Una
oración por Francisco/Gabriel Magalhães, escritor portugués
La
Vanguardia | 8 de noviembre de 2013
Ninguna
institución ha practicado la autocrítica con la intensidad con que la Iglesia
lo ha hecho. En los Evangelios, los apóstoles se ponen de rodillas y se
confiesan ante nosotros: Pedro negó a Jesús. Santiago, Juan, como todos los
demás, ambicionaron cargos elevados en un futuro reino político, y Tomás fue un
inspector de hacienda de la eternidad: para creer, quiso introducir sus dedos
en las llagas del Señor resucitado.
Todo
esto se cuenta porque la Iglesia es un diálogo con la luz sin fin de Jesús. Y
para que esa luz quede clara, tienen también que quedar claras nuestras
sombras. No se puede ser creyente sin pedir perdón. Y también los papas, todos
los papas son, como nosotros, una noche que camina hacia el resplandor.
Entender
a los pontífices conlleva, pues, ser conscientes de sus virtudes y de la lucha
que esos méritos traban con sus defectos. También el alma del Santo Padre está
en juego. Pensando hoy en Wojtyla, nos damos cuenta del milagro de su energía,
de la inmensa sinceridad de su fe. En un tiempo en el que los políticos
empezaban a no creer en nada que no fuese su propio recorrido hacia el poder,
Juan Pablo II se transformó en el espectáculo de sus convicciones. Fue un gran
Papa: un Pontífice para la historia.
No
obstante, recordando hoy su imagen, tenía busto de emperador romano. Poseía un
perfil de Augusto, de Trajano o Constantino. Wojtyla era un conquistador de la
fe. Y quizá por ello, cuando el parkinson arrugó su cuerpo de montañero, él se
lo tomó como una censura de Dios, que aniquilaba al césar que había en él para
que, al final, sólo quedara el santo. La historia de Wojtyla es, precisamente,
la de una santidad construida contra el propio pecado, en medio de las
tormentas del mundo.
Ratzinger,
por el contrario, es un pianista de ideas. Un gran ensayista que, cuando
escribe de teología, está componiendo sonatas espirituales. Probablemente,
siempre sospechó que era un error ser Papa. Pero el empuje de su antecesor y
las circunstancias transformaron a este señor tímido en el conquistador de
Europa occidental, después de que Juan Pablo II fuera el libertador de los
países del Este. Creo que, en ninguno momento, Benedicto XVI tuvo claro que
hubiese hecho bien en aceptar el cargo; la prueba es que publicó, durante su
pontificado, libros firmados con el nombre de su verdadera personalidad: Joseph
Ratzinger, teólogo mozartiano. Su mirada inquieta en público era como si nos
preguntara: “¿Estoy bien dónde estoy?”. Hoy todos sabemos la conclusión a la
que llegó.
También
Bergoglio posee enormes cualidades: con él, se ha instalado en el Vaticano una
espontaneidad latinoamericana que lo condujo a ese rasgo de genialidad que es
llamarse Francisco. Además, el Papa actual posee una capacidad de comunicación
desmesurada, casi angelical. Se está transformando en el abuelo bueno de la
humanidad. Porque Francisco es de estos que, con un silencio ante una cámara,
una mueca y una sola palabra, consiguen decirlo todo: “¡Vergüenza!”.
Por
otra parte, el nuevo Papa tiene ante sí retos fenomenales: el Vaticano, según
cuentan los que saben, se ha transformado en un reino hamletiano con un tufillo
a millones podridos. Francisco es, pues, un Pontífice que viene armado con
escoba. Resulta también atractiva su idea de acercar la Iglesia a la izquierda,
sin hacerla política, pero sí muy sensible a lo social. Actuando de este modo,
Bergoglio se está transformando en el Papa de los hijos pródigos: un Pontífice
con los brazos enormemente abiertos, como el Cristo Redentor de Río de Janeiro.
Finalmente, debemos destacar su proyecto de sinodalidad: el término que la
Iglesia ha acuñado para designar una mayor participación de los fieles, laicos
y mujeres por ejemplo, en la vida de la institución.
No
obstante, es un error transformar a Bergoglio en el Papa perfecto. No existen
papas perfectos. Hay quien retrata a Francisco como Andy Warhol pintaba a
Marilyn Monroe. Y este Papa no es eso. El que haya leído con atención sus
intervenciones en Brasil, la entrevista dada a una revista de jesuitas y haya
comparado estos documentos con el diálogo con Scalfari, se habrá dado cuenta
del gran peligro de este pontificado: el tiempo de Francisco puede terminar
siendo un caos de buenas intenciones.
No
soy nadie, por supuesto, para criticar a los papas. Lo que he intentado es
graduar un poco la mirada que podemos dedicarles. No son pedófilos siniestros,
cínicos pérfidos, con veneno mortal escondido bajo la piedra preciosa de un
anillo para derramarlo cuando se tercie en una copa de oro. Una parte de la
sociedad los ve así, y en realidad no ve nada: recuerda películas. Tampoco son
ángeles en blanco movimiento. En la acogida que se está haciendo a Bergoglio
hay una hermosísima nostalgia de la fe, pero también, en algunos casos, la
expectativa de que él sea la licuadora de la Iglesia católica.
Con
todas sus virtudes, el nuevo Papa es para los creyentes una gran gracia de
Dios. Pero hay que rezar por él: algo que el mismo Francisco, además, nos pide
con frecuencia.
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