Calabria, la mafia y los subsaharianos/ Antonio Nicaso, periodista y escritor. Es autor junto con Nicola Gratteri de
Hermanos de sangre, Debate
Publicado en EL PAÍS, 20/01/10;
Gioia
Tauro, Rosarno, Sinopoli, Seminara, Cittanova, Oppido Mamertina son tierra de
clanes tan antiguos como los olivos de la Piana. Aquí a la ‘Ndrangheta se la
siente por todas partes. Se te mete dentro y te envenena como una nube tóxica.
La vives diariamente sobre tu piel y sientes en ella su aliento fétido, como
los miasmas lívidos de un remolino infernal. Aquí mandan los Piromalli, los
Bellocco, los Pesce, los Mammoliti, los Alvaro, los Crea, gente que, en su
enfrentamiento con el Estado, siempre ha preferido el tradicional y prudente
mimetismo a la sombra de los poderes legales. Mommo Piromalli, uno de los
grandes padrinos de la ‘Ndrangheta, pensaba siempre en la tierra y hablaba a
menudo de terrenos y de pastos, de túmulos y de restos mortales, de naranjas y
de olivos.
Se enriqueció con el dinero que el Estado invirtió en Calabria para
realizar centrales térmicas, plantas siderúrgicas, unos diques que no han
traído nunca bienestar ni han roto el aislamiento de una región continuamente
en fuga de sí misma. Los otros boss, en este rincón del mundo, no han sido
menos. “Rosarno es nuestro, debe ser nuestro, si no, no es de nadie”, recordaba
en junio de 2009 Umberto Bellocco, hijo de uno de los jefes más despiadados de
la zona, uno de los que han hecho fortuna con la tierra sustraída a los viejos
propietarios de la Piana. Son ellos los que mandan, la nueva raza de padrinos
que antes humillaba a las mujeres y a los campesinos de la Piana y luego empezó
a controlar a la mano de obra africana, la que, hasta hace poco, servía para
recoger las clementinas. Nadie se había atrevido nunca a protestar. Aquí, una
pregunta de más o una respuesta de menos basta para ser aplastado como una
mosca contra el cristal.
En junio de 1980, a Giuseppe Valerioti, secretario del
Partido Comunista de Rosarno, le mataron como a un perro. Había intentado
luchar contra el caporalato, la explotación inhumana de las recogedoras de
aceitunas y naranjas, el mercado negro de los braceros. La Piana de Gioia Tauro
siempre ha sido cosa de ellos, de esta mala hierba, de esta raza de padrinos.
Como casi toda Calabria, una región con soberanía limitada, apartada de la
potestad del Estado, controlada por una mafia que ha suplantado a Cosa Nostra,
convirtiéndose en una de las organizaciones más ricas y más feroces del mundo,
sobre todo gracias al tráfico de cocaína, que ha encontrado en España una
formidable cabeza de puente.
En
Rosarno, cada día al alba, centenares de trabajadores temporeros se presentaban
con las botas de goma verde a las puertas del pueblo, esperando que uno de los
capataces de paso les invitase, haciéndoles una señal, a subir a las furgonetas
para ir a los terrenos donde se cultivan los naranjos. Ganaban 25 euros, de los
cuales el conductor que les acompañaba y los capataces que les explotaban se
llevaban su parte. Entre 5 y 7 euros por cabeza, sin rechistar, para luego
volver a vivir como ratas en chabolas de cartón dentro de fábricas abandonadas
o de rediles derruidos, sin agua, sin luz, sin retretes. En febrero de 2009, un
enviado de la BBC había mostrado la vergüenza de semejante lager, donde
centenares de hombres vivían peor que el ganado porcino. No ya en África, sino
en el corazón de Europa. Todos sabían que esos trabajadores eran explotados
como bestias, temporada tras temporada, mes tras mes, para recoger naranjas
después de haber trabajado en Sicilia, en las viñas de Marsala, y en Apulia,
entre los olivos más hermosos del Mediterráneo, a la espera de trasladarse a
Campania a romperse el espinazo en los huertos.
Son
la gente del hambre, son los últimos. Que ahora ya no son necesarios.
En
Rosarno, en los últimos dos años, la demanda de mano de obra se ha reducido en
un 80%. Y búlgaros y rumanos, ciudadanos europeos, parecen más apetecibles que
los africanos: si se les contrata en negro, las posibles multas serán más
leves. Pero sobre todo, hoy, recoger naranjas ya no es conveniente. La Unión
Europea ha cambiado los criterios de asignación de las contribuciones,
destinando los subsidios no ya sobre la base de lo que se recolecte, sino de la
extensión del terreno. Se paga por hectáreas y no por kilos, y con las nuevas
disposiciones se gana más dejando las naranjas en los árboles o simplemente
dejándolas que se marchiten en el suelo. Hasta hace algunos años, las naranjas
eran todo un negocio, como el de las facturas hinchadas. En 2004, ocho personas
acabaron en la cárcel por haber conseguido 600.000 euros de contribuciones
ilícitas: de los 250 camiones de cítricos declarados habían salido solamente
12. En 2008, otros 45 arrestos por una operación de 18 millones de euros.
También de esto ha sacado provecho la ‘Ndrangheta, descremando las
contribuciones europeas con un fraude tras otro.
El
de Rosarno, sin embargo, no ha sido un rapto de locura. Los indicios de que la
rabia estaba subiendo se habían producido en diciembre de 2008, cuando alguien
había aludido a una protesta tras resultar heridos dos marfileños en la
fábrica-dormitorio de Rosarno. Es una historia que recuerda bastante a la de
muchos italianos. A pesar de que tantos la hayan olvidado. Cuando los africanos
éramos nosotros, más de una vez nuestros abuelos tuvieron que ser puestos a
salvo como los negros de Rosarno, para escapar a los pogromos racistas de
Zúrich, de Aigues Mortes o de Nueva Orleans. Pero a nosotros, nietos e hijos de
hombres que vivieron en las barracas y murieron en las minas, esas páginas de
historia parecen no habernos enseñado nada. En Italia el caporalato no es
delito y para el trabajo en negro está prevista sólo una sanción
administrativa. Solamente después de los hechos de Rosarno ha anunciado el
Gobierno modificaciones normativas para combatir la plaga de la explotación
laboral, que todos conocían en Piana di Gioia desde hace más de 50 años.
La
‘Ndrangheta, que ha instigado la revuelta de los extracomunitarios, había
decidido eliminar el peonaje rebelde, que no doblaba fácilmente la cabeza y
que, además de ser explotado, a veces era utilizado como tiro al blanco por los
chulos del pueblo para no aburrirse. Los africanos, como ha sostenido Roberto
Saviano, el autor de Gomorra, “han demostrado tener más valor que muchos
italianos, defendiendo derechos que en Italia pocos quieren ya defender”. Como
lo habían demostrado ya en Villa Literno en septiembre de 1989, después del
homicidio de un surafricano, y en Castel Volturno en septiembre de 2008, tras
la muerte de tres ghaneses, dos togoleses y un liberiano. Quién sabe lo que
sucedería si durante un día todos los inmigrantes de Italia decidieran
abstenerse de trabajar. Seguramente someterían a una dura prueba al sistema de
vida de los italianos. Por desgracia, la barbarie de los pogromos es
contagiosa. En Italia, el problema principal para la pacífica convivencia sigue
siendo la inmigración clandestina, a pesar de la presencia de mafias capaces de
infiltrarse en la política, de contaminar con beneficios de muchos ceros los
mercados financieros, desplegando su poder incluso más allá de las fronteras
nacionales.
Aun
así, también existe otra Calabria donde la intolerancia no convive con el
desprecio y donde la diversidad es riqueza. Es el caso de Riace, Caulonia,
Stignano, Badolato, realidades que recientemente han sido también objeto de
atención internacional gracias a Wim Wenders, el director alemán que decidió
hacer una película sobre la Calabria de la tolerancia y de la acogida.
En
una tierra de beneficios astronómicos para la economía ilegal (43.000 millones
de euros de volumen de negocios anual de los clanes, según la estadística
oficial), alcaldes como Domenico Lucano e Ilario Ammendolia están tratando de
conjugar la solidaridad con la integración, dando un sentido al valor de la
vida de centenares de inmigrantes. Gracias a ellos, pero también a los
movimientos antidelincuencia de Lamezia, a los jóvenes que se rebelaron contra
la ‘Ndrangheta después del homicidio del vicepresidente del Consejo Regional,
Francesco Fortugno, Calabria no es sólo una tierra en poder de clanes mafiosos
y de políticos indiferentes, cuando no en colusión, con la criminalidad
organizada. Y es una tierra que, a pesar de la vergüenza de Rosarno, trata de
pasar página. Aunque no será fácil olvidar a los 1.200 inmigrantes obligados a
huir como animales acosados para evitar ser linchados, mudos y encrespados como
destellos del sol en el ocaso.
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