas.
Asesina a sangre fría a una niña de 15 años que ingenuamente se había guarecido
en una tienda de campaña; hiere a siete personas. En la acción observa a un
joven que huye de la cafetería y da instrucciones a otros. Lo ejecuta, después
de impactarlo por la espalda.
“Los
maté por ser marxistas”
Breivik
se introduce al inmueble de varias salas donde se ubica la cafetería. Una
veintena de jovencitos están inmovilizados contra el muro del salón pequeño.
Ejecuta a una niña de 16 años. Algunos consiguen escapar. Una jovencita es
empujada por otra que se tira al suelo. Las dos son tiroteadas. Los demás se
esconden detrás de un piano. Les dispara en piernas y brazos. Le imploran que
pare.
De
pronto, la semiautomática se bloquea y el último casquillo cae al suelo.
Breivik cambia tranquilamente el cargador. Sus víctimas rezan. Dispara a
discreción detrás del piano y mata a tres jovencitas. De un gesto brusco retira
el instrumento. Los heridos tratan de huir, pero un adolescente se lanza contra
él y lo intenta desarmar. Breivik se lo quita de encima y descarga la Glock
contra su atacante y contra otro jovencito. Ahí deja heridos a cinco más.
Al
entrar a la gran sala, Breivik hiere a dos, mata a tres muchachitas que se
agolpaban horrorizadas en una esquina y ejecuta a otra de 17 años, así como a
un hombre debajo de un pupitre. Un jovencito de 16 años aparece mientras revisa
el resto del inmueble: lo mata de seis disparos. Antes de salir del lugar,
cierra la puerta “por respeto a los cadáveres”.
Breivik
decide ir a buscar a quienes escaparon al bosque. Al atravesar el campamento
mata con su fusil de asalto a una joven huyendo y a otro que salía de una
tienda de campaña con audífonos en los oídos.
Desde
lo alto de un sendero, observa a un grupo de jóvenes, algunos heridos fingen
estar muertos; están pegados a una alambrada junto a un acantilado de varios
metros de altura. Hiere y remata a dos que se levantan y a bocajarro ultima a
otro, quien desde el suelo lo voltea a ver y le sonríe. Un muchachito, herido
de la rodilla, intenta saltar la alambrada, pero una bala en la nuca lo detiene.
Ejecuta a cuatro más. Sólo uno, baleado, logra sobrevivir de ese grupo.
Breivik
sigue el camino de tierra y llega a una playa pedregosa invadida de maleza,
donde recarga sus armas. Varios jóvenes se refugian en una senda natural
formada en la pared rocosa o en sus cavidades, y otros tratan de esconderse en
la espesura. Al verlo algunos se lanzan al gélido mar (después se encontrarían
los cuerpos de un joven ahogado y de otro, fallecido por la caída). Breivik
acribilla a cinco adolescentes de 14 a 18 años y hiere a ocho más mientras les
grita que “todos se van a morir” y los llama “marxistas”.
Las
piedras, resbaladizas, impiden a Breivik acercarse más a los jóvenes; regresa
al camino. A lo lejos hay personas huyendo a nado. Les grita que “regresen”,
que “se van a morir”. En eso se le aparece un hombre con el agua del mar a
medio cuerpo. Le pide no disparar, con una voz que a Breivik le parece decidida
y con un aspecto físico distinto al de un “izquierdista”. Breivik no lo mata y
sigue su camino.
Se
interna en los árboles. Abate a una muchacha y a un jovencito antes de arribar
a una escuela construida sobre pilotes en un claro del bosque. Toca la puerta y
advierte que es policía. Silencio. Tras descargar su arma dos veces sobre el
vidrio de la puerta escucha gritos de pánico en el interior, pero decide no
irrumpir: le preocupa que esté en marcha una evacuación y se quede solo para
enfrentar a la policía, por lo cual regresa rápidamente al embarcadero.
Cuando
llega observa algunas embarcaciones en las cuales huyen los jóvenes a la otra
orilla, a 600 metros, donde se ven una patrulla y una ambulancia. Les vuelve a
gritar que vuelvan, mientras les dispara. Algunos saltan al agua, pero están a
más de 200 metros y su arma pierde precisión a más de 100.
Misión
cumplida
Breivik
toma un sendero en dirección al norte de la isla, donde hay una zona boscosa
más accidentada. Se abastece de cargadores y lanza una bomba de humo a la
recepción y otra a un almacén contiguo para distraer a la policía, pero no
entra en el bloque destinado a los vigilantes, donde parecía haber gente, por
temor a que ahí hubiera armamento.
Pasa
a la cafetería a buscar sin éxito un encendedor con el cual prender los bidones
de gasolina. Cruza un helicóptero. Se interna en el bosque y llama con el
celular de una víctima a la policía, presentándose como “el comandante Anders
Behring Breivik, del movimiento noruego de resistencia anticomunista”. Anuncia
que está en Utoya y quiere rendirse. Como la persona que responde no reacciona,
él cuelga.
Sobre
la costa ultima a tres adolescentes agazapados tras una roca, después de que el
gatillo de su fusil no respondiera porque había olvidado accionar el cargador.
Poco después dispara mortalmente a una muchacha que se había internado 20
metros en el mar. En un voladizo del acantilado varios jóvenes se protegen:
abate a tres de ellos y a un cuarto quien antes de ser acribillado pregunta por
qué los está matando.
Una
chica de 18 años irrumpe en la escena, corriendo se lanza al borde del mar,
pero en el aire recibe una bala y se estrella en las piedras antes de ser
rematada.
Camina
sobre una ensenada, remonta una pendiente de rocas escarpadas y llega a un
sendero. Llama nuevamente a la policía pero nadie le responde. En una
hondonada, a unos 10 metros de Breivik, hay una cabaña. Les dice a los jóvenes
que se asoman que deben salir rápido para ser evacuados, pues el asesino
todavía está en Utoya. Le solicitan ver su credencial oficial y cuando cuatro
de ellos salen y están a un metro de él para verificarla, los mata.
Detrás
de la cabaña ejecuta a otros seis muchachos. Alguien le avienta a la cabeza un
teléfono celular. Corre y dispara contra un grupo que huye a nado o se esconde
entre las rocas. Regresa a la cabaña a recargar sus armas. Remata a un herido y
a otros tres muchachos escondidos tras una roca.
Retoma
el sendero que lo lleva a la punta de la isla más alejada del embarcadero, en
el extremo oeste de Utoya, donde disfruta de la belleza del paisaje.
Al
pie del sendero un grupo se cubre en un voladizo rocoso del acantilado. Breivik
no puede descender lo suficiente y, como puede, dispara y hiere a dos
muchachos. Observa una embarcación de rescate y teme estar en el objetivo de un
tirador de élite. Decide emprender el regreso, cruzándose con montones de
cadáveres.
A
las 18:25 se comunica con la policía y pide ser transferido con el líder de las
operaciones del grupo Delta.
“Estoy
en Utoya (…) Cumplí mi misión, entonces quiero… rendirme”, anuncia.
Breivik
pide que se comuniquen con él cuando pueda hablar con esa persona. Un
helicóptero se inmoviliza a baja altura. Camina al punto sur de la isla donde
hay varios jóvenes arrinconados entre arbustos y agua verdosa. En la orilla de
enfrente se ven las torretas de patrullas y ambulancias, mientras lanchas van y
vienen.
Se
acerca preguntándoles si han visto al asesino, pero no responden. Mata a cuatro
y hiere a cinco más. Un niño de nueve o 10 años le implora que no lo mate como
a su papá. Breivik recuerda haberlo visto en la recepción cuando ultimó al
vigilante.
Se
le acerca y le acaricia el cabello; le dice que todo estará bien. El niño
grita: “¡Él me ha salvado, él me ha salvado!”. No lo mata porque ronda un
helicóptero de la televisora RNK y no quiere ser grabado asesinando a un niño.
Decide ir al embarcadero por más municiones.
Le
quedan nueve balas en el fusil y la Glock está vacía. A la altura de la escuela
se encuentra con seis policías. Deja su fusil en el suelo y se aproxima. Le
ordenan dejar sus armas. Alza los brazos. Les dice que no está contra ellos
sino contra los laboristas y la islamización de Europa. Les sonríe. Un policía
lo esposa una hora y 16 minutos después de su llegada a Utoya.
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